Se aligeran las restricciones. Parece que la pandemia se va. ¿Se va? Y entonces salimos y volvemos a ocupar las calles. Ya nos podemos quitar el barbijo si estamos al aire libre. Caminamos y el viento o el sol se estampan en nuestros rostros. Raro. Hermoso. Renacimiento.
Nos amontonamos en los puestitos de la Feria de Editores para buscar y comprar libros. Hay ansiedad. El malón se repite en la Noche de las Librerías, que se extiende hasta San Telmo. Corrientes, colmada, ya no alcanza.
En realidad parece que nada alcanza. Ni San Telmo, ni los bosques de Palermo, ni la Costanera, ni Puerto Madero, ni Recoleta. Es fin de semana y hay sol. Amontonamiento asegurado en cualquier rinconcito de Buenos Aires, más si hay árboles, con plantas, con pasto. En cualquier espectáculo o propuesta privada o pública, paga o gratuita. Estamos ávidos de mirar, de escuchar, de tocar. De airear el cuerpo, la mente y el espíritu que tenemos tan vapuleados.
Necesitábamos tanto este respiro. Ya sea para ir al Filba, al cine, al teatro, a una exposición, a escuchar música en vivo, a un bar, a un club. La Noche de los Museos, de plano, estalla. Arte para sanar el alma después del larguísimo cimbronazo pandémico que todavía no tiene fecha de vencimiento. Organizamos fiestas para los nenes y nenas que el año pasado celebraron en soledad. Y para los adultos, también. Retomamos las juntadas, las canciones, los bailes, los brindis, las tortas, todavía sin atrevernos a hacer convocatorias masivas en interiores.
Hay que aprovechar los exteriores.
Dejar el teléfono, la compu y la tele los fines de semana. Hacer planes sociales. Visitar o recibir visitas. Sacar la vajilla, las copas y el mantel de las ocasiones especiales. Volver. Marchar. Andar. Para protestar, celebrar, meditar o, simplemente, disfrutar.
Regresar, por fin, a las canchas. Organizar asados. Recorrer las librerías. Disfrutar los cielos. Ver a la gente pasar. Retomar los cotidianos actos de amor en las calles. Sí. Los hay. Y son tantos. Planear vacaciones. Ir a bailar salsa, rock o tango. Las milongas intentan florecer.
Una abuela que besa y estruja a la nieta que no vio durante tantos meses. Una pareja que, después de casi dos años, deja a sus hijos en casa para tener una salida romántica y sentirse novios de vuelta. La construcción de los recuerdos del porvenir.
La tranquilidad de haberse vacunado. La responsabilidad de saber que esto todavía no acaba. La desazón por testificar la devastación social traducida en una mayor y más evidente indigencia. La certeza de que no volveremos indemnes a eso que llamamos «nueva normalidad». Que tampoco nos convertimos en mejores seres humanos, como se especulaba con vano romanticismo en los albores de la pandemia. Que cargamos con un traumático lenguaje: coronavirus, cuarentena, aislamiento, controles, respiradores, distancia social, cierre de fronteras, barbijos, hisopado, contagios, restricciones, confinamiento, repatriación, varados, PCR, curvas, aplanar, Zoom, infodemia, aperturas, Delta, picos, descensos, vacunas; primera, segunda, tercera dosis; infectólogos, ciencia, alerta epidemiológica, inmunocomprometidos…
Pero hoy, sobre todo, a pesar de todo, están los abrazos recuperados.
La esperanza, muchas veces voluntariosa.
La sensación de que sobrevivimos.
Y de que seguimos. «
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