En términos académicos, se podría decir que la Policía de Jujuy no aprobó el examen de ingreso a la universidad de aquella provincia. Y que, al respecto, su reyezuelo, Gerardo Morales, tuvo que retroceder en chancletas. Lo cierto es que así supo inaugurar un nuevo frente de conflicto, esta vez nada menos que con sus propios mastines humanos. Aquel asunto no hubiera pasado de ser un simple problemita de cabotaje si este sujeto, que ante toda contrariedad suele reaccionar como una bestia herida, no fuera precandidato a vicepresidente de la Nación en el listado de Juntos por el Cambio (JxC) que encabeza el jefe de Gobierno de CABA, Horacio Rodríguez Larreta. De hecho, en su entorno ahora se olfatea el costo de semejante error. Pero ya es tarde para volver atrás.
Bien vale entonces reconstruir tanto el contexto como así la cadena de eventos que configuraron este episodio en particular.
En este punto, hay que situarse en el mediodía del 11 de julio, ya con las vacaciones de invierno en curso, cuando –por Radio Mitre– Morales aconsejó a los turistas «no viajar a Jujuy esta semana» debido a la pueblada que él, en vano, intenta sofocar. Pues bien, aquella simple recomendación derivó en un apasionante «debate teórico» con Luis Petri, un tipo ubicado a la derecha de Gengis Kan, quien secunda a Patricia Bullrich en su fórmula. Y de sus labios salió el peor agravio que se le puede decir a su rival: la palabra «tibio», por no aplicar –según su óptica– «la ley y el orden en Jujuy». Frente a tan inmerecida chicana, el aludido lo refutó con suma elocuencia, enumerando cada una de sus atrocidades represivas más recientes. Y no contento con ello, también tuvo la audacia de anticipar sus próximos blancos. «Ya los tenemos identificados; sabemos quiénes son». Se refería a docentes y estudiantes de la Universidad Nacional de Jujuy (UNJu).
Tal fue el preludio de esta historia. Y todo estalló dos días después.
La provocación
Durante el atardecer de ese miércoles se reunía el Consejo Superior de aquella casa de altos estudios con alumnos, docentes y gremialistas de la ADIUNJu (Asociación de Docentes e Investigadores de la Universidad Nacional de Jujuy) en la sede ubicada sobre la calle Bolívar de San Salvador de Jujuy.
Tal cónclave se desarrollaba en el Rectorado. Su propósito: elaborar un borrador sobre la reforma constitucional de Morales. Y por el clima represivo reinante, su convocatoria fue difundida en voz muy baja.
Pero, antes de comenzar, alguien acudió presurosamente a la comisaría 49ª, situada a tres cuadras del Rectorado, para «soplar» su realización. Y ese «alguien» –según una versión que circula en dicho claustro– no sería ajeno al secretario general de la UNJu, Edgardo Aramayo, quien integra el sector del Partido Justicialista (PJ) aliado con Morales e intervenido el viernes por el presidente Alberto Fernández.
Así fue que, desde temprano, en las adyacencias del predio universitario había un clima extraño: individuos de civil dando vueltas sin rumbo; algunos, tomando fotografías a hurtadillas con sus celulares y una camioneta blanca sin identificación, acechando en una esquina de la calle Bolívar.
Poco después se produjo la irrupción policial: cuatro efectivos policiales de uniforme, quienes avanzaban por el predio hacia el Rectorado, con actitud desafiante y preguntando a los gritos: «¿Dónde carajo es la reunión?». Tres avanzaban hacia el edificio y el restante quedó en la entrada.
Ya se sabe que la reacción de los estudiantes los hizo replegarse, lo cual fue profusamente filmado y difundido por los noticieros. Los intrusos estaban integrados por la subcomisaria Mariana Leticia Polo, el inspector Ariel Ismael Catacata, el sargento primero José Antonio Cruz y la agente Cintia Fernández.
Dicho sea de paso, su accionar contó con el aval del jefe de la policía provincial, Horacio Mejía, del ministro de Seguridad, Guillermo Corro, y, por supuesto, del mismísimo Gobernador.
Sin embargo, fueron los patos de la boda.
Ocurre que el vendaval de repudios que mereció tal cuestión hizo que Morales ordenara el pase a disponibilidad del cuarteto uniformado, además de sumariarlo, como paso previo a su eyección de la fuerza.
Además, en su carácter de presidente del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical (UCR), ordenó la publicación de un comunicado donde califica lo que él mismo dispuso como «un abuso de poder totalmente condenable por violar la autonomía universitaria». Y hasta prometió sanciones penales.
Hubo personas cercanas a él que lo aplaudieron por tamaña muestra de civismo, como su prensero, Matías Angulo, un chupamedias de fuste, quien escribió en Twitter: «¡Bien, gobernador! Defendiendo la ley. Los golpistas K van a tener que inventar otras excusas para desestabilizar».
Pero no tanta euforia envuelve a la corporación policial. Más bien, todo lo contrario. No sólo porque la subcomisaria Polo pertenece a una familia con varias generaciones de uniformados –algunos, incluso, llegaron a comisarios generales– sino porque la actitud de Morales significó, lisa y llanamente, una «soltada de mano» que puede volver a repetirse con cualquier otro efectivo de la institución. Tanto es así que entre ellos ya hay conciliábulos secretos, en los que se barajan medidas que van desde «poner palanca en boludo» –como en la jerga canera se le dice al trabajo a reglamento– hasta un «rechifle» para exigir el indulto a los sancionados y mejoras salariales en todos los escalafones, ya que la Policía de Jujuy es la peor paga del país.
La obsesión
¡Pobre Morales! Porque es muy posible que uno de sus sueños recurrentes sea consumar su propia «Noche de los bastones largos», tal como pasó a la historia la brutal represión ordenada, el 29 de julio de 1966, por la dictadura de Juan Carlos Onganía en las facultades de la Universidad de Buenos Aires (UBA), con cientos de heridos y arrestados, para así aplacar al movimiento estudiantil.
Lo cierto es que el gobernador tiene un temperamento persistente.
Ya el 13 de abril de 2017 quedó enlodado por la violenta irrupción de su Guardia de Infantería a la Facultad de Ciencias Agrarias de Jujuy, por «ruidos molestos» –dado que allí había una fiesta–, lo cual se tradujo en más de 100 detenidos, con el agravante de apremios ilegales y vejaciones. Aquella vez no pudo evitar que el fiscal Aldo Lozano procesara por ello a 17 efectivos, pese al predicamento que él goza en el Poder Judicial de la provincia.
A ello se le suma su reciente amenaza de «expropiar» la delegación que la UBA posee en Tilcara, dado que –según llegó a farfullar– sus trabajadores «incentivan el corte de rutas». Pero en su animosidad también influye un tema personal que él considera una afrenta: las autoridades universitarias se negaron el año pasado a prestarle aquella sede para que su esposa, Tulia Snopek de Morales, realice allí un glamoroso desfile de modas. Algo imperdonable. En tanto, su carrera hacia la vicepresidencia continúa como si sus actos de gestión fueran parte de un mundo paralelo.