«Una Biblioteca Nacional no es un centro cultural»

Por: Mónica López Ocón

Designado en diciembre, Alberto Manguel asumió plenamente su cargo a principios de este mes. La institución que dirige no es ajena a los conflictos políticos que atraviesan al país.

Sin duda, Alberto Manguel, director de la Biblioteca Nacional, es el funcionario más prestigioso del área de Cultura nombrado por el macrismo cuyos criterios son tan laxos como para designar, como en este caso, a un intelectual de prestigio internacional y, en contraposición, a un embajador ante Panamá como Miguel del Sel cuyas declaraciones suelen causar vergüenza ajena. 
Entre la designación de Manguel, incuestionable desde sus antecedentes, y la asunción concreta del cargo transcurrieron varios meses que para los trabajadores de la institución fueron de zozobra, ya que la Biblioteca no parece constituir una excepción a las políticas de achicamiento indiscriminado impuestas por el macrismo. 
El nuevo director, por su parte, cree que decisiones como la reducción de la planta de trabajadores no son de su incumbencia y que su tarea se limita a lo específicamente técnico. 
Según la delegada de la Comisión de Despedidos de la Biblioteca Nacional Virginia Soria, fueron desvinculados 240 trabajadores de los cuales se reincorporaron 122. Los representantes de los 118 restantes mantuvieron una entrevista con el director, quien contestó que no podía hacer mucho al respecto y los derivó a Marcos Padilla, interventor hasta la llegada de Manguel y actual director administrativo de la Biblioteca, quien hasta el momento no ha dado muestras de querer resolver el problema. 
En diversas entrevistas, Manguel  manifestó que quiere «una biblioteca para todos», un deseo sin duda muy loable pero que parece de difícil cumplimiento en el marco de un gobierno cuyas políticas  apuntan a consolidar un país para pocos. 
Quien escribe estas líneas entrevistó en el pasado en reiteradas oportunidades al autor de Una historia de la lectura no por mera obligación periodística sino por genuina admiración. Siempre se mostró como un hombre afable y muy dispuesto al diálogo frente a frente. Por eso, llama la atención que su actitud como funcionario sea diametralmente opuesta. Alegando falta de tiempo, sólo accedió a una entrevista por mail, aunque una personal quizá le hubiera insumido menos trabajo que sentarse a escribir. De esta forma cerró la posibilidad de la repregunta evitando cualquier cuestionamiento incómodo.
Es justo reconocer, sin embargo, que su actitud fue más abierta que la del titular del Ministerio de Cultura de la Nación Pablo Avelluto quien nunca concedió una entrevista a Tiempo Argentino. 
El intercambio por mail con Manguel se transcribe literalmente, respetando incluso las preguntas que fueron más largas que las respuestas.
-Durante la gestión anterior la Biblioteca Nacional se convirtió en un centro cultural que incluyó desde recitales hasta exposiciones como la de Luis Alberto Spinetta, que llevó a la Biblioteca a un público heterogéneo y de diversas edades que no es el visitante habitual de esa institución. ¿Coincide o disiente con este modelo? ¿Qué piensa dejar y qué va modificar de él?
–Una Biblioteca Nacional debe tener un programa de eventos culturales que ilustren el material que la Biblioteca contiene. Pero al mismo tiempo, una Biblioteca Nacional no es un centro cultural, sino una institución que existe para servir a sus usuarios. Mariano Moreno, fundador de la Biblioteca, definió a las bibliotecas públicas como «uno de los signos de la ilustración de los pueblos y el medio más seguro para su conservación y fomento». Por lo tanto yo quisiera que un público «heterogéneo y de diversas edades» venga, por supuesto, a la Biblioteca pero ante todo como lector. Repartiendo caramelos se puede atraer a los chicos a la escuela pero eso no los convertirá en estudiantes.

–¿Cuáles serán los ejes de su gestión como director? 
–Hacer que el acceso al material de la Biblioteca sea ágil y eficaz. Ampliar el acervo de la Biblioteca donde hoy en día hay enormes e inexplicables lagunas. Completar el catálogo y continuar la digitalización de los fondos. Fortalecer los lazos con bibliotecas provinciales e internacionales. 
–¿Qué pasará con la profusa actividad editorial que se llevó a cabo y que rescató material fundamental de la cultura argentina –desde revistas a autores “raros” (la colección se llamaba precisamente así, “Los raros”) que ninguna editorial comercial  estaría dispuesta a editar–?
 –La editorial, a cargo de Sebastián Scolnik, continuará publicando libros pero sobre todo de forma digital. Algunas obras, sin embargo, serán publicadas en papel por la Biblioteca misma y también en colaboración con otras editoriales como, por ejemplo, con Eudeba. 
–¿Cuál será el destino de un programa como Raras Partituras que rescató parte del archivo de partituras que comenzó a inventariarse durante el último período e hizo que muchas de ellas fueran entregadas a importantes músicos del país para que hicieran versiones propias que fueron grabadas en la Biblioteca misma y recogidas en un CD?
–El programa Raras Partituras, iniciado hace años, continuará y se ampliará.
–¿Se mantendrán los talleres que funcionaban en su interior como el de encuadernadores, de bibliotecarios y el posgrado en Bibliotecología?

