Volver a las fuentes en tono de ensayo

Por: Fabián Casas

Para calificarlo con un adjetivo muy típico del autor: un libro demoledor. Una recopilación de textos de Fabián Casas, que publica Emecé y reúne sus ensayos publicados y el libro inédito El taller nómade.

Rumble Fish: la cantinela eterna de los mitos

para mis hermanos

Teníamos un rito con mis viejos. Cuando me empecé a poner grande y ya no festejaba mi cumpleaños en casa, salíamos los tres juntos y solos (sin mis hermanos, sin nadie) a algún lugar que yo eligiera. El último cumpleaños que festejamos de esta manera fue el de mis 23. Yo había vuelto de un viaje de dos años y estaba contento de estar con ellos otra vez. Me empeciné en que fuéramos a ver Rumble Fish, la película de Coppola que en ese entonces daban en un cine de la calle Esmeralda y que era promocionada como una de aventuras juveniles con los galancitos yanquis del momento. La ley de la calle era el subtítulo en español. La había visto a la semana exacta de mi regreso sin gloria. Y sabía que no era una película simple de aventuras juveniles. De hecho, creo que nunca antes había salido del cine tan perturbado. 

Rumble Fish contaba una historia lineal, de cabo a rabo y sin complicaciones. Pero también respiraba de fondo un arsenal misterioso (como en los grandes relatos de H. P. Lovecraft) que, de alguna manera, Coppola había logrado sintetizar en sonido, imagen y texto. Cada fotograma de Rumble Fish tenía una ontología que lo verticalizaba. Trabajaba, para decirlo en términos de brujería, sobre el nagual y no tanto sobre el tonal. (1) Desde entonces volví a ver este largo y oscuro poema un montón de veces.

Mi papá se durmió por la mitad del film. Mi mamá se angustió y me recriminó que la llevara a ver cosas donde terminaba todo mal. Lo cierto es que durante su corta vida ella y yo pocas veces llegamos a entendernos.

¿Por qué quería que mis viejos vieran esa dichosa película? Creo que porque Rumble Fish surge del territorio de los sueños (donde ahora mora mi madre). Creo también que, si se tratara sólo de una película, la cosa no pasaría de un comentario al margen. Pero Rumble Fish es un poema que infecta el cuerpo de una película para traernos noticias del mundo sumergido. El mundo del que estamos hechos tanto los padres como los hijos (del que no se puede escapar), pero al que, en algún momento de nuestra educación, perdemos de vista. La religión se institucionalizó mientras estábamos despiertos, pero se creó mientras soñábamos.

Como todo gran poema, Rumble Fish no está terminada. Está siempre por hacerse cada vez que alguien se le acerca (a este tipo de películas uno no se las pone a ver, se les acerca como si se tratara de un animal numinoso). Ya dije que la vi a lo largo de los años, en diferentes momentos (años buenos, años malos, años insípidos) y siempre me produjo algo diferente. Tal vez por eso sea un clásico, es decir, una obra que de alguna manera establece ella misma los parámetros sobre los que va a ser percibida. 

No depende de ninguna coyuntura y su materia esencial no tiene fecha de vencimiento. Como le replicó Eugenio Montale a Pasolini cuando este lo acusó de burgués porque le cantaba al paso del tiempo en vez de reflejar las injusticias sociales: «Querido Malvolio, no hay que cambiar lo esencial por lo transitorio». Sin duda hay injusticias sociales. Pero también hay injusticias esenciales. En un momento central del filme, Rusty James (Matt Dillon), después de recibir una golpiza, le dice a su hermano (Mickey Rourke) con tono de lamento: «Quiero volver a casa». Pedido que los gnósticos antiguos hicieron hace millones de años y por el cual, entre otras cosas, fueron perseguidos hasta el exterminio.

Lo cierto es que el camino a casa nunca estuvo bien señalizado. Para encontrarlo, parecería decir Rumble Fish, hay que desprenderse de los afectos y no dejarse atrapar por el mundo convencional de la vida ordinaria (el hermano mayor debe abandonar al menor sacrificándose para que este reviva, según la cantinela eterna de los mitos). Aunque volverse inaccesible y nómade, como el chico de la moto que encarna Rourke, es una tarea de impecabilidad titánica.

Dijo el padrino Francis: «Rumble Fish es una especie de novela existencial para jóvenes. Su tema dice que es necesario abandonar a las personas que se ama si se quiere sobrevivir. Y su héroe es un muchacho que idolatra a su hermano mayor. Mi idea fue hacer un film de vanguardia para adolescentes, cosa que prácticamente no existe. En música se puede hacer, se sabe que los jóvenes tienen un oído que acepta la innovación y la complejidad. Pero no se intenta hacerlo nunca en cine».

