Vergüenza

Por: Mónica López Ocón

El vergonzoso hecho del miércoles, por suerte, no pasó inadvertido entre la superproducción de hechos bochornosos protagonizados por este gobierno especialista en elaborar vergüenza ajena ciento por ciento nacional y con calidad de exportación.

La infancia dura toda la vida  y no porque, si tenemos suerte y buena voluntad, conservaremos siempre nuestro «niño interior», esa capacidad de inocencia lúdica, esa puerilidad boba que tanto reivindica la autoayuda, sino porque en esa arcilla maleable se imprimen para siempre las heridas y las caricias que hayamos recibido. Luego, el tiempo actuará como el fuego y endurecerá aquel barro primordial. No digo que no puedan ablandarse sus formas ni modificarse sus contornos, pero, en todo caso, cualquier modificación será el producto de una fuga nunca lograda totalmente porque todos somos, en mayor o menor medida, prisioneros de la infancia. ¡Vaya novedad! La afirmación es obvia, pero en la Argentina de hoy, según parece, hay quien no puede ver siquiera lo que resulta evidente.

Pensaba en las heridas de infancia cuando el pasado jueves miraba el verdadero video de la niña de 10 años  gaseada por un policía con premeditación y saña  en la manifestación  de jubilados del día anterior. La inflamación de los ojos seguramente cederá y la piel dejará de arder. Sin embargo, ese hecho brutal y cobarde nunca cesará de sucederle porque no es cierto que el tiempo todo lo cure. A  veces, solo aleja los hechos para que podamos verlos en su desmesura atroz.

Si el acto de vaciar un aerosol lleno de veneno sobre los ojos de una niña pudiera traducirse en palabras, seguramente diría: «No sos nadie, no sos nada, yo, que estoy armado hasta los dientes por un gobierno que me empodera, hago de vos lo que quiero, te niego el acceso al mundo». Será difícil vivir para la niña con ese mensaje que, de distintas maneras,  se encargará de repetirle una y otra vez una sociedad cada día más impiadosa. La pobreza es una suerte de exilio: solo permite vivir en los rincones más oscuros.

¿Qué encierra la crueldad aparentemente inexplicable del policía? Y digo aparentemente porque alguna explicación debe de haber, digo yo, para que alguien cometa semejante acto de barbarie afectiva. Sospecho que algo tiene que ver el concepto de «banalidad del mal» que acuñó Hannah Arendt para referirse al criminal nazi Adolf Eichmann, quien actuó menos por antisemitismo que por el deseo de ascender en su carrera.

Del mismo modo, el policía gaseador posiblemente haya cumplido con creces la ya de por sí aberrante orden de avanzar sobre gente desarmada que lo que hacía no era ni más ni menos que ejercer el derecho constitucional a la protesta en reclamo de lo que le corresponde. Si toca gasear niños, se gasean niños, una forma más explícita y contundente de lamer los zapatos de la burocracia de la crueldad. 

O es que, quizá, a veces despiertan los monstruos dormidos cuando la impunidad, como en este caso, está garantizada. Si el presidente se negó a recibir al padre de Loan,  se rió de los chicos que se desmayaron en la escuela donde fue a dar un discurso y avaló que no se repartieran alimentos en los comedores comunitarios cuando en el país hay más de un millón de niños que se van a dormir sin comer,  no es difícil deducir que no le molestará ningún acto que ofenda a un chico pobre y, para colmo, bípedo, porque sus hijos tienen cuatro patas. 

Por su parte, el gran pensador «Bertie» Benegas Lynch, el que sostiene que están masacrando económicamente a los ricos, defiende con esmero el derecho al analfabetismo infantil, si la pobreza de los padres amerita que los niños tengan que trabajar en vez de ir a la escuela. ¿Qué puede importar una niña pobre? ¿Por qué privarse del placer de gasearla cuando ningún miembro del gobierno pedirá explicaciones por ella?

El vergonzoso hecho del miércoles, por suerte, no pasó inadvertido entre la superproducción de hechos bochornosos protagonizados por este gobierno especialista en elaborar vergüenza ajena ciento por ciento nacional y con calidad de exportación. Se ríen de la Argentina en todas partes. Se ríen del presidente cholulo que se abalanza para abrazar a Trump como si fuera el mismísimo fan de Wanda Nara, de su pensamiento ramplón, de su lenguaje y sus gestos fuera de registro, de sus obsesiones anales, de su megalomanía, que es la contrapartida de sus carencias. Se ríen de la diputada cosplayer que revela intimidades del presidente, de la ministra de Seguridad cuyos conocimientos en la materia provienen de las series de Netflix, y condecora a policías que matan por la espalda y afirma que la culpa de todo la tienen las madres que llevan a las marchas a sus hijos, el terrorismo venezolano-mapuche-iraní y el comando terrorista vegano que atentó contra el presidente de la Sociedad Rural.

Mientras tanto, me pregunto por el día después de la niña gaseada, por el recuerdo que, acuñado hace apenas unos días, permanecerá, seguramente, durante toda su vida como un hecho del pasado que ensombrecerá su futuro. Me pregunto cómo se procesa esa violencia a los 10 años, cómo se entiende la crueldad de un energúmeno impune.

Dicen que nada es para siempre y quisiera creer que la impunidad tampoco, que algún día a la burocracia de la crueldad se le llenará de pobres el recibidor –Serrat dixit-, se le llenará de viejos meados y niñas gaseadas, de argentinos que no la ven ni la verán, de zurdos de mierda, de chicos que se van a dormir sin comer y que,  entonces, los sirvientes, en vez de apretar aerosoles venenosos, deberán indicarles el camino a la despensa.  «

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