Se pueden cerrar los párpados por un momento y repasar mentalmente a gran velocidad el accionar del aparato de propaganda, de los medios del establishment, de los últimos 20 años. Hace bastante que se cocina el surgimiento del fascismo.
Ha sido sistemático el mensaje de odio hacia a los ámbitos más democráticos de la vida social: la política, los sindicatos, las organizaciones, el Estado. Con todos sus defectos, son los espacios más abiertos y se someten a elecciones. No ocurre lo mismo en las corporaciones económicas y judiciales.
En una publicación del 9 de abril de este año, con el título de «La embajada de Estados Unidos, aterrada por Milei», esta columna contó sobre una encuesta electoral encargada por la sede diplomática. El sondeo sostenía que Javier Milei, líder del neofascismo argentino, podía salir primero en las elecciones. Y que al gobierno de Joe Biden la posibilidad lo tenía “aterrado”. La fuente vinculada a la embajada que filtró la información a este medio decía que los americanos esperaban que Cristina se presentase para contener el crecimiento de Milei.
Quien escribe reconoce que tomó la información de la encuesta con cierta distancia. Los resultados de los candidatos de La Libertad Avanza en provincias parecían demostrar que el peso electoral de Milei era más bajo. No fue así. Tenían razón quienes sostenían que el candidato de extrema derecha tendría más respaldo que sus representantes locales.
El odio es un gran ordenador. Brinda la posibilidad de encontrar un culpable de todos los males y la libertad de desatar los nudos internos construidos para contener la propia violencia. Permite darle rienda suelta al racismo que habita siempre en el ser humano. Fuck you. Prendamos fuego todo.
Una expresión fascista votada por siete millones de personas resignifica algunas lecturas sobre las etapas de nuestra historia reciente que ponían siempre un manto de inocencia sobre la sociedad. ¿Por qué (nos) sorprende que surja un Milei en el país que dio a luz a un Videla? En primer lugar porque Videla llegó al gobierno por un golpe de Estado. Quizás se minimizo el respaldo popular que tuvo la dictadura.
En Alemania la memoria sobre el nazismo se aborda como un fenómeno político cultural que incluye a toda la sociedad. En Argentina, la política de memoria, verdad y justicia, que es ejemplo en el mundo, tiene un manto de disculpa sobre la población respecto de la última dictadura porque no llegó al gobierno a través del voto.
Por otra parte, las expresiones de extrema derecha durante estos 40 años de democracia, de Luis Patti a Álvaro Alsogaray, nunca habían podido romper el umbral de una fuerza testimonial. Milei corrió la frontera y la sorpresa es inevitable.
Hay un debate intenso sobre cómo enfrentar el fascismo. La consultora política Mayra Arena sostuvo en distintas entrevistas esta semana que en algunas franjas de los sectores populares hay “enamoramiento” con Milei. Es una forma -quizás- de describir la fascinación, un componente necesario para el fascismo. No se sostiene aquí que sean sinónimos.
Puede haber fascinación por figuras políticas que pregonen todo lo contrario de lo que encarna Milei, que como buen fascista habilita la posibilidad de odiar sin sentir la más mínima culpa por querer eliminar al otro.
Varios intelectuales que han estudiado la cuestión de fascismo, como Daniel Feierstein o Rocco Carbone, dicen que una campaña del miedo sería contraproducente. En el camino electoral hacia el balotaje de 2015, Daniel Scioli desplegó una campaña para desenmascarar las verdaderas intenciones que tenía Mauricio Macri si llegaba a la presidencia. Esa estrategia desembocó en una segunda vuelta que fue casi un empate.
Más cerca en el tiempo, Pedro Sánchez también desarrolló en España una campaña llamando al fascismo por su nombre y logró emparejar una contienda que parecía perdida. Está cerca de ser reelegido como jefe del Gobierno. Si estos ejemplos fueran contraproducentes en este caso, cabe una pregunta: ¿entonces qué?
El grueso de las encuestas muestran que la mayoría de la población prefiere en este momento el «cambio» a la «continuidad”. Milei es una expresión de cambio extremo. Su mensaje es: rompamos todo. Su propuesta: destruir la Argentina moderna construida durante el siglo XX, subir al país a la máquina del tiempo y retroceder al siglo XIX. No hay ni una coma de diferencia con el proyecto que tuvo José Alfredo Martínez de Hoz durante la dictadura. El punto es que está expresado con un gran carisma y vendido como una supuesta rebeldía.
Si se toma a Milei en serio, es decir, si no se lo subestima, es imposible que no se haga una “campaña del miedo”. Tomarlo en serio es comenzar a hablar del contenido de lo que dice y no del packaging. Batallar a este neofascismo por sus formas, su desenfado, los cuatro perros clonados con los que vive, la singular relación con su hermana y su aparente locura puede fortalecerlo. Porque en esas formas radica su popularidad, en su “personalidad”. Quedan entonces sobre la mesa los contenidos.
Por otro lado, no subestimar a la población es reconocer que puede diferenciar una cosa de la otra. El loquito puede resultar simpático, pero quizás votarlo para presidente haga que las cosas empeoren más de lo que ya están. Esta diferenciación, claro, sería apuntando a quienes no están fascinados con la figura o con la idea de prender fuego todo. Son los que no fueron a votar o están indecisos.
El otro punto depende del gobierno nacional y de Sergio Massa. Para cambiar un poco la ecuación sobre el deseo de cambio no alcanza con mostrar lo espantoso que puede ser el futuro, con marcar que las cosas están mal, pero pueden estar peor. También hay que mejorar un poco y rápido el presente. Eso podría acompañar levemente el deseo de continuidad y aumentar el temor de arrojarse al abismo porque total no hay nada que perder. «