Un mundo de 60 asientos para mostrar la ciudad que los turistas quieren ver

Por: Nicolás G. Recoaro

Del centro hacia el sur y hacia el norte, los íconos de la porteñidad for export desfilan ante los ojos de visitantes cómodamente ubicados en el segundo piso de un bus descapotable. Una experiencia acolchonada que evita el choque cultural.

En los primeros días del año, Buenos Aires deja de ser la ciudad de la furia, al menos por un rato. Circulan en enero por las calles porteñas, según estimaciones oficiales, casi 30 mil vehículos menos, y el grueso de los oficinistas de dependencias públicas y privadas eligen tomarse su merecido descanso estival. La temperatura pasa cómoda los 30°C y el termómetro de las protestas callejeras, que nunca cesan, se toma un respiro y desciende un par de escalones. Entonces, Buenos Aires se transforma en terreno fértil para los turistas. Curiosos de todo el mundo que buscan descubrir los atractivos tradicionales de una ciudad casi vacía.

Son las cuatro de la tarde del primer miércoles del año y el centro neurálgico de la City luce una soledad ejemplar. En la Parada 0 del Buenos Aires Bus, sobre Diagonal Norte, pequeños grupos de turistas esperan la partida de la áurea unidad 1160. Destino final: los barrios del sur, uno de los tres recorridos que ofrece esta iniciativa turística para obtener, en poco más de tres horas, una panorámica exprés de la Reina del Plata.

“Estos días es el paraíso, señor. Uno puede ir con el colectivo a 10 km/h y nadie le va a andar tocando bocina”, asegura Cristian Marcón, un curtido chofer del bus. Mientras aguarda su turno de salida, degusta un mate dulce y reflexiona con aires zen: “Cómo explicarle: a diferencia del transporte urbano, este trabajo es la paz interior: desconecta del mundo. Acá uno no tiene la cuestión del apuro, nadie te corre, y no te putean los pasajeros.” Marcón, oriundo de Berazategui, tiene 43 años de vida y once de colectivero. Supo ganarse el mango uniendo San Francisco Solano y Ciudad Universitaria en la mítica línea 33. Luce lustrosos mocasines y camisa prolijamente arremangada y cuenta que la rutina laboral es muy distinta en el nicho turístico: “Acá la gente viene a pasear, y yo salgo a dar una vuelta con ellos. Es como salir en el auto con mi ‘jermu’ y los chicos.” De tanto escuchar el audio que acompaña sus derivas urbanas, se ufana Marcón, ha aprendido mucho sobre cultura e historia. Se considera una suerte de historiador móvil: “Me nutrí mucho, y si un turista pregunta, puedo dar cátedra.” Antes de montarse al volante de la mole, asegura que ha paseado a turistas de los cuatro puntos cardinales del orbe. Entre los más famosos recuerda a Dunga, el ex jugador y DT brasileño: “Cuando lo vi se me vino a la mente el gol de Caniggia en el Mundial ’90, pero no me animé a hacerle un chiste. No soy Maradona, pero creo que le di un lindo paseo.”

El pasear es un placer

La planta alta del bus está atiborrada. Muchos brasileños, algunos europeos y unos poquitos porteños que juegan de local. El gran submarino amarillo surfea la onda verde por Diagonal Norte y luego dibuja un rulo alrededor de Plaza de Mayo. La experiencia turística que ofrece no es colectiva sino más bien individual. Alienados, los turistas escuchan en sus auriculares la narración prefabricada con datos de color y pinceladas históricas sobre la capital argentina. Un menú políglota que puede degustarse en 13 lenguas: del inglés al japonés, pasando por el italiano, el portugués e incluso el chino mandarín.

A la altura de la Catedral Metropolitana, el empresario brasileño Marcelo Teixeira dispara la cámara de su iPhone con frenesí. Cuenta que es admirador del Papa Francisco. Quiere llevarse de recuerdo una postal casera del antiguo conchabo porteño del sumo pontífice. Dice que hace tres horas aterrizó en Aeroparque, dejó sus petates en el hotel y se lanzó a devorar la ciudad. ¿Su primera impresión? Buenos Aires es una ciudad quente. Los 33º de térmica no lo desmienten. “Estos paseos nos dan una visión general a los que llegamos por primera vez”, asevera el hombre de negocios radicado en Goiás.

