La literatura no es ajena a las modas ni a “las internas” y conspiraciones capaces de deponer a un escritor o de subirlo al bronce. Julio Cortázar también fue víctima de estas mezquindades literarias. Se lo elogió como cuentista para desacreditarlo sutilmente como novelista. Rayuela fue considerada una de las novelas más innovadoras del siglo XX y también un divertimento frívolo de un escritor que vivía en París posando de izquierdista, sin contaminarse con el barro de América Latina. Hoy, hay quien la considera una obra magistral y quien está convencido de que no es más que un experimento lingüístico que perdió vigencia transformándose en una pieza arqueológica.
Con Cortázar no solo murió un escritor, sino también un modelo de intelectual que tuvo la “ingenuidad” de creer que el compromiso con una causa política podía cambiar el mundo. En este sentido, es denostado todavía hoy por quienes creen que el escepticismo cínico es la actitud más inteligente que puede tomarse frente al mundo.
Pero hay algo innegable y casi imposible de refutar: Cortázar desbordaba una pasión contagiosa, un estado de asombro perpetuo que lo llevaba a profesarle un amor incondicional y agradecido a los escritores que le abrieron un universo desconocido y que tal vez lo resguardaron de las inclemencias del mundo. Un buen ejemplo de esta actitud es Imagen de John Keats, ese poeta que nació en Londres 1795 y murió en Roma en 1825.
Se trata de un libro entrañable que Cortázar comenzó a escribir en 1951 en Buenos Aires y terminó en 1952 en Parísy que aún hoy permanece al costado de su obra vaya a saber por qué capricho de la burocracia literaria, quizá porque es un libro sentimental que entabla con Keats una cercanía capaz de atravesar el tiempo que los separa, apenas dos siglos, y no mantiene con él una aséptica y pasteurizada distancia académica. Ya se sabe, además, que el sentimentalismo está mal visto en la literatura y por eso ha sido desterrado del campo literario.
Cortázar definió Imagen de John Keats como un “libro suelto y despeinado, lleno de interpolaciones y saltos y grandes aletazos y zambullidos”. Y lo cierto es que la palabra despeinado lo define de la manera más certera, porque la pasión es enemiga de la prolijidad. Si se lo califica como ensayo es porque los encasillamientos son casi imposibles de eludir, pero su autor se lo planteó más bien como “una especie de diálogo donde Keats estuviera lo más presente posible”.
En “Metodologìa”, página 19 del volumen publicado por Alfaguara dentro de la colección Biblioteca Cortázar, el autor define el plan del libro, si es que puede llamarse plan al amoroso desorden. “Voy del brazo de Keats –dice el cronopio- actitud más natural para conocerlo que la otra tan frecuente, en que al pobre lo izan en una nube mientras el crítico junta mesas y sillas para armarse una plataforma que no hacía. No soy gran lector de Maurois, pero siempre me gustó su enfoque de Shelley en Ariel: seco, claro, cordial sin sacarina. No hay un libro así sobre Keats (,,,). El no buscado pero tampoco aborrecido desorden que habrá en este libro proviene de que, por una parte, un material variadísimo espera turno, recuerdo o casualidad para irse colando, y por otra, que me divierte más escribir cuando me dan ganas de hacerlo y eso puede ocurrir a mitad de una naranja, una suite de Bach o una excursión por Berisso. (…). En fin, me pasa que no me puedo resignar a poner cada cosa en su sitio para luego, retórica en mano, componer el volumen. No se puede pasear primero y gozar después, o al vesre. Busco cosas, me acuerdo de otras, vuelvo a los poemas, y además voy y vengo, quiero, juego, trabajo, espero, desespero, considero. Y todo forma parte de Keats, porque no voy a escribir sobre él, sino a andar a su lado y a hacer de eso, por fin, un diario. Proyecto instantáneo de título: Diario para John Keats.”
El título no se mantuvo, pero el espíritu del libro es exactamente el que plantea Cortázar en estas líneas. Es así que recorre junto a Keats sus poemas, su dura situación económica, su salud cada vez más deteriorada, su tormentoso amor por Fanny Brawne, su inútil viaje a Italia en busca de su sol sanador, su descanso en la pequeña casa de primer piso ubicada en la Plaza España de Roma, que hoy es un lugar obligado de visita para quienes amaron a Keats, a Cortázar o a Keats a través de Cortázar. Finalmente, a su entierro en el Cementerio para Extranjeros de Roma, ubicado fuera del centro de la ciudad y cerca de la pirámide de Cayo Sestio, en una tumba en la que crecen los tréboles. La ceremonia obligada es arrancar algunos y ponerlos a secar entre las páginas de un libro de Keats o de Cortázar como una especie privilegiada de un posible herbario literario. También de esta ceremonia vegetal habla el gran cronopio en su libro.
Hoy, la tumba de Cortázar, ubicada en el cementerio de Montparnasse junto a la de su último amor, la fotógrafa Carol Dunlop, también es lugar de peregrinaje y ceremonias. El gran cronopio diseño su propia lápida junto con su entrañable amigo Hugo Silva. Poco antes de morir, Cortázar volvió a la Argentina que recién recuperaba su democracia y se paseó por Buenos Aires. Quizá quería verificar quién era él para quienes vivíamos en esta orilla. O tal vez se tratara de una despedida del país que siguió siendo suyo a pesar de haber vivido a miles de kilómetros de distancia.