Los canales crecen en rating, pero tienden a postergar la rigurosidad informativa. El bochorno de Santiago del Moro.
El acting sensacionalista generó muchas repercusiones en las redes sociales, fundamentalmente severas críticas. La operatoria incluye dos problemas: el uso de un recurso escasísimo, como un test, para producir un segmento frívolo de TV y la construcción de un show televisivo con una situación muy seria que implica contagios, enfermos y muertes en el país y en el mundo. La responsabilidad social informativa que todo medio debe tener siempre fue pasada por alto y la secuencia quedó todavía más fuera de registro porque se concretó en plena pandemia.
La situación de aislamiento preventivo y obligatorio que rige en el país desde hace un mes produjo un aumento sensible de los números de audiencia televisiva, a contramano de la tendencia general de los últimos diez años que implicó una pérdida de público hacia las plataformas, las redes sociales y otras ofertas de entretenimiento. ¿Por qué muchas personas vuelven a la televisión ahora? Por un lado, la gente está en la casa y se vuelve hacia las opciones de entretenimiento que tiene a la mano. Por otro, en un contexto de aislamiento, es probable que el contacto que supone la emisión en directo resulte tranquilizador, ese fenómeno de “compañía” tan habitual cuando escuchamos radio mientras manejamos o trabajamos. Por último, la situación de incertidumbre genera avidez por recibir información sobre el avance de la pandemia en el país y en el mundo.
Por eso la televisión aumenta su audiencia, con público que consume contenidos relativos al tema coronavirus y que requiere la generación permanente de esos contenidos para sostener y, si se puede, aumentar todavía más los niveles de audiencia. Así, aparecen los números de contagiados todas las tardes-noches anunciados como si fuera la tabla de posiciones de la Superliga, se sobreactúan y vuelven crónicos los «alerta» y «último momento» y se multiplican otros vicios efectistas. También sobreabundan las imágenes de lugares habitualmente populosos ahora vacíos, el modo de pasar la cuarentena del mediático de la temporada primavera-verano, el saxofonista que toca «Caminito» en el balcón de la casa o el psicólogo –también mediático – que hace un análisis vía Skype para ver cómo pasamos el aislamiento obligatorio, siguiendo la ilustre tradición de diagnóstico televisivo del siempre rendidor Nelson Castro.
La televisión contemporánea nos ha acostumbrado al tratamiento de todas las temáticas como un espectáculo y a la mixtura de la información con los géneros clásicos de la ficción audiovisual. Ya a nadie le llama la atención que en los noticieros se musicalicen los casos policiales, femicidios inclusive, con música de dramas de Hollywood y con el banner que informa a qué número llamar en caso de vivir un episodio de violencia.
Por su parte, la construcción de los conductores de TV como “personas comunes” surge en la década de 1990. Hasta entonces los conductores ocupaban un sitial de saber, especialmente los periodistas. Personajes como los que edificaron particularmente Marley o Susana Giménez, cimentados en su presunta torpeza, apuntan a la sensibilización e identificación con el público: «El que está al frente del programa es como yo». Otro tanto ocurre con los conductores de los noticieros, que también se posicionan como personas comunes y el lugar de saber queda a cargo de los especialistas. Basta con ver el modo en que conversan para detectarlo.
En este contexto, lo que pasó con Santiago del Moro y sus test de coronavirus no contradice prácticas habituales de los grandes medios. Pero en tiempos de una pandemia resultan a todas luces contraindicados y peligrosos.
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