El grito de bronca colectivo es una posibilidad que sólo entrega la cancha, el cabildo abierto de los hinchas.
Esta semana esos grupos se agitaron con el horizonte de volver a la cancha, la posibilidad concreta de ver a nuestros equipos ahí abajo, en átomos, sin la mediación de la pantalla. También la de reencontrarnos con los amigos de la cancha. El fútbol es un juego, el que sucede en el transcurso de los 90 minutos, pero también es una conversación que transcurre por fuera de ese campo. Lo que vemos, lo que sentimos, lo que charlamos. Es el vínculo que se forma incluso con desconocidos que son cercanos porque comparten tu mismo amor, el club, y es el ritual de ir al partido, todo lo que conforma las horas previas y también las posteriores.
“¿Para qué vamos a la cancha?”, se preguntó Ezequiel Fernández Moores días atrás después de ver a Lionel Messi ahí, en la cancha, con la selección. “Para compartir fiestas pero también naufragios”, se respondió citando a Eduardo Galeano. “Cuando arraigan en la gente y encarnan en la gente, las emociones colectivas se hacen fiesta compartida o compartido naufragio”, escribió Galeano.
Ver a Messi es una fiesta. Más difícil es saber a qué volvemos a los partidos de acá más allá de lo elemental: ver a nuestros equipos, reencontrarnos, vivir otra vez el ritual que la pandemia nos robó. Hay diversas razones, cada equipo tiene la propia. Los hinchas de Colón hubieran querido estar en la cancha el día que fueron campeones, en junio pasado. Como ahora quisieran estar los Talleres para vivir la esperanza que les entrega su equipo. Los de River querrán volver a gritar por Marcelo Gallardo y ver a Julián Álvarez, los de Boca ver por primera vez a Aarron Molinas y al equipo de Sebastián Battaglia, los de Vélez disfrutar algo más a Thiago Almada.
Cada uno tendrá su fiesta compartida, por pequeña que sea. Pero como los dirigentes del fútbol argentino decidieron que no haya descensos, no habrá grandes naufragios a la vista. Pero hay derrumbes. Y entonces hay bronca. Hinchas de San Lorenzo y Racing, por citar dos ejemplos a mano, saben de qué se trata. La vuelta del público quizá ponga fin a la comodidad con las que algunas dirigencias gobernaron en este tiempo sin que nadie se lo pudiera reclamar en vivo y en directo, en la cara. Hinchas genuinos que vieron por televisión, mientras sostenían el pago de su cuota social y hasta de sus abonos, cómo en la canchas gritaban los “allegados”, el eufemismo con el que se denominó a los amigos y familiares, a las privilegiadas cercanías del poder, y a los propios dirigentes que entienden a los clubes como su propiedad y no como un lugar en el que son inquilinos con el mandato de los socios.
El grito de bronca colectivo es una posibilidad que sólo entrega la cancha, el cabildo abierto de los hinchas más allá de los caminos institucionales: el voto y la asamblea. Sin que las tribunas pudieran levantar la voz -esa forma de democracia directa- los dirigentes se acostaron en sus “allegados”, los que incluso hasta puteaban a técnicos, árbitros y jugadores. Para usar una palabra de la época, vivieron cómodos en sus burbujas. Mientras tanto, los barras siguieron -entre otras cosas- administrando los trapos y disputando -incluso a los tiros- el poder de la tribuna, hasta ahora vacía. Esa organización es la que tantas veces se usó, adentro y afuera de la cancha, en el fútbol y fuera del fútbol, como fuerza de choque contra el reclamo colectivo más genuino. Nada parece haber cambiado en ese territorio. Una medida de lo que sucede en el fútbol quizá comience a tenerse desde octubre. Un térmometro por fueras de las redes sociales. La cancha para la política del fútbol es como la calle para los gobiernos.
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