El dramaturgo y cineasta vuelve a incursionar en la narrativa con La primera casa. Un pueblo de provincia, pequeño y asfixiante, es el escenario principal de una historia en la que un adolescente vive el despertar sexual y huye de la mediocridad de su entorno a través del cine.
El objetivo de Gonzalo es irse del pueblo y de la casa que lo asfixian. El dinero que obtiene a través de su primer trabajo y del robo cotidiano que lleva a cabo en él constituye su esperanza de libertad. Mientras tanto, las películas que ve en el cine del pueblo y que le cuenta luego a su hermana son su única posibilidad de fuga de una realidad que lo agobia.
La trama está atravesada por el pesado silencio que rodea a la historia familiar, desde la versión «oficial» del accidente de sus padres a la relación que une a la tía Delia con Don Julián. Loza trabaja magistralmente el equilibrio entre lo dicho y lo no dicho logrando que el silencio le dé espesor al relato.
–¿Por qué elegiste hablar de la orfandad?
–Uno nunca sabe bien cómo es que nace una novela, pero me interesaba trabajar ese tema. Yo no soy huérfano, pero mi padre lo era. Tengo, además, un recuerdo adolescente de haber leído a Charles Dickens, que habla de huérfanos. Me atraía el tema e intenté hacerlo en teatro, pero no funcionó. Pensé que en una novela podía funcionar poner una hermana más grande y un hermano más chico vinculados por el cine, y no un cine prestigioso, sino un cine popular que cualquiera puede haber consumido en la década del ’80. Ahora que ya está publicada, creo que, además, la novela puede tener que ver con cierto amor que yo tuve en la adolescencia por la figura de Roberto Arlt. La primera casa puede ser una versión más queer de El juguete rabioso. No volví a leer esa novela ni a ver esas películas, pero el libro trabaja con esas resonancias.
–¿Y no creés que también hay una resonancia de Manuel Puig?
–Me lo han señalado bastante. Me gustan sus novelas, pero tampoco las he vuelto a leer. Hace unos años tuve la suerte de adaptar junto a Pablo Messiez Cae la noche tropical para el San Martín. En la adaptación atravesé la escritura de Puig siendo muy respetuoso. Es alguien que me produce fascinación, pero no vuelvo a acudir a sus novelas. Además, su cinefilia creo es muy diferente de la mía.
–¿En qué se diferencian?
–Él tenía mucha fascinación por las divas y a mí no me pasa eso. Creo que él estudió cine en Italia y yo también estudie cine. Eso es algo en común y también el hecho de ser del interior, alguien de pueblo chico, donde aparece el tema del chisme. Pero lo mío es un gesto pequeño al lado de sus sagas.
–Yo pensaba en El beso de la mujer araña, donde el protagonista le cuenta películas a su compañero de celda.
–Sí, nunca había pensado en El beso de la mujer araña, pero es cierto que allí hay una apropiación del cine para modificarlo y buscar salidas. En mi novela el cine aparece como un posible plan de fuga, como una estrategia para salir del encierro. Esa novela de él me encanta y también me gustó la película que sé que a Puig no le gustaba. Creo que el cine tiene la capacidad de ampliar horizontes, de mostrarte un mundo al cual no podes acceder de otra manera. Eso es parte de mis recuerdos de provincia. A mí el cine me dio esa posibilidad de ampliar mi mundo, cosa que no podría haber hecho de otra manera.
–En la novela de Puig el cine hace posible «salir» de la prisión. En la tuya hace posible salir de una casa y de un pueblo que son también una prisión.
–Además, el cuerpo del personaje, Gonzalo, tiene algo de celda, de lugar de encierro. Su cuerpo se le ha vuelto un campo minado. El cine aparece como la posibilidad de conocer otros cuerpos, otros mundos, otros paisajes.
–El personaje atraviesa la adolescencia, su cuerpo se transforma y le resulta extraño.
–Sí, en la adolescencia se produce el primer asombro de que el cuerpo va a tomar un camino impredecible. En ese devenir sobre el propio cuerpo hay conquistas y derrotas. Convivir con él supone un aprendizaje. El personaje tiene que aprender a convivir con su cuerpo en esa etapa de tantos cambios.
–En tu novela hay muchos silencios sobre la historia familiar. ¿Por qué?
