Retrato de una amistad

Por: Demián Verduga

Veo a María, a mi tía del corazón, golpeando las teclas de la máquina de escribir, y entonces, en este instante, sé exactamente lo que tengo que hacer: seguir y seguir hasta que sus sueños se cumplan.

El humo azul de los cigarrillos creaba una bruma que flotaba cerca del techo del comedor. María Seoane estaba sentada en un lado de la mesa y mi mamá, Ana Jusid, enfrente. Ambas debían tener entre 35 y 40 años. Hablaban. El recuerdo puede ser de una noche  o quizás una fusión de varias. Me encantaba cada vez que María venía a casa porque comíamos fideos con crema y jamón. Mi mamá los ponía en una fuente metálica. María tenía úlcera y no podía comer otra cosa.

Mi mamá y yo habíamos vuelto del exilio mexicano antes que María. Ella retornó tiempo después y a los pocos días de llegar la recibió el presidente Raúl Alfonsín. Le tomó la mano y le dijo: “Bienvenida a casa, mija”.

María andaba de aquí para allá en ese tiempo. Su situación económica tenía la estrechez de la mayoría de los que volvían del exilio. Vivía en la casa de una amiga, Mirta Renda. Habían puesto un colchón en el piso del comedor de un departamento de dos ambientes en Caballito. Habían armado una biblioteca con ladrillos y tablas para separar un poco los espacios.

María venía varias veces por semana al departamento en que vivíamos con mi mamá y se quedaba a dormir. Las dos amigas continuaban  despiertas hasta la madrugada. Fumaban cigarrillos, tomaban coñac, hablaban de la Argentina, de los sueños que no pudo  cumplir el socialismo, de hombres. Yo tenía unos 10 años y a veces me dormía en el sillón mientras ellas seguían charlando.

Siempre estaba la máquina de escribir sobre la mesa. En esas noches, las dos amigas también se desvelaban trabajando. Se leían la una a la otra, se editaban, se corregían. María estaba escribiendo La noche de los lápices.

Era ese tipo de amistad que pueden establecer las mujeres entre sí. Los varones, por formación, prejuicio, no podemos. Atesoro esta imagen en mi memoria porque los momentos de la vida en los que casi todas las personas que amamos están en este mundo van quedando atrás.

Recuerdo una anécdota que me contó María una de esas noches, mientras yo enrollaba los fideos con crema y jamón con el tenedor. Ella  había llegado a México, donde se conocieron con mi mamá, luego de un primer recorrido como exiliada que la había llevado de Italia a la Nicaragua sandinista. Había arribado al Distrito Federal sin un centavo, literalmente.

Oscar “El Gallego” González era jefe de redacción del Uno más uno. Era un diario con una tirada importante. No recuerdo ahora si ella ya conocía al Gallego o si lo contactó a través de compañeros de militancia. El punto es que fue a verlo a la redacción.

Tocó la puerta de la oficina y entró. Oscar hablaba por teléfono. María se sentó delante del escritorio y le dijo: «Si no me conseguís un laburo, me voy a morir.»

El Gallego colgó la llamada y le contestó que le diera un rato. María se levantó de la silla y caminó unos pasos hasta un sillón junto a la puerta de la oficina. Se recostó y estaba tan agotada por la angustia que se quedó dormida. Siempre tuvo una capacidad única para dormir profundo y recuperar fuerzas. 

Cuando se despertó, Oscar le dijo que le había conseguido trabajo. Iba a ser correctora del diario. Tenía que entrar a las nueve de la noche y trabajar hasta las tres de la mañana. Así fue como nació una de las periodistas más importantes que ha dado la Argentina, con una obra que ya es parte del acervo cultural de la patria. La fuerza del destino.

María siempre fue un huracán. Lo era en esos años también. A diferencia de los huracanes que derriban casas y árboles, ella construía a su paso: libros, publicaciones, instituciones, mentora de varios de los mejores periodistas de la nueva generación. Su capacidad para impulsar proyectos y personas no tenía parangón.

Su pensamiento había hecho un recorrido profundo de su militancia revolucionaria en la juventud hacia el peronismo. Amaba y admiraba a la generación a la que perteneció, aunque también la cuestionaba. Su pensamiento tenía la profundidad que sólo logran las personas que reflexionan sobre sus propias creencias, sobre sus propios aciertos y errores; la profundidad de quienes no separan la cabeza del corazón y de la acción; sino que todo eso se entrecruza, se mezcla, se funde. 

Las noches de encuentros seguirían con el paso de los años. Se trasladarían a su departamento de Congreso.  Decenas de amigos celebraríamos las navidades con la mesa desbordada de comida, vino tino, y la charla, siempre, de política. María sentía una pasión por este país y por su historia que contagiaba.   

Vuelvo al departamento de mi mamá. María estaba sentada en la mesa. El humo del cigarrillo recostado en el cenicero flotaba cerca del techo. Ella me miró y festejó un comentario que hice como si fuera una idea brillante, porque siempre daba ánimo y estimulaba. En eso-y en otras cosas-se parecían las dos amigas, a las que ahora imagino reunidas en algún lugar del cosmos al que partieron.

En esas noches también circulaban los sueños, los personales y los colectivos. Muchos se cumplieron, otros quedaron a medias, algunos continúan pendientes. Los sueños pueden hacerse realidad y luego evaporarse; entonces no queda otro camino que volver a ilusionarse con lo mismo.

Veo a María, a mi tía del corazón, golpeando las teclas de la máquina de escribir, y entonces, en este instante, sé exactamente lo que tengo que hacer: seguir y seguir hasta que sus sueños se cumplan.«

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