La producción de Netflix echa luz sobre una banda muchas veces menospreciada, pero que fue vital en el crecimiento del rock & roll a nivel global. El puente con “The Big Lebowski” y el show inédito en el Royal Albert Hall de Londres.
Narrado por Jeff Bridges, rememorando al fan de Creedence que él mismo protagonizaba en el film The Big Lebowski, la primera parte del documental describe, entre entrevistas con sus miembros y material de archivo, la trayectoria del grupo proveniente de El Cerrito (San Francisco) desde 1959, cuando se llamaban Tommy Fogerty & The Blue Velvets, y luego como The Golliwogs, encarnados en grupo garajero de blues-rock. Sin modificar la formación original, consistente en John Fogerty, voz y guitarra; su hermano Tom Fogerty, guitarra rítmica; Stu Cook, bajo; Doug Clifford, batería, en 1967 se convirtieron en Creedence Clearwater Revival. Según John, el anodino nombre apuntaba a una reconfiguración de las fuentes, enraizadas en las emanaciones pantanosas del sur profundo y el fervor por el rhythm & blues y el soul más nervioso. En el contexto de finales de los ‘60, al lado de la psicodelia ya incipientemente progresiva, el caso Creedence puede verse como un anacronismo conservador.
A contracorriente de la tendencia epocal de alargar las canciones, el grueso de las de Creedence duran 2 o 3 minutos, en consonancia con la tradición del blues o la primera época del rock’n’roll; la brújula de Creedence apunta siempre al mismo lugar: Bo Diddley, Howlin’ Wolf, Screaming Jay Hawkins, Lefty Frizzell, Leadbelly, Marvin Gaye, The Band, Booker T & The MGs, Dale Hawkins, Elvis Presley, Carl Perkins, Them… Guiado por la vehemencia vocal de John Fogerty, el sonido Creedence se basa en células rítmicas arrasadoras, moldeadas por guitarras que reverberan ciertas notas y acordes. Flotando como entre pliegues magnéticos, a veces entre intervalos vacíos, los efectos vivifican en su casualidad el ánimo de la canción. La brillantez eléctrica, inmersa más en rasgueos que en riffs se potencia al mismo nivel que los intemporales cambios de acorde. Las salidas instrumentales de los temas más largos expresan una épica de la precariedad análoga a la de esos hormigueos alongados que entonces solo generaba Neil Young con Crazy Horse.
La primera parte de Travelin’ Band presenta a unos músicos a los que casi nunca antes habíamos escuchado hablar, tipos corrientes con los pies en el suelo. Hay que recordar que Creedence se codeó durante un par de años con Beatles, The Doors, Rolling Stones, Jimi Hendrix o Led Zeppelin. Pero es crucial insistir en la carencia de pretensiones conceptuales, desorbitadas por la mística narcótica. La falta de imaginario visual a posteriori, al margen del propio de las canciones (ese ensamblado vivencial recreado alrededor de la naturaleza, el río y el pantano), y de los ecos de algunos de sus “hits” durante no pocas bandas de sonido de films basados en temáticas de los ‘60, sobre todo la masacre de Vietnam.
Cuando la historia del grupo, en la voz de sus protagonistas (en pleno tour europeo) se hace más atrayente, el documental opta por ofrecer, con una mediocre resolución técnica, el recital del Royal Albert Hall, compuesto por canciones de sus tres álbumes de 1969 (Green River, Bayou Country y Willy & The Poor Boys). Por encima de la estática sobriedad escenográfica, sobresalen del repertorio la ultra electricidad de “Fortunate Son”, la parte final cambiada de “Green River”, Doug Clifford en “Locomotion” reventando las paredes del compás, el gospel esplendoroso de “Midnight Special” y “Night Time Is The Right Time”, o el bajo de Cook en “Good Golly Miss Molly” jugando con la estructura estándar del rock’n’roll.
En algunos círculos se tacha a Creedence de banda “grasa”, básica y simplona. Deben ser los mismos que, con idéntica visión, definieron el rock alemán de los ‘70 como kraut-rock (rock palurdo) intentando denigrarlo. Lo cierto es que Creedence nunca tuvo la mistificación de que “disfrutan” la mayoría de las vacas sagradas de la música pop. El consenso del éxito promueve dar las cosas por sentadas, multiplica los lugares comunes y silencia malentendidos. Valorar más aspectos de los músicos que de la música en sí misma ha producido una mística cultural (industrial) mediante hagiografías, películas, libros y apariciones estelares en la cultura del espectáculo, como si la música fuera ya mero complemento, igualando tal aberrante excedente gráfico con una mayoría espiritual falsa, cada vez más arrogante.
Es posible que las camisas a cuadros de los Fogerty y compañía, el escaso apartado fotogénico (incrementado por la tosquedad de este docu) no quepa en la lectura apologética de discursos que miden la música según su grado de complejidad. Creedence no necesita parafernalia anexa ni sufre de complejos. Funciona más bien por la propia reiteración/obsesión de un estilo que solo se parece a sí mismo, si acaso, a ciertas ceremonias evocadoras de espíritus esquivos, malignos y perversos. El alcance de su hito pasa del rock sureño al country rock; de los últimos Byrds a Little Feat; del rock urbano de Bruce Springsteen o Tom Petty a las diversas sagas de country alternativo o de lo que se llama Americana, a más de indies diversos como Sonic Youth, R.E.M., Meat Puppets o My Morning Jackett, entre montones, que han citado a CCR como referentes.
El mal rollo entre los hermanos Fogerty (Tom abandonó en 1970 después de editarse su último gran LP, Cosmo’s Factory) o la mala onda con Saul Zaentz, dueño de la disquera Fantasy, llevarían a la separación del grupo en 1972 pero el caudal de Creedence Clearwater Revival es mucho más rico de lo que aparenta. Su tejido sigue sonando con tal convicción que puede sentirse a su través el poso adictivo de una dinámica que transformó en música popular las formas de la música negra y de raíces, sin aditamentos ni poses. Canciones que divulgan la posibilidad no solo espiritual sino re-creativa de desnudar el sonido de revestimientos tóxicos. Allí donde debe estar lo intangible, eso que no puede verse. Y que mueve a la iluminación.
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