Coppola venía de fundirse la cabeza y el bolsillo con Apocalypse Nowy entonces prefirió trabajar estilísticamente sobre una película de bajo presupuesto y con actores jóvenes (Rourke, Dillon, Chris Penn, Nicolas Cage, Diana Lane, Larry Fishburne). De la patriada de Vietnam sólo trajo a Dennis Hopper (2) quien interpretaba al padre borrachín de los hermanos. Tom Waits (3) tenía un papel corto pero inolvidable y Sofía Coppola hacía de una nenita molesta (aún hoy sigue haciendo el mismo papel). Fue filmada en Tulsa —donde simultáneamente también se rodó The Outsiders— y cuando finalmente se estrenó, los críticos la molieron a palos. Gran parte del público se durmió como mi viejo en las salas y fue un fracaso comercial para Zoetrope.

Para contar de qué va Rumble Fishes necesario poner por delante de los enunciados la palabra «parece». La película de Coppola parece una película sobre pandillas similar a las de James Dean. Parece un homenaje del director de El Padrino a este subgénero conocido como melodrama juvenil. También parece la historia de iniciación de un adolescente tratando de recorrer los caminos del héroe según los trazó Joseph Campbell. La novela juvenil de Susan Eloise Hinton sobre la que está basada la película es sencilla y de poco vuelo. Pero bajo la relectura de Coppola se vuelve algo serio. Como suele suceder con la obra de Kafka, al film se lo puede interpretar desde diferentes ángulos. El psicoanalítico, marxista, estructuralista, etc., Slavoj Zizek también se podría hacer una panzada lacaniana con Rumble Fish. Sin embargo, creo que el valor esencial del poema de Coppola está en su zona de ininterpretabilidad. Para empezar, a pesar de estar cruzada todo el tiempo por relojes y de que uno de sus personajes (Benny) reflexiona sobre el paso de aquel, la época en que transcurre la historia no es fechable. Sólo Rusty James hace alusión en un momento a los Beach Boys. Cada escena está unida por imágenes aceleradas de la ciudad o del paso de las nubes en un cielo extraño.

Las sombras de las escaleras se acortan o se alargan en un alarde impresionista cuya partitura extraordinaria es la música de Stewart Copeland. Las siluetas de los personajes también aparecen en sombras precediéndolos, como si se tratara de una gran alegoría de las cavernas. Y todo está rodeado por un humo blanco de origen desconocido. Pero es claro que no es el humo de hielo seco que ante-cede la salida de las bandas de rock, más bien es la niebla de Amarcord, donde los hombres y las bestias se pierden.

Hace poco leí una reflexión de Bergman sobre Andrei Tarkovski: «Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso Tarkovski es el más grande de todos: se mueve con libertad absoluta en el mundo de los sueños». Es verdad. Voy a cometer la estupidez de enunciar una ley estrictamente personal: el cine que me impacta es ese que, en un movimiento mental spinoziano, intenta salirse del cine porque ahí sólo se puede aspirar a ganar algún festival y ocupar un lugar como jurado en otra futura fecha de otro bendito evento cinematográfico. Eso no tiene nada que ver con filmar poemas. En este sentido, Solaris, El sacrificio, Stalkero la grandiosa La noche del cazador de Charles Laughton trabajan en terrenos oníricos y son hermanas de Rumble Fish. Cuando se hace de día, trabajando, dale que dale, está el ruido metalúrgico de las asociaciones de los críticos, las fotocopiadoras de la cultura y el sistema de puntaje deportivo. Ya es común que un crítico cinematográfico vea una película en privado y después tenga que correr para publicar su reflexión contrarreembolso. También les pasa a los críticos de libros y de música. ¿Cómo puede ser que uno tenga lista en unas horas una crítica que tal vez deba llevar unos veinte años en sedimentarse en el espíritu para saber qué fue lo que vimos? Sabemos que existen estas demandas y que uno tiene que ganarse la vida, pero por lo menos podríamos dejar de tomarnos tan en serio. A veces escuché a críticos puntuando una película o largando la muletilla «escribí a favor» o «escribí en contra». Lo mismo pasa con los festivales: surge una irrefrenable ansiedad por tratar de consumir todo lo que nos ponen en el plato. Esto es la retórica de la industria, como la Feria del Libro y el Congreso de la Lengua. Pero filmar o percibir un poema no tiene nada que ver con esto.

