Presión geopolítica, retrocesos diplomáticos y soberanía en disputa en el contexto un intento por "recuperar el liderazgo estadounidense".
Pocos días después, en febrero, el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, visitó al presidente panameño, José Raúl Mulino, y declaró que el control del canal por parte del Partido Comunista Chino era “inaceptable”, advirtiendo que Estados Unidos tomaría las medidas necesarias para “proteger sus derechos”.
Casi en simultáneo, Panamá anunció su decisión de retirarse de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, la estrategia global de desarrollo e infraestructura impulsada por China desde 2013. Según el propio presidente Mulino, los beneficios desde la adhesión en 2017 habían sido “insuficientes” y ya no se justificaba continuar con el acuerdo. La decisión fue interpretada ampliamente como un gesto hacia Washington.
En marzo de 2025, la empresa china CK Hutchison, controlada por el magnate hongkonés Li Ka-Shing, anunció la venta del 80% de sus operaciones portuarias en la zona del Canal de Panamá a una empresa subsidiaria del gigante financiero estadounidense BlackRock. Esta operación debería concretarse el 2 de abril y ya ha generado reacciones a ambos lados, poniendo a Panamá y Hong Kong en el ojo de la tormenta. La operación fue celebrada por Trump como una “recuperación histórica” del control occidental sobre el canal y una prueba del “retorno del liderazgo estadounidense en el continente”.
Desde Beijing, las reacciones no se hicieron esperar, través de medios oficiales expresaron su descontento. Funcionarios del gobierno chino denunciaron que las acciones impulsadas por Washington eran coercitivas y atentaban contra la soberanía, la seguridad y el desarrollo de China. Expresaron su preocupación por la politización del comercio internacional y señalaron que el intento de bloquear sus operaciones portuarias en Panamá vulnera la legislación de Hong Kong y daña la cooperación bilateral. La advertencia fue clara: este tipo de intervenciones socavan la confianza y la estabilidad a largo plazo.
Los recientes acontecimientos reflejan el valor estratégico del Canal de Panamá, una arteria clave del comercio global que se ha vuelto un terreno simbólico y material de la competencia entre potencias. Pero también exponen los límites de la soberanía en América Latina frente a la creciente presión de actores externos.
Dos cuestiones centrales emergen. Por un lado, la reacción de Estados Unidos confirma su intención de reafirmar su hegemonía en la región, ante el avance de China. El discurso impulsado por Rubio —según el cual cualquier presencia china en la región, constituye una amenaza a la seguridad nacional— forma parte de una estrategia más amplia para reestablecer el liderazgo estadounidense en América Latina. Esta estrategia combina diplomacia agresiva y presión directa sobre los gobiernos de su “patio trasero” y tiene por objeto reorientar alianzas y vínculos económicos.
Por otro lado, el caso de Panamá revela la fragilidad de ciertos liderazgos frente a estas presiones. Que una relación estratégica con China, sostenida durante más de un lustro, pueda deshacerse en pocas semanas es al menos preocupante. No sólo por la inestabilidad diplomática que genera, sino porque establece un precedente en el cual los intereses nacionales quedan subordinados a los alineamientos ideológicos y coyunturales.
El impacto para América Latina es profundo. Muchos gobiernos de la región todavía no logran consolidar políticas exteriores soberanas. El caso de Argentina es ilustrativo: el presidente Javier Milei, alineado de forma explícita con Washington, sostuvo en la Cumbre de la CELAC de enero que “Estados Unidos debe recuperar el canal” y calificó las tarifas actuales como una “estafa” para la Marina y las empresas norteamericanas.
El problema es que los gobiernos, como los de Trump o Milei, pueden durar un mandato, tal vez dos. Pero las decisiones que hoy se toman —sobre inversiones, alianzas, activos estratégicos— tienen consecuencias que exceden ampliamente esos plazos. China, en cambio, ha apostado por una estrategia sostenida en el tiempo, basada en infraestructura, cooperación y diplomacia. Romper con esos vínculos no solo frena proyectos en curso, sino que deteriora la credibilidad de América Latina como socio global confiable.
Lo que está en juego no es solo el desarrollo económico de la región, sino también la solidez de sus instituciones y la estabilidad de sus relaciones internacionales. Los giros abruptos —motivados por intereses externos y liderazgos de corto plazo— erosionan capacidades estatales y desdibujan la soberanía. Reconstruir la confianza y recuperar las oportunidades perdidas llevará tiempo. Pero sobre todo, exigirá una decisión política clara: elegir entre la subordinación o la construcción de un proyecto regional propio.
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