Un par de asientos más adelante, Marlene, una comunicadora social boliviana, se confiesa maravillada por la arquitectura y los parques porteños. Cuenta que, para aprovechar el sistema hop on-hop off que ofrece el bus –con más de 30 paradas en diversos barrios– hará un stop en San Telmo. Quiere conocer en profundidad el Paseo de la Historieta, el circuito que homenajea a diversos personajes del cómic nacional, retratarse abrazada a la estatua en tamaño (casi) natural de Mafalda, en el cruce de Defensa y Chile. Antes de descender del bólido amarillo en la parada de Avenida Independencia, a pasitos del Viejo Almacén, la paceña asegura que el servicio le parece aceptable, aunque algo caro. El pasaje para los turistas extranjeros subió a 490 pesos hace pocas semanas. Antes de llegar a Buenos Aires, Marlene fue a saludar a unos parientes que tiene en Azul: “El pasaje hasta allá me salió más barato, y son 300 kilómetros.”

Desde su asiento, Nicolás, vecino de Flores, estudiante de la UBA y zapatero de oficio, apoya la queja de Marlene, mientras se saca una selfie justo cuando el bus pasa frente al Congreso. Decidió hacer el recorrido con sus primos. Lo atrapa, dice, sentirse un turista en su propia ciudad. “Los 350 pesos que nos cobran a los argentinos me parece un poco mucho. Debería ser más accesible”, afirma rotundo y agrega que el servicio tendría que incorporar más barrios, para mostrar la diversidad porteña.

Lejos del bravo calor que reina en la planta alta, la joven alemana Julia Lutz disfruta de las mieles del aire acondicionado en el piso inferior del bus. A fines de noviembre se lanzó al típico viaje iniciático por Sudamérica. Viene de visitar Perú, Chile y la Patagonia. Es fanática del tango, lleva una semana “yirando” por Buenos Aires y para perderse en La Boca eligió un look más adecuado para una excursión por el Amazonas: camisa de mangas largas color caqui, gruesos jeans, pañuelo al cuello, botitas de trekking. Pese a las ventajas del cambio, Julia repite: “Es un ciudad hermosa, aunque un poco cara.”

Postales porteñas

La Bombonera y Caminito son un must de la guía turística. El conductor del bus lo sabe y maneja el tempo para que los turistas puedan retratar los coloridos conventillos y el estadio donde brillaron Rojitas y Riquelme. En la parada del estadio, los turistas bajan al galope. Algunos son arriados hacia el museo del club. Otros se pierden en los comercios que venden merchandising boquense: camisetas con el escudo de Boca, buzos con el escudo de Boca, llaveros con el escudo de Boca… y escudos de Boca. “Tenemos las camisetas a 150 y postales a 15 pesos, pero la mano viene fulera, compran poco los turistas”, asegura Luis Sánchez, un comerciante de la calle Iberlucea. A los viajeros les encanta el barrio, dice, pero “falta seguridad, esta mañana un turista se comió un arrebato acá en la esquina”.

Desde la Vuelta de Rocha, el Riachuelo barroso regala una típica imagen de suburbio. Antes de subir al ómnibus, en la parada junto a la Fundación Proa, la estudiante colombiana Valentina resalta que hizo “turibús” en otras ciudades y que el servicio porteño no desentona. Propone que las unidades circulen hasta más tarde, porque “Buenos Aires es una ciudad que no duerme”.

En la Costanera Sur, el bus roza las monumentales Nereidas de Lola Mora. Luego, deja ver el Paseo de las Glorias, habitado por estatuas de héroes del deporte nacional: Vilas, Meolans y el vandalizado Leo Messi, a quien hace pocos días le amputaron el torso. Al final del recorrido, con los rascacielos de Puerto Madero copando el horizonte, la ciudad «playmóvil» regala su postal postrera, ostentosa y artificial. «

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