Rubem Fonseca: el francotirador de buena puntería que no cesaba de disparar palabras

Por: Mónica López Ocón

Pequeño homenaje a uno de los mayores escritores latinoamericanos. Murió el 15 de abril, a los 94 años, sin haber cedido nunca a las farsas del mundillo literario.

“Un escritor debe tener coraje. Coraje para decir lo que no puede ser dicho, lo prohibido, lo que nadie quiere oír”, dijo alguna vez Rubem Fonseca, una afirmación que es, a la vez, postulación de un requisito de la escritura y manifiesto personal sobre lo que debería entenderse por literatura. Y si algo le sobró a este enorme escritor brasileño que murió en Río de Janeiro, a los 94 años, hace apenas unos días, más precisamente el 15 de este mes, fue coraje. Coraje para hurgar en los pliegues más repugnantes de la condición humana, coraje para proponer una escatología poética capaz de elevar la defecación a tema de análisis filosófico, coraje para no ser un transgresor módico en busca de efímeros escándalos literarios, sino un espeleólogo capaz de meterse de lleno en las cuevas a las que lo llevó su curiosidad para explorarlas desoyendo los mandatos que preconiza la cultura con todo su repertorio de hipocresías. Lo increíble es que, lejos de alojarse cómodamente en el más negro desencanto existencial, una actitud que algunos escritores impostan como marca de inteligencia, él observó con humor cuanta porquería humana se le puso delante de los ojos. Había nacido en 1925 en Juiz de Fora, Mina Gerais. 

Se lo ha llamado maestro de la crueldad, cultor del realismo sucio, escritor salvaje, pero quizá el epíteto que mejor lo defina sea sencillamente “observador”, porque la realidad misma es cruel, sucia y salvaje. Precisamente porque fue un observador consumado y no porque fuera un excéntrico, siempre se rehusó a dar entrevistas, a salir en fotografías, a ponerse bajo los focos. En una nota aparecida en el medio mexicano Excelsior se reproducen las palabras de la editora Lourdes Hernández Fuentes, una de sus grandes amigas, quien cuando Fonseca cumplió 90 años, contó: “Ahora, no es una persona cerrada. Lo único que tiene es miedo de la idea de celebridad. Me platicaba que las veces que iba a un restaurante con Chico Buarque les daban una mesa aislada, pero las personas comían volteando hacia ellos para no perder un solo gesto de Buarque, ‘¿Entonces, qué clase de escritor sería yo si no pudiera observar, porque me están observando?’”. La distancia de observación logra mantenerla de diversas formas. Una de ellas es señalar lo más sórdido sin prescindir de citas de autores de ficción y de filósofos. Sigmund Freud aparece con cierta frecuencia en su escritura. 



Y, como el gran observador que fue, quizá siempre supo que todos los seres humanos estamos hechos de contradicciones inexplicables o que acaso sólo encuentren una explicación posible en el diván del psicoanalista. Él, que siempre miró al mundo ubicándose en los márgenes para tener perspectiva, se desplazó al centro y, antes de dedicarse de lleno a la literatura, se desempeñó como comisario de la policía en el 16° distrito policial de Sao Cristóvao, en Río de Janeiro. Seleccionado para perfeccionarse en Estados Unidos entre 1953 y 1954, aprovechó para estudiar Administración de Empresas en la Universidad de Nueva York. Antes de ingresar en la policía se había recibido de abogado, profesión que desempeñó como criminalista por algún tiempo.

Luego vendría una catarata de cuentos y novelas. Su primer libro de relatos, Los prisioneros, aparece en 1963. Su primera novela, se publica diez años después, es El caso Morel. La novela negra detectivesca fue su hábitat. Además de su maestría para narrar, le dio una nueva escenografía: las calles de Río de Janeiro. Pero su debut como novelista fue agitado, ya que aquella primera novela fue censurada y retirada de todas las librerías por un turbio acuerdo entre el senado y el clero. Revertir esta situación le costó un largo litigio. Su libro de relatos Feliz año nuevo corrió una suerte similar y el conflicto con la censura duró una década.

Su personaje más famoso y alter ego literario –nació, como él, en 1925 en Juiz de Fora, Mina Gerais– fue Mandrake, que hizo viajes de ida y vuelta del cuento a la novela. Este detective, abogado criminalista, salió a la escena literaria en 1979, en un cuento del volumen El cobrador (1979) y luego se mudó a diversas historias. Se lo puede encontrar, por ejemplo, en El gran arte, Del fondo del mundo prostituto sólo amores guardé para mi puro, Mandrake, la Biblia y el bastón.  

Como a Fonseca, a Mandrake le gustan los buenos vinos, el ajedrez y el tabaco. Tan parecido es a su creador, que mientras el escritor se fue de este mundo, él insiste en quedarse en él para continuarlo. Está durmiendo la siesta entre las páginas de sus libros, recorriendo las mismas calles y tratando de desentrañar misterios que nunca se agotan. Pero más allá de los parecidos superficiales, el personaje tiene la misma perplejidad ante el mundo que su creador, su mismo credo literario. Lo manifiesta de manera explícita al presentarse: “Mi nombre es Mandrake. Soy abogado criminalista. El caso que voy a relatar comprueba, como dijo alguien cuyo nombre no recuerdo, que la verdad es más extraña que la ficción porque no está obligada a obedecer a lo posible”.

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