Rumble Fish es una película de bajo presupuesto de Francis Ford Coppola. Es, probablemente, el punto más alto de este director y también del protagonista central: Mickey Rourke. Habla sobre la relación de dos herma-nos encerrados en un barrio periférico, sin salida. Uno es casi un mito, tanto que no tiene nombre y su nombre es su función: el Motociclista. El otro quiere ser como él. La película está cargada de significación, con símbolos a granel. Pero igual —y esto la hace fascinante— termina siendo inasible. Las paredes de las calles tienen tallados graffiti que dicen: The motorcicle boy reigns. Los que tuvimos la desgracia o la suerte de crecer en un barrio, sabemos qué significa eso. «

1 Véase Carlos Castaneda, Relatos de poder: La explicación de los brujos.

2 Coppola parece decir que si a Hopper no lo mataban en el final de Busco mi destino, el destino que iba a encontrar era el de un abogado borracho que vive del seguro social. Fin de la contracultura.

3 Esta película también tiene la particularidad de que Tom Waits no hace de Tom Waits, como en muchas otras películas malísimas.

Tarde en la noche, viendo a Cortázar

Antes que nada, tengo que avisar que soy un sentimental. En el cine, cualquier escena medio lacrimógena –aunque sea malísima– me hace llorar. Por eso, resulta extraño que a veces en los velatorios de seres queridos no llore. 

Tal vez porque son precisamente para llorar. Soy –con el llanto– como esos tipos que se excitan para tener sexo en los lugares donde es más difícil tener sexo (debajo de la mesa de un bar concurrido, en el pasillo de la oficina, etcétera). La otra noche estaba tirado en mi cama viendo televisión y de golpe apareció Cortázar, entrevistado por un gallego letal. Era una entrevista de fines de los setenta, imagino. Lo primero que me vino a la mente fue el recuerdo de estar volviendo del centro a mi casa, en el subte línea E, con el ladrillo negro de Rayuela recién comprado.

Tenía once años y pasaba las manos por el lomo del libro con la excitación en el pecho propia de los enamorados.

Leía en la contratapa cosas como: «Rayuela, exasperante contranovela, libro total, denuncia de la inautenticidad de la vida humana». Lo abría, lo hojeaba. Tenía un tablero de dirección con ordenación de los capítulos para leerlos de diferentes maneras. La primera línea de la novela decía: 

«¿Encontraría a la Maga?», la puta madre. Todo era críptico, prometedor, maravilloso. Me acuerdo que pensé: si me leo este libro, si lo diseco y lo metabolizo en mi porvenir, voy a ser un genio inalcanzable. Después, pasaron las lecturas múltiples de Rayuela, después pasaron los años y el libro me empezó a parecer ingenuo, snob e insoportable, aunque jamás me pude desprender de él y ahora mora en mi biblioteca medio hecho mierda por el paso del tiempo. 

Hasta que finalmente llegó el día en que negué a Cortázar tres veces mientras cantaba el Gallo Airano. Listo. Pasemos a otra cosa: primero publicar, después escribir. Sin embargo, esta noche Cortázar habla con su inconfundible acento gangoso, francés, como el zorrinito enamoradizo de la Warner. Cortázar habla de sus primeros pasos, desprecia a los escritores que no piensan hacer la revolución, defiende a los escritores de la garcha del boom, critica su 62 modelo para armar y destroza su Libro de Manuel. Yo asiento. Habla de la urgencia de escribir mientras el mundo tiene que cambiar drásticamente. No hay pasión por la indiferencia: hay ingenuidad y nobleza. Me doy cuenta de que le creo todo lo que dice. Entonces, tapado por la frazada escocesa, solo con mi perra Rita a los pies, me doy cuenta de que estoy llorando. Sí, sí, digo, mientras empino el quinto whisky, Cortázar tiene razón. Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él: certeros, comprometidos, hermosos, siempre jóvenes, cultos, generosos, bocones. No esta vulgar indiferencia, esta pasión por la banalidad, esta ficcionalización con todos los tics de la peor TV de la tarde, los talk shows de Moria, y toda esa mierda. 

Al octavo whisky lo llamo a mi amigo Santiago y le digo, medio llorando, medio exaltado: Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la CIA! Los escritores serios, los grandes gigantes, son mirados de soslayo: ¡reina el viva la pepa! Aira le hizo mucho mal a la literatura, la partió en dos, antes y después de él. De Operación Masacre a Operación Ja ja. «

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