Riquelme, la velocidad y el silencio

Por: Alejandro Wall

Los hinchas de otros equipos quizá tengan menos distancia. Pero Román está en la galería de arte del fútbol argentino. Lo que se despide es eso, una época del fútbol argentino.

La cuestión con Juan Román Riquelme siempre fue el tiempo. La belleza de su fútbol consistió en parecer más lento que los demás. Era su engaño, parecer más lento de lo que era. Lo que nos pasaba a los demás, a los que no éramos él, sobre todo a sus rivales, los que lo sufrían, era que cuando la pelota le llegaba algo se nos detenía, una pausa se apoderaba de nuestro mundo. Eso era para el resto, apenas una percepción ajena, para Riquelme todo iba a su velocidad. Como un ventrílocuo del tiempo, Riquelme desactivaba la urgencia. Hasta en su último partido en la Bombonera hizo un caño sin tocar la pelota. No era un fútbol para ansiosos.

“El revolucionario antiguo”, lo llamó Jorge Valdano. “En la época de las autopistas -escribió en su libro Fútbol: el juego infinito– Riquelme prefería viajar por carreteras secundarias”. Desmentía la idea de que con él el juego se detuviera. En todo caso ahí estaba el truco. “Era una bala -agregó Valdano- en dos de las tres velocidades que existen en el fútbol: la técnica y la mental. En cuanto a la otra, se podría permitir jugar caminando porque lo sabía todo del juego”.

Hay un libro, De pies a cabeza, compilado por Agustín J. Valle y Juan Manuel Sodo, en el que Daniel Liñares ensaya esta idea de la alteración de las lógicas temporales en el fútbol. Dice: “Los silencios, al igual que en la música, resultan fundamentales en el fútbol: son los amagues y las pausas (considerando el silencio como un estiramiento de los tiempos). Cuanto más imprevisto un silencio, más sigue de largo el contrario a cantar un estribillo que nunca existió”. Riquelme era el silencio. 

Una vez contó que lo que más disfrutaba en una cancha -más que hacer un gol- era darle un pase a sus compañeros, esa capacidad de hacerlos hacer, que es la esencia de lo colectivo. “Si los pases en el fútbol tienen un valor difícil de estimar en toda su complejidad, cuando los destinatarios se convierten en mejores jugadores debido a esos pases, un círculo virtuoso parece cerrarse -escribe Diego Tomasi en El caño más bello del mundo-. Pasar el balón para mejorar a los demás. Verlos mejorar”. Ahí está la ideología futbolística de Riquelme.

El fútbol de Riquelme está construido en sus pases pero además en la forma de pisar la pelota, de esconderla, y eso era también el silencio. Lo que hizo contra Geremi, el defensor camerunés del Real Madrid al que sacó a pasear por Tokio, fue el éxtasis del genio, convertir a esa pelota en una extensión de su cuerpo. Las imágenes se van sucediendo, un partido contra Talleres, otro contra Huracán, varios con River, la noche contra Palmeiras por la semifinal de la Copa Libertadores, el caño a Mario Yepes.

La despedida de Riquelme, casi ocho años y medio después de su último partido oficial con Argentinos Juniors, parece un adiós tardío pero es un homenaje a ese fútbol que vivimos. A la demora la alimentó un conflicto, el que mantuvo con el sector político que dominó al club hasta la conversión del ídolo en dirigente. De Mauricio Macri a Daniel Angelici lo sometieron al menosprecio. Al primero le dedicó el Topo Gigio una noche en la Bombonera. Con el segundo se fue al exilio futbolístico aunque haya sido a la vez un regreso a casa, la vuelta al club que lo formó. Riquelme no escapó nunca al conflicto. Fue un motor. El conflicto es muchas veces necesario. Por ejemplo, para volver como vicepresidente, para recuperar el club. En ese terreno, no es posible ser simpático para todos

Su fútbol, sin embargo, establece un consenso. Con su identidad bostera, que reivindica cada vez que decide hablar y que delimita el paisaje del cariño pero no el del reconocimiento. Nadie puede pedirle a un hincha de River que quiera a Riquelme. Estarán los que lo respeten, los que no, a ninguno le será indiferente. Los hinchas de otros equipos quizá tengan menos distancia. Pero Riquelme está en la galería de arte del fútbol argentino. Lo que se despide es eso, una época del fútbol argentino.

Cuando se retiró el Beto Alonso, en 1987, mi viejo me llevó al Monumental. Tenía ocho años, una edad en la que se despierta con fuerza la conciencia por el equipo del que sos hincha. Mi viejo, que me hizo de Racing, me aclaró que aunque ese jugador al que íbamos a ver fuera de otro cuadro, era un monstruo. Que él lo había visto en la cancha y no quería que yo me perdiera esa oportunidad, la última que tendría. Así fuimos a aplaudir al Beto Alonso y nos volvimos a casa, siempre de Racing.  

En muchos lugares, con otros hinchas que no son de Boca, pasará eso con Riquelme. Aunque sea para verlo por televisión. También el tiempo opera acá, la sensación de que Riquelme jugaba hasta ayer. Pero no. Habrá pibes que lo verán en la cancha como no lo habían hecho antes. Más que una despedida esto se parece a una vuelta, aunque sea por un día. Debe ser otro de sus trucos.

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