Hijo de un inmigrante japonés que se afincó en San Miguel, Gustavo Ogata adquirió fama global por la exquisita calidad de sus plantas.
«Este es el barrio de mi infancia. Acá nació el emprendimiento de mi padre hace más de cinco décadas, cuando esto era puro campo pelado. A mi viejo le gustaba el verde en general, y las orquídeas en especial. De él heredé este oficio. Tuve idas y venidas, pero lo asumo como un legado familiar», se sincera el hombre de 51 años. Su papá, Kiyoaki Ogata, sapiente ingeniero agrónomo japonés, llegó al Conurbano desde la isla de Kyushu, región sureña de las nueve provincias, a finales de los cincuenta: «Vino a hacer unos estudios de suelo en Bahía Blanca y Capilla del Señor. Y se quedó fascinado con la tierra fértil de las pampas, pero sobre todo con la grasita del asado y los mates. Entonces, decidió radicarse en la Argentina».
En poco tiempo, Kiyoaki echó raíces. Se enamoró para siempre de la inmensa llanura bonaerense. Y de Michiko Oyama, una joven migrante que también había dejado atrás el imperio del sol naciente y la dura posguerra. Se casaron y juntos fundaron un vivero. Plantaron miles de orquídeas y con el tiempo ganaron fama global por la calidad de sus delicadas Cymbidium. Se especializaron en la comercialización de la flor cortada. Tuvieron tres hijos. Gustavo es el retoño del medio. Ungido para seguir con el oficio familiar.
«Ya le expliqué que esto es herencia subraya Ogata, mientras camina por sus dominios techados con nylon. Bueno, yo laburé acá desde muy chico, pero en mi adolescencia me harté. Tuve una crisis y me fui a probar suerte a Japón». En la tierra de sus ancestros, desempolvó sus conocimientos de técnico electromecánico y se ganó el jornal forjando discos de freno para la automotriz Isuzu, en la ciudad de Fujisawa. Un día, quizás un tanto hastiado de la gris jungla fabril, decidió volver a las raíces. Entonces, los fines de semana empezó a trabajar ad honorem en un vivero: el afamado Hiroito International Orchids. Su apellido, palabra mayor en el gremio, le abrió las puertas de par en par. Empezó bien de abajo, regando y fumigando, siempre atento a los sabios consejos de su patrón y senpai.
En poco tiempo, con algo de picardía criolla, supo ganarse su espacio: se hizo cargo de las relaciones exteriores de la empresa, viajó por todo el sudeste asiático, se especializó en marketing, estudió diversas técnicas de cultivo y pudo conocer las grandes ligas de las exposiciones orientales: «Son multitudinarias, mueven millones de dólares. La más grande se hace en febrero, en el mítico Tokyo Dome. La mejor orquídea se premia con un Mercedes Benz».
Luego de ocho años en el Lejano Oriente, volvió al pago chico en 1997, con la mochila repleta de conocimientos y un sueño: convertir el minúsculo círculo argentino de productores de orquídeas en un espacio profesional. También, romper las fronteras de un mercado nimio, poblado por clientes de la tercera edad y, sobre todo, elitista: «Piense que antes una planta costaba unos 500 dólares. Como una joya: la flor venía en una caja de acetato. Era un lujo efímero para unos pocos privilegiados. Hoy, la misma planta se consigue por 500 pesos».
Para hacer realidad su quimera, el señor Ogata trabajó de sol a sol, codo a codo con su padre y su esposa Yuki Maehama, el otro pilar del emprendimiento. Con los años vieron los primeros brotes verdes: incorporaron nuevas variedades hay más de 30 mil en el globo, trazaron alianzas en plena crisis de 2001 nació la Asociación de Productores y Cultivadores de Orquídeas de Argentina (APCOA), gestaron exposiciones exitosísimas y renovaron la clientela con un perfil más popular, joven y masivo.
La semilla que plantó su padre es ahora una empresa robusta, con una producción anual de 50 mil plantas. El estoico Kiyoaki siguió dando una mano en el vivero hasta sus últimos años. Antes de morir, le susurró a Gustavo una sola palabra. Gracias.
El arte de la paciencia
En otro de los invernaderos de la firma, Ogata atesora una colección de 3000 variedades exóticas de orquídeas: Dendrobium, Oncidium, Paphiopedilum, Bulbophyllum, llegadas desde los cinco continentes. Las distinguidas Cattleyas sudamericanas, con sus flores grandes, coloridas, barrocas y siempre vistosas, son las reinas del hogar. No cuesta mucho imaginar el rostro iluminado del horticultor inglés William Catlley cuando tuvo el primer ejemplar de esta variedad frente a sus ojos, en pleno auge de la «orquideomanía» decimonónica.
El ejemplar favorito de Ogata cuelga solemne en una maceta. Una Phalaenopsis que vino desde Malasia y demoró diez años en darle su primera flor: «No le encontraba la vuelta, necesitaba mucha temperatura. La flor no es gran cosa y tiene un olor muy fuerte, como a caca. Pero cuando floreció, no sé cómo explicarle, sentí algo parecido a cuando nacieron mis dos hijas».
Paciencia, paciencia zen y más paciencia. Esa es la virtud que debe cultivar todo buen fanático de las orquídeas. Las flores sólo crecen en plena primavera y al principio del otoño. El resto del año, la planta está planchada. Disfruta de una placentera siesta. «Vivimos épocas en que apretamos un botón y se solucionan los problemas. Pero una orquídea no es una máquina reflexiona Ogata, mientras acaricia los carnosos pétalos de un ejemplar. Ellas son muy egocéntricas, pero sobre todo manejan otros tiempos. Es un ida y vuelta: la orquídea tiene que adaptarse al hogar, pero también debe adaptarse el ser humano a las necesidades de la planta».
Sobre el creciente y variopinto universo de clientes, el señor Ogata explica que, para muchos, cuidar una orquídea representa un auténtico reto, un tema de superación. Su esposa Yuki riega una hilera de jóvenes ejemplares y agrega: «Es gente muy especial, con una sensibilidad diferente, que se termina enamorando de la planta. Suena raro, pero es así. La ves crecer, te atrapan su belleza, sus colores, sus formas, es perfecta. A veces siento envidia de los clientes. Porque lo nuestro es comercial, y lo de ellos es pura pasión».
Antes de despedirse para continuar con su faena, palita en mano, Ogata diseña con palabras su orquídea ideal: «Obviamente, sería una Cymbidium, con una flor no muy grande, duradera y en colores claros, sobrios, bien orientales. Que mantenga el legado familiar». «
Flor de feria
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