La creación de los organismos no pasaría de la anécdota si no fuera porque pone de manifiesto un razonamiento íntimo cada vez más extendido entre los integrantes del Gobierno o entre sus defensores: “No se comunica bien”. Parece que se tomaron demasiado a pecho la máxima repetida por el expresidente brasileño, Fernando Henrique Cardoso: “Gobernar es explicar”.
La misma lógica se traslada al acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Para algunos, el problema no radicaría en el contenido de ajuste que explícitamente contiene el entendimiento, sino en que el Gobierno —con sus mil internas— no estaría generando los mecanismos para que la sociedad entienda que las medidas tienen un carácter impostergable. Porque las resoluciones son racionales, pero deben ser comprendidas por la sociedad para conquistar el volumen que requiere toda política pública. De esta manera, se invierten las causas y los efectos: las divisiones en el seno de la coalición gobernante no serían la consecuencia del malestar que el pacto con el FMI genera (o generará) en amplios sectores sociales (y por eso quieren despegarse), sino que la falta de unidad de propósitos y de una narrativa común es el fundamento que produce el fastidio social. El discurso no es expresivo, sino performativo. La comunicación es todo y ¿la realidad?, bien gracias.
El razonamiento no es privativo de esta administración, de hecho es bastante recurrente en gobiernos que creen que existe la fórmula de la Coca Cola para comunicar “bien” un ajuste. Entrevistado por Ernesto Tenembaum a propósito de los masivos cortes de luz de comienzos de año, el exsecretario de Energía del macrismo, Juan José Aranguren, aseguró uno de los errores de su Gobierno fue la mala comunicación y que hacia el futuro había que aprender a “comunicar mejor” la necesidad de los tarifazos.
Si bien la comunicación es una dimensión importante de la política, la política es irreductible a la comunicación. Y existe cierta fantasía habermasiana en la argumentación. El filósofo alemán, Jürgen Habermas habló de una “racionalidad comunicativa”, distinta y hasta opuesta a la racionalidad «instrumental» o «estratégica» en la acción social y política. Una de sus mayores apuestas prácticas —la unidad europea— hace años que sufre un proceso de desintegración porque los intereses contrapuestos se impusieron a la utopía de un entendimiento posnacional.
El razonamiento contiene también ciertas dosis de elitismo porque presupone que quienes elaboran y postulan las políticas son asistidos por la razón, mientras que el resto de los mortales simplemente padecen de falta de entendimiento o de capacidad de compresión.
Según esta perspectiva, el problema no reside en el rechazo al ajuste, sino en que las personas no lo entienden; quienes se oponen al extractivismo, no comprenden la actividad o carecen de información genuina y quienes cuestionan el pacto con el Fondo Monetario no logran discernir que no hay alternativa.
Quizá la cuestión no sea tan compleja y la sociedad que viene afectada por cinco años de ajuste permanente o los pueblos que rechazan la destrucción de los recursos naturales por la voracidad de un grupo de multinacionales o quienes conocen lo que destruyó el Fondo Monetario en todo el mundo, no es que “no entienden” o tienen que ser mejor “comunicados”, sino que simplemente no están de acuerdo.
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