Son puntos en el planeta: países no reconocidos, pero claro que existen

Producto de la desintegración soviética, problemas étnicos, geográficos o viejas cuentas. En un raro limbo, no pertenecen a foros internacionales. Se los usa y algunos son un buen negocio.

Aunque en su vida anterior en muchos de ellos nada tuvo que ver la Unión Soviética, fue sin embargo la desintegración del gigante socialista, en 1991, la que dio paso a un proceso de atomización territorial que se extendió más allá de las fronteras de su influencia directa. Problemas étnicos, apetencias de los grandes jugadores mundiales y las alianzas globales, situación geográfica estratégica, viejas cuentas históricas nunca saldadas y apenas disimuladas, determinaron que, aún hoy, los conflictos persistan y los expertos hablen de horizontes en los que asomen jaurías sin bandera con el vientre lleno de centellas y bombas.

En este estado, decenas de países desarrollan su vida en el limbo, comercializando sus productos o prestando sus territorios como ruta para el intercambio comercial entre otros, pero sin que nadie los reconozca como tales. Y aunque ellos sean el centro de los debates, no tienen un asiento disponible en ningún foro internacional. Se los usa, pero es como si no existieran. En un mundo que vive las tensiones frente a la posibilidad de despertar cada día ante el horror, hay otros, cada uno con su propio aventurero al frente, que no juegan ningún papel, que nadie les aturde su siesta y que, además, hacen buenos negocios (ver aparte).

Hay algunos a los que cuesta encasillar en ese limbo. Es el caso de Transnistria, una franja  entre Moldavia y Ucrania, algo así como un algodón entre esos dos cristales de la región caucásica que marcan la frontera imaginaria entre Europa y Asia, lo latino y lo cirílico. Es “independiente” desde 1990, pero no lo reconoce nadie. Ni Rusia, que paga con gas el uso de su suelo como base estratégica en medio de ese polvorín, ni por Moldavia, que al quedar sin una central energética porque en los años soviéticos no era esa su función en el reparto de tareas, no lo reconoce pero le paga puntualmente.

Transnistria define una de las fronteras más militarizadas del mundo, y quien la cuida es Rusia. Llamativamente, la simbología soviética es dominante. La soviética, no la rusa. En las plazas de Tiraspol, la capital, hay tanques de guerra para que jueguen los niños. En otra, hay una enorme figura de Lenin. En los espacios públicos flamea su bandera roja, verde y roja con la hoz y el martillo amarillos en su ángulo superior izquierdo, junto con los blasones de Nagorno-Karabaj (Capital: Stepanakert), Abjasia Capital: Sujumi y Osetia del Sur (Capital: Takhinvali). Son las otras tres repúblicas postsoviéticas con las que compone una especie de póker de los parias del mundo.

Afuera, nadie sabe quién gobierna Transnitria. Adentro, todos saben que todo lo que se mueve responde al “Sheriff” –no el símil de aquel comisario del oeste norteamericano que imponía el orden en las películas de vaqueros–, sino un holding así llamado que tiene dueño y todo lo domina. El Sheriff –Víktor Gushan, un ex agente de la KGB soviética– recibe y vende a Moldavia el gas que le regala Moscú, administra los hospitales donde se cura y se muere la gente, edita los diarios donde todos se informan y dirige el Fútbol Club Sheriff por el que se desgañitan, domingo tras domingo, los 469 mil mortales de Transnistria.

En África, Somalilandia es otro desconocido del mundo,  pero es un proyecto serio, nacido en 1991 en el estratégico noreste musulmán de Somalía, donde intentan meter las manos y meten las patas los diplomáticos de la Unión Europea y de la ONU,  del FMI y del Banco Mundial. Esas presencias lo dicen todo, hablan del valor de ese enclave del Cuerno de África situado frente a Bab el-Mandeb, el estrecho en el que se mezclan las aguas del océano Índico con las del mar Rojo, la segunda ruta en importancia de los megapetroleros que salen del Golfo Pérsico con su carga de crudo destinada a Europa occidental.