 –Estos talleres de bibliotecología también continuarán y se multiplicarán. Extenderemos estos talleres a varias provincias.

–¿Contempla alguna forma de participación privada en la Biblioteca como sucede, por ejemplo, en el Teatro Colón (tercerización de tareas, mecenazgos, etc.)? 
–La Biblioteca Nacional es por su definición una biblioteca del Estado. Sin embargo, para ayudar con nuestro presupuesto, intensificaremos los mecenazgos y donaciones a través de la Sociedad de Protectores de la Biblioteca Nacional.
–¿Cuál es su justificación de los despidos que se han producido en la Biblioteca a su cargo? 
–En la Biblioteca faltan catalogadores y bibliotecarios especializados. Para responder a esto, trataremos de preparar a algunas de las 700 personas nombradas durante la administración previa, capacitándolas para estas tareas esenciales.
–En la portada de la edición de Página/12 del día 26 de junio puede leerse la siguiente afirmación: “Alberto Manguel comenzó a trabajar en la Biblioteca Nacional este miércoles. Llegó con dos custodios de traje. El jueves y el viernes subió la apuesta y fue con dos gendarmes de uniforme. Uno pasó el día en la puerta de la dirección, el otro en la entrada principal del edificio. Ambos llevaban el arma a la vista, colgada del cinturón. Los empleados más viejos de la casa recordaron que desde la dictadura que no veían armas entre los bibliotecarios.” ¿Cuál es su respuesta a esta afirmación? 

–La afirmación en Página/12 es, como dice Borges al final de «Emma Zunz», una historia creíble: «solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios». Cuando yo llegué el miércoles 21 de junio a la madrugada de Nueva York traía conmigo el manuscrito de Pierre Menard, autor del Quijote que me había sido prestado por un librero norteamericano y que la Biblioteca tuvo que asegurar por medio millón de dólares. Obviamente, la compañía de seguros exigió que yo fuese acompañado por agentes de seguridad (no «custodios de traje») en mi recorrido de Ezeiza a la Biblioteca. Los dos «gendarmes de uniforme» con » el arma a la vista colgada del cinturón» fueron enviados un mes antes de mi llegada a la Biblioteca por el juez encargado del asunto Báez cuando los libros de este fueron incautados y el juez ordenó que alrededor de 400 volúmenes, entre ellos primeras ediciones impresas de la Comedia de Dante y otras obras de extraordinario valor, fuesen enviadas a la Biblioteca para su preservación. Los gendarmes armados por cierto estaban allí pero yo no, al menos no de cuerpo presente, pero sí en espíritu curioso. El director de la Biblioteca Nacional está obligado a acatar la disposición de un juez y recibir los libros que le envían, aunque estos provengan de manos inocentes o de la peor especie de crápula.

«El amor a las bibliotecas hay que aprenderlo» por Alberto Manguel

Las bibliotecas, ya sea la mía o las que comparto con una mayor cantidad de lectores, siempre me han parecido lugares gratamente disparatados, y hasta donde alcanza mi memoria siempre me ha seducido su lógica laberíntica, la cual sugiere que la razón (sino el arte) gobierna una acumulación cacofónica de libros. Siento el placer de la aventura cuando me pierdo entre estantes atestados de volúmenes con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras o de números me conducirá algún día al destino prometido. Durante largo tiempo los libros han sido instrumentos de las artes adivinatorias. «Una gran biblioteca» —observa Northrop Frye en uno de sus muchos cuadernos de notas—, «posee realmente el don de lenguas y un gran potencial para la comunicación telepática.»

Bajo el influjo de tan agradables ilusiones me he pasado medio siglo coleccionando libros. Ellos, inmensamente generosos, no han exigido nada de mí, sino que me han ofrecido todo tipo de revelaciones. «Mi biblioteca —escribió Petrarca a un amigo— no es inculta aunque pertenezca a un inculto.» Como los de Petrarca, mis libros saben infinitamente más que yo y les agradezco que incluso toleren mi presencia. A veces creo abusar de ese privilegio.

El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. El que entra por primera vez en una habitación hecha de libros no puede saber instintivamente cómo comportarse, qué se espera de él, qué se promete, qué se permite. Puede verse dominado por el horror —a la acumulación o a la magnitud, al silencio, a la admonición burlona de que es mucho lo que ignora, a la vigilancia—, y parte de esa sensación abrumadora puede seguir aferrada a él una vez aprendidos los rituales y las convenciones, una vez cartografiado el territorio, una vez comprobada la actitud amistosa de los nativos.

Con la temeridad de la juventud, mientras mis amigos soñaban con hechos heroicos en el campo de la ingeniería o el derecho, las finanzas o la política nacional, yo soñaba con llegar a ser bibliotecario. La inercia y una mal reprimida afición a los viajes decidieron otra cosa. Hoy, sin embargo, cumplidos los cincuenta y seis años («la edad» —como afirma Dostoyevski en El idiota—, «a la cual puede decirse con razón que comienza la verdadera vida»), he vuelto a ese temprano ideal y, aunque no puedo decir que sea propiamente bibliotecario, vivo entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites comienzan a desdibujarse o a coincidir con los de mi casa.

Fragmento del prólogo del libro La biblioteca de noche

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