–La tía, don Julián, los padres de los que se dice que han muerto constituyen el mundo de los adultos. Cuando sos chico o muy joven no accedés a toda la información, es algo que te está vedado, sólo te van llegando noticias difusas de ese mundo. Los silencios tienen que ver con esa imposibilidad de acceso y con el desgano de acceder. El personaje oscila entre la imposibilidad de acceder y la apatía que generan los adultos porque en esa etapa te parece que el mundo de la adultez es muy complicado. La niñez y la primera juventud arman una fantasía sobre ese universo, sobre lo que ocurrió y lo que puede llegar a ocurrir.
–En La primera casa hay dos puntos de vista. Por un lado, Gonzalo cuenta en primera persona y, por otro, hay un narrador que lo hace en tercera persona. ¿Por qué decidiste narrar de esa manera?
–En realidad el criterio fue externo. La novela la escribí en tercera persona porque quería despegarme del monólogo, que es algo que yo trabajo siempre. Cuando la editorial decidió publicar la novela, me propuso trabajarla con Gabriela Franco, que es poeta y una genia total. Gabriela me preguntó si me animaba a reescribir la novela con ella. Fue haciéndome pequeñas acotaciones y yo fui reescribiendo algunos capítulos. Me propuso que pasara algunos a primera persona para ver qué pasaba. Ahí me di cuenta de que había algo que por cercanía o por distancia con la primera persona no había podido terminar de desentrañar. Con la inclusión de la primera persona la novela comenzó a adquirir una profundidad y una dinámica que no tenía. Gabriela fue quien acompañó la arquitectura de la novela. Yo realmente padezco que se me diga que soy autor de monólogos, por lo que usé la tercera persona. Trabajar con ella me permitió dejar eso de lado y poner también una primera persona con la que la novela funciono mejor.
–¿Y por qué lo «padecés»?
–Porque siento que me encasillan o me dicen que sólo puedo escribir eso, lo cual es un poco ridículo porque es como suponer que los cuadros chiquitos de Frida Kahlo tienen menos valor que los murales de Diego Rivera. Parece que la primera persona fuera una voz pequeña. En esta novela me reconcilio con ella y me digo: y si fuera pequeña, ¿qué?, ¿cuál es el problema? No sé, son esos mambos con los que uno se tortura. Mis películas son cortas y mis novelas también, y entonces a veces siento que hago «casi» películas, «casi» novelas. Bueno, es el formato que me sale. En esta oportunidad estuve muy acompañado e iluminado por Gabriela, que es alguien increíble. Para la novela fue crucial porque tiene una mirada delicada. Hizo preguntas y propuestas, pero no hubo ningún tipo de imposición. Creo que no hubiera podido atravesar la novela sin ella. Yo tiendo al caos y ella me ordenó. Aprendí mucho, fue como hacer un curso, un taller de novela.
–¿Cuándo comenzás ya sabés a qué genero pertenece lo que estás escribiendo?
–Cuando empecé La primera casa intuía que era un texto narrativo, pero me parecía ambicioso decir «estoy escribiendo una novela». Escribí durante un año. Fue un plan secreto que comenzó a tener forma cuando la reescribí con Gabriela. Decidimos sacar capítulos enteros porque nos pareció que lo sintético colaboraba con la novela. Escribí, desplegué y me perdí. Luego hubo que replegar y reescribir. No es fácil reescribir y descartar porque no es fácil no ser tozudo. Nunca es fácil renunciar a nada.
–Entre los silencios de la novela está el silencio en torno al sexo, tanto respecto de algo fisiológico como la menstruación, como de la posible homosexualidad de Gonzalo.
–Los personajes atraviesan una edad, un tiempo y un espacio en los que todavía no hay palabras que definan ciertas cosas. Por eso no pueden definir su deseo ni su padecimiento como tampoco Gonzalo puede definir el ataque, la hostilidad que recibe cada día en la escuela. Ahora existe la palabra bullying para nombrar ese tipo de conducta, pero en el momento en que transcurre la novela no había una palabra para definir eso. Creo que las cosas han cambiado. Quizá la novela no tendría sentido si transcurriera hoy, pero yo hablo de un momento en el que no había palabras de las cuales asirse, había muchas cosas que no se podían verbalizar. De todos modos, creo que hay zonas del interior del país en las que esta historia puede seguir ocurriendo, zonas de mucha crueldad. Yo soy de Córdoba. Desde la ciudad a veces se genera una idea paternalista del interior como un espacio en que la gente es buena, simpática, campechana y hace chistes. Pero esa gente tiene las mismas crueldades, complejidades e insatisfacciones que la de la ciudad.
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