De origen aristocrático, mató a 8 personas –la mayoría de su familia–, hace 102 años en la ciudad de Azul. Hoy su propiedad se cotiza en U$S 55 mil.
La fachada de la casona de Necochea 773 –frente a la Escuela Normal, pleno centro de una ciudad de genealogía aristocrática rural– está venida a menos. Como si hubiesen dejado que el tiempo se quedara en ese eterno pasado. Pero la estructura, con su típico estilo irlandés, está indemne. El inmueble, declarado en 2019 por el Concejo Deliberante como Patrimonio Arquitectónico y Urbanístico de la ciudad, se vende a unos 55.000 dólares.
“Son homicidios que tienen que ver particularmente con el status social”, resume a Tiempo el investigador forense Raúl Torre, quien realizó sus indagaciones de campo sobre el caso en la década del 90 para la elaboración de su libro Homicidios Seriales, en el que le dedica un capítulo a Mateo Banks.
Pasaron más de 30 años, pero el profesor en Criminología y Criminalística recuerda los detalles como si fuera ayer: “Mateo y sus hermanos eran segunda generación de una familia de terratenientes irlandeses. Tenían sus estancias en la zona rural de Azul, en Parish. Los viejos Banks habían repartido la herencia en vida con los cinco hijos que aún permanecían vivos”.
Eran Dionisio, María Ana, Clara, Catalia y Mateo. Entre otros bienes, el patrimonio estaba conformado por las estancias “El Trébol” y “La Buena Suerte”, donde termina ocurriendo la masacre.
“Mientras sus hermanos trabajaban la hacienda y la tierra, Mateo era un personaje de la high society azuleña que indudablemente jamás se dedicó a los quehaceres del campo, sino a mantener su status social; era el representante de la concesionaria Studebaker”, señala el investigador.
Por ese entonces, un corpulento Mateo Banks, con los bigotes mostachos de la época, era un destacado socio del Jockey Club y vicecónsul de Gran Bretaña. Pero no escatimaba en excesos y su mayor vicio era el juego. «Lo practicaba en el club social y en el Jockey Club donde había una suerte de casinos entre comidas. Había perdido todo el dinero que había generado en la concesionaria y en el campo”, precisa Torre.
Con la idea de recuperar lo jugado, se deshizo de propiedades y llegó a vender parte de la hacienda de sus hermanos bajo documentos falsos. Sin embargo, no era suficiente para mantener su estilo de vida.
“Entonces –detalla Torre–, gesta un plan para apropiarse de los bienes de sus hermanos. Primero intenta envenenarlos, pero ellos se dan cuenta que había echado algo en el mate cocido porque tenía un gusto amargo. Se cree que era cicuta. Todo esto va a ser parte de su confesión posterior a los hechos”. Luego planificó una serie de crímenes que incluían (y excedían) a su familia.
Su plan era que los peones Claudio Loiza y Juan Gaetán mataran a sus hermanos. Él llegaba, se encontraba con ese escenario y se batía a duelo con los peones, asesinándolos. «Lo cierto es que él cometió todos los homicidios, incluso compró una escopeta poco antes –aclara Torre–. Aquella noche mata a Ana en su cama, a Clara en el pasillo, a Dionisio lo alcanza en el jardín y así fue ultimando a todas sus víctimas”. Siguieron Miguel, Cecilia y Sara Banks, Julia Dillon de Banks y los dos peones.
Por alguna razón, Mateo no ejecutó a su sobrina más pequeña ni a una de las hijas de Gaetán, ambas presentes en las escenas de los crímenes. Para que el plan del homicida fuera creíble, había elaborado una coartada.
“Para disimular el supuesto duelo, se dispara en la bota izquierda con la escopeta, pero comete un grave error que le va a permitir a la policía comenzar a sospechar de él y es que se da el escopetazo sin el pie adentro de la bota; las municiones atraviesan la suela pero su pie no resulta afectado”, arguye Torre.
Con los cadáveres aún tibios, el asesino empieza a caminar hacia Azul, a 20 kilómetros de distancia. En ese tramo se cruza a un vecino en sulky, a quien le esgrime que le mataron a toda su familia y que él había logrado asesinar al menos a uno de los agresores. Idéntica versión dio en la comisaría local, cuyo jefe de la seccional secuestró la mencionada bota y rápidamente advirtió que Mateo, a pesar de hacerse el rengo, estaba ileso. Esto, sumado a otros indicios, selló el futuro inmediato del hombre: una condena a reclusión perpetua en la cárcel del fin del mundo.
En Ushuaia, Mateo tuvo de compañeros a los hermanos Leonelli (primeros asesinos seriales de Mendoza), el mítico Petiso Orejudo o el justiciero anarquista Simón Radowitzky. Para que no lo molestaran, solía hacerse “el loco” y apenas alguien se le acercaba, gritaba sobre cuestiones de índoles religiosas. Lo apodaron “El Místico”.
Tras cumplir su condena, a fines del 49 salió en libertad. Se instaló en el barrio porteño de Flores. Bajo el nombre de Eduardo Morgan encontró la muerte a los 77 años: se desnucó en el baño en medio de una ducha.
En un principio, Mateo Banks reconoció y dio detalles de sus crímenes. Luego, aseguró que había sido torturado por la Policía Bonaerense y se asumió inocente. Pero las pruebas en su contra eran abrumadoras: entre otros indicios, la justicia valoró que había comprado la escopeta con la que se cometieron los crímenes, que tenía un móvil económico y el grotesco episodio de la bota agujerada por el escopetazo del cual su pie salió indemne. Por si fuera poco, el testimonio de la sobrina, testigo de la masacre, fue demoledor. Palabras más, palabras menos, mencionó: “El tío Mateo, pum, pum, pum”, rememoró Torre. Como la nena era menor de edad, entre otras objeciones técnicas, ese juicio fue anulado y debió realizarse otro debate oral, esta vez en La Plata.
Durante la reconstrucción del hecho, ocurrió algo aún más desopilante. “Cuando él se pone el gabán que había utilizado ese día, con la escopeta en la mano, nota que habían quedado algunos cartuchos intactos en el bolsillo. Si quería le dispara al juez, al fiscal, hubiera hecho un desastre. Entonces, se acerca al juez y le dice: Doctor, mire, quiero darle esto, no vaya a ser que alguien se lastime, pretendiendo así demostrar su inocencia”, concluye el investigador Raúl Torre.
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