Horgeisa, la capital, ya recibió a los emires de Dubai, que invertirán 500 millones de dólares para construir un puerto en Berbera, frente al estrecho. Somalilandia empezó a cotizarse como el vecino Djibuti, que tiene bases militares de Japón, China, Francia, Italia y Estados Unidos y por tenerlas recibe buena paga. Horgeisa, que acogió también a emisarios de Estados Unidos interesados en “facilitar” un proceso de integración con Somalía, tiene la promesa de “ayuda” del FMI y el Banco Mundial. Que llegará si termina con esa idea de la  “independencia”, fusionándose con el infierno somalí. La ONU bendice esa diplomacia, cree que con la fusión se acabará el mal ejemplo y se evitará que Casamance (Senegal), Ambazonia (Camerún) y Katanga (Congo) se desbarranquen por el independentismo.

Chechenia, con dos guerras que dejaron 200 mil muertos y su territorio como siempre, en poder de Rusia; Kosovo, víctima de un novedoso status colonial producto de una turbia componenda entre la ONU y la OTAN, es decir Estados Unidos, sigue en manos de Serbia tras las carnicerías de la última década del siglo pasado;  la República Turca del Norte de Chipre (Capital: Nicosia), en la encrucijada de los conflictos abiertos tras la caída de la Unión Soviética, sigue reclamando su independencia después de haber sido tomada a sangre y fuego (1983) por el gobierno musulmán de Ankara. Para ellos, la independencia sigue siendo un sueño.

Dentro de África, en el extremo noroccidental, otro es el status de la estratégica y rica (gas, petróleo, fosfato, pesca) República Árabe Saharaui Democrática (Capital: El Aaiún) reconocida por 82 países –entre ellos toda América Central, Colombia, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela– pero desconocida por la ONU, que propugna un plebiscito de independencia a medida de Marruecos –el reino que tan buenos servicios presta al Occidente dominante– , ocupante y apropiador de las libertades y de las riquezas saharauies.

Buenos servicios

En un mundo en el que tantos pelean por su dignidad y por las libertades, que van mucho más allá, infinitamente más allá de andar corriendo alrededor de una plaza o sentarse a una mesa al aire libre de un bar de un barrio paquete, hay otros, aventureros, individualistas, que saben que pueden prestar buenos servicios y apuestan a ello. Eso es lo que pasa con los “príncipes” de Sealand y Seborga, dos “emprendedores” que cuentan con los oficios de una prensa más ocupada en aturdir, a sabiendas de que la peor opinión es el silencio.

Mientras en otras regiones se lucha por la libertad en serio, en Sealand existió un tal Michael Bates, que una vez finalizada la II Guerra se apropió de una de las cuatro plataformas que la Royal Navy británica había montado en el Mar del Norte, con fines defensivos ante un eventual ataque nazi. ¿Para qué? En aras de la libertad de mercado que ahora, erigido en Principado de Sealand, le permite tener una base de ocultamiento de datos, algo así como la criminal Iron Mountain en la que en 2014 murieron en Buenos Aires diez bomberos. Y vender títulos de “caballero” a 145 dólares; estampillas postales para coleccionistas en un mundo en el que el correo postal es ya un adorno. O camisetas del Sealand F.C., el equipo de un “país” que solo tiene dos habitantes.    

Más al sur, en Italia, en ese rinconcito de Liguria, frente a Córcega y en la frontera con Francia, se sitúa el “Principado de Seborga”, un puntito de 14 km2 y 290 habitantes: no vende souvenirs pero desde 1960 goza gratuitamente de los servicios que Italia les da a sus ciudadanos. Gracias al “Príncipe Giorgio I” (Giorgio Carbone), un trabajador agrícola que aprovechó que el mundo, a 15 años del fin de la devastadora II Guerra, estaba ocupado en su reconstrucción.

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