Mary Shelley viajó llevando como equipaje el corazón de su esposo. Tenía 25 años cuando quedó viuda, luego de engendrar cuatro hijos de los que sólo sobrevivieron tres y de haber escrito la novela que la haría inmortal, Frankenstein o el moderno Prometeo, cuando apenas tenía 19 años. Su marido, el poeta Percy B. Shelley, murió en un naufragio y su cuerpo apareció en las costas de Italia. Mary guardó su corazón como reliquia envuelto en una página con un poema de su esposo.
Iba por la vida con sus recuerdos físicos. Viajaba y se mudaba con sus reliquias, con sus fantasmas parciales y anatómicos; con una familia reducida, inanimada, a cuestas, dice Esther Cross en un libro que es, seguramente, uno de los más hermosos que se hayan escrito sobre la autora de Frankenstein. Cuando no viajaba, dejaba reposar el corazón en su escritorio para que descansara de los trabajos y la agitación de la muerte prematura.
Mary aprendió a leer su nombre en una lápida, la que guardaba el cuerpo de su madre, muerta diez días después de haberla traído al mundo el 30 de agosto de 1797. Ambas se llamaban igual.
En Frankenstein, su novela emblemática -dice Cross refiriéndose a su autora-, inventó un monstruo hecho de partes de cadáveres. Eran los años de la Ciencia, la luz de la Razón y el culto romántico a la Vida. Pero también había tumbas profanadas y quirófanos clandestinos. La gente creía en el desarrollo científico y al mismo tiempo tenía miedo. Algunos, como Mary Shelley, se animaban, a pesar del temor, a ir un poco más allá, en los libros y en la vida.
Han pasado 200 años desde el momento en que la historia escrita por esa mujer sufriente y de apariencia frágil salió a la luz.
Por ese entonces se acostumbraba exponer públicamente a los fenómenos que hoy llamamos freaks. Pero quizá no sea su singularidad de monstruo hecho con partes de diferentes cuerpos en un acto de bricolage macabro la que lo mantiene vigente a Frankenstein. Por el contrario, es posible que sea la revelación de que bajo la corta y pretenciosa palabra yo se esconden naturalezas diferentes, algunas también monstruosas, que viven ocultas bajo la apariencia homogénea e inofensiva del pronombre personal de primera persona singular. Quizá sería mejor el plural. Por que cada uno de nosotros es un poco Frankenstein. «