Una recorrida por la 21-24, la tercera villa porteña con más casos de coronavirus. Testimonios de miedo e incertidumbre ante una pandemia que visibiliza la exclusión en la Ciudad.
En la villa encajada en la frontera entre Barracas, Pompeya, Parque Patricios y el Riachuelo poluido viven más de 40 mil vecinos. Hasta que se decretó el aislamiento social, el ingreso de la mayoría se guarecía bajo el techo de las changas intermitentes, el trabajo informal y el rebusque cotidiano. La peste los derrumbó de un mazazo.
Para conseguir un plato de comida en cuarentena, todos los caminos conducen a los comedores y ollas populares. Hay más de 50 en el barrio. Según el Banco de Alimentos, solo el 30% puede hacer frente a la demanda. Un 17,7% tuvo que apagar sus hornallas. “Antes teníamos 232 personas en el comedor; ahora 415, y 214 en lista de espera. En el merendero es el mismo cantar: damos 120 vasos de leche, pero cien pibes se quedan con las manos vacías”, explica Alejandra Abregú, curtida militante de la Corriente Clasista y Combativa y miembro del Comité de Crisis. Vive en la Manzana 23 y tiene ocho hijos. Se ganaba el pan limpiando para la cooperativa La Lecherita, “pero como Ciudad no bajó lavandina, alcohol en gel y otros insumos básicos, dejamos de laburar.” Alejandra no tiene dudas: sin las organizaciones sociales, la Iglesia y la solidaridad de los vecinos de a pie, la 21-24 ya habría estallado por los aires: “Esto venía mal con el dengue, la pandemia silenciosa. Tuvimos que organizarnos y esa es la base que está funcionando. Pero no alcanza. Necesitamos que Larreta se haga cargo, que decrete la emergencia alimentaria, que habilite los subsidios habitacionales para los inquilinos que están en la calle. Está llegando tarde, si es que alguna vez llegó temprano.”
A Ramona Gutiérrez la encontramos en la puerta de su cuarto, frente a una fogata y la tele encendida en el noticiero de Canal 9. Tiene 81 años. El barbijo le tapa la cara, pero no las sabias arrugas. Sobrevive a duras penas por las viandas de la parroquia y una magra pensión no contributiva para madre de siete hijos. Poco menos de $ 1600 al mes, por los descuentos de los créditos que pidió en los años imperdonables del macrismo: “No alcanza para nada, ahora dicen que viene el aumento, ¿no?” Para sumar unos pesos, doña Ramona vende ropa de segunda mano, pero primera calidad: “Me hago unos manguitos acá en casa. Es que el encierro no me gusta, me da bronca. Soy una persona que ando mucho. Laburé toda mi vida. Así voy a seguir, no me queda otra.”
El mapa y el territorio
Obras sin terminar, zanjas abiertas, barro, criaderos de mosquitos. “Desde el gobierno de la Ciudad dicen que está todo solucionado. Son mentiras. Cómo van a saber, si ni siquiera se acercan al territorio”, explica Dagna Aiva, militante de la CTA Autónoma y “orgullosa villerita”. Trabaja en la Casa Usina de Sueños, otro espacio popular que pone el pecho durante la pandemia. Dagna está cansada de denunciar la desidia del gobierno porteño: “Estas obras tendrían que haberse terminado hace tres años –señala los caños sin colocar, el lodazal, la calle Cruz inundada–. Siento que el gobierno no tiene la menor noción de lo que vivimos. No quieren patear la villa con nosotros. Ellos quieren bajar un protocolo desde una oficina.”
Carlos Sánchez y Joaquín Sacheo son militantes a tiempo completo del Movimiento Evita. Cuentan que le meten bocha de horas al laburo solidario en la barriada. Arrancan a las siete de la mañana, nunca saben cuándo terminan. Recorren la 21 en una fiel Zanellita destartalada, cargados con viandas para los abuelos o ayudando en las postas de salud. “Hay tristeza. Mirá que con Macri no había un mango, pero ahora está durísimo”, asegura Carlos, albañil desocupado. Agrega que en la cuarentena se ve poco a los funcionarios porteños por el barrio, pero mucho a la Prefectura y a las bravas brigadas motorizadas de la Policía de la Ciudad: “En plena pandemia nos comemos verdugueadas, a punta de pistola en los pasillos. Te agarra impotencia, no nos merecemos que nos traten así. Es igual que en la salita de emergencia, que hay que estar a las tres de la mañana para pegar un turno. No puede ser, hermano.”
Vivir en crisis
Hace 20 años que el padre Lorenzo “Toto” de Vedia predica en la villa: “Pero nunca vi algo así, ni en el 2001”. Mastica bronca atrás del barbijo rojinegro sabalero: “La pandemia hizo aflorar los problemas estructurales. Venimos de cuatro años neoliberales y la llegada del virus fue abrupta. Sin embargo, quiero rescatar que la pandemia también es solidaridad. El vecino común da una mano adonde no llegan las organizaciones y el Estado. Las mamás son mamás de sus hijos y de todos los pibes del pasillo.”
“Acá no hay crisis de la pandemia o ‘macrisis’, siempre estamos en crisis en la villa”, sentencia Eva Alarcón, trabajadora social. La morocha de 29 años cuenta que hasta la tercera semana de mayo, en la 21-24 hubo cerca de 50 casos positivos de Covid-19, pero que los vecinos saben que hay muchos más. “Después del Detectar fueron aislados en lugares sin agua, incomunicados, todo a las apuradas –explica Eva–. Mirá que habrá hoteles en la ciudad, pero nos siguen discriminando.” En la barriada hay miedo, incertidumbre, falta de información: “Las medidas que se toman a nivel nacional o de la Ciudad son imposibles de aplicar acá. Necesitamos un abordaje diferente.”
Ni la lluvia, ni el virus ni la rodilla maltrecha frenan a la señora Miriam Coronel. Agarra el andador o la silla de ruedas y se manda derechito al merendero Sin Fronteras. Tiene 60 años y raíces guaraníes. Ella cocina. Su plato estrella, dice, es el guiso de garbanzos. En dos años, el comedor nunca recibió un subsidio. Se alimenta de las donaciones de los vecinos: “Antes funcionaba acá en mi casa, en la calle Pedro Luján, pero quedó chica. Ahora estamos en el Polideportivo, solamente cuatro días a la semana porque no hay más comida.” Doña Miriam posa frente a su casita. La custodian el mariscal Solano López y el Nestornauta desde la fachada. Se despide: “Si lo ve por ahí al Estado, avíseme, por favor.”
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