Un breve ensayo poético que reflexiona sobre el acto que le dio sentido a la vida de una de las autoras emblemáticas del siglo XX pero que es también una reflexión sobre la soledad, el dolor y la muerte.
Según Ítalo Calvino, “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Esto significa que no se agota nunca y que en cada época en que es leído se descubren en él sentidos que parecen aludir a las circunstancias presentes. Con frecuencia los clásicos son esos libros que nos hacen decir “parece escrito ayer” aunque desde su salida a la luz hayan pasado años o incluso, siglos.
Tal es el caso de Escribir, de Marguerite Duras, un libro breve en el que su autora, al hablar de la actividad que le dio sentido a su vida y que le permitió sobrellevar su desesperación, no solo habla de sí misma, sino que nos interpela como lectores porque también habla de nosotros mismos.
Escribir está acompañado de otros textos breves: La muerte del joven aviador inglés (se trata de W.J.Cliffe, a quien está dedicado el libro); Roma, El número puro, y La exposición de la pintura.
La tapa de esta nueva edición constituye por sí misma una invitación a la lectura. Sobre un fondo negro se ven las manos de Duras en primer plano, unas manos de mujer grande, con las pecas que salpica el tiempo y una multitud de anillos que dan brillo y colorean a esas manos que escribieron con tinta sobre cuadernos y teclearon en viejas máquinas de escribir los dolores de una vida solitaria, reconcentrada, marcada por una infancia sin caricias y por la muerte de un hijo, los estragos de la Segunda Guerra Mundial, un esposo en un campo de concentración.
Escribir se publicó originalmente en 1993, tres años antes de la muerte de la autora ocurrida el 3 de marzo de 1996.
Afortunadamente, hoy los géneros literarios no tienen la fuerza dictatorial que detentaron en otros momentos, por lo que los textos inclasificables no producen inquietud, ya que la hibridez no está penada por la institución literaria. Aunque suele decirse que Escribir es un ensayo, también, afortunadamente, es muchas otras cosas: un libro poético, un testimonio, una autobiografía, una reflexión sobre la escritura que reflexiona también sobre temas mucho más amplios…
Si Virginia Woolf reivindicó el derecho de tener “un cuarto propio” para escribir, a Duras le fue necesaria la soledad que solo podía brindarle una casa propia que compró con el dinero de un premio recibido por su labor literaria. “Ahora sé –dice apenas comenzado el texto- que he estado diez años en la casa. Sola. Y para escribir libros que me han permitido saber, a mí y a los demás, que era la escritora que soy. ¿Cómo ocurrió? Y, ¿cómo se explicarlo? Sólo puedo decir que esa especie de soledad de Neauphle la hice yo, fue hecha por mí. Para mí y que sólo estoy sola en esta casa. Para escribir. Para escribir no como lo había hecho hasta entonces. Sino para escribir libros que yo aún desconocía y que nadie había planeado nunca. Allí escribí El arrebato de Lol V. Stein y El vicecónsul. Luego, después de éstos, otros. Comprendí que yo era una persona sola con mi escritura, sola muy lejos de todo.”
En este clásico de clásicos, hay un pasaje que es en sí mismo un clásico. Se trata del párrafo en que está mujer que conoció a la muerte de cerca, que participó de la Resistencia Francesa, que fue víctima de los dolores de la Guerra, se conmueve por la muerte de una mosca en la despensa de la solitaria casa en la que escribe. Deja registro por escrito ese deceso para que esa muerte exista y para que ese pequeño ser alado deje de ser simplemente “una mosca” para ser “la mosca”, alguien con sus propias características, no un ser anónimo entre miles de seres aparentemente iguales. Ese pasaje sobre la muerte de un insecto es, en realidad, un pasaje sobre la vida, una reivindicación de todas las vidas por pequeñas que éstas sean, aunque ante los ojos soberbios de los seres humanos una mosca no sea más que eso, una mosca, y su muerte solo provoque indiferencia.
Solo la magnífica escritura de Duras puede convertir la agonía de un insecto en una escena insoportable, angustiante, que dejará marcado para siempre al lector: “Y fue en aquel silencio, aquel día, cuando de repente, en la pared, muy cerca de mí, vi y oí los últimos minutos de la muerte de una mosca común. (…) Estaba sola con ella en toda la extensión de la casa. Nunca hasta entonces había pensado en las moscas, excepto para maldecirlas, seguramente. Como usted. Fui educada como usted en el horror hacia esa calamidad universal que producía la peste y el cólera.”
Y otra vez acude el nombre de esa otra mujer, de Virginia Woolf, que escribió La muerte de la polilla, un ensayo sobre la vida diminuta. En un hermoso y reciente libro de Clara Obligado, Todo lo que crece, y que también circula en esa zona ambigua entre la poesía, la autobiografía y el ensayo, la autora reflexiona, como Duras, sobre la muerte de una mosca y concluye que nos resulta muy fácil asistir con indiferencia a la muerte de los seres que no son como nosotros. En los tres casos, esas tres muertes diminutas son un llamado a enfocar la vida con un criterio más amplio y compasivo saliéndonos de nuestra omnipotente centralidad en la escala zoológica.
Escribir, parece decir Duras al igual que las otras dos autoras, quizá no sea más que abrir nuestra capacidad de recepción ante lo minúsculo, lo que casi invisible, lo que nadie ve o no de detiene a observar porque tiene el criterio previo de que hay muertes importantes y otras que no lo son. Hasta en la muerte existen las diferencias ya sea por razones sociales o por otro tipo de prejuicio que nos ponen anteojeras ante el dolor ajeno.
Cada línea de Duras reafirma su vigencia de clásico y en cada una de ellas nos advierte sobre el peligro que entrañan las palabras. Ella se detiene, particularmente, en una palabra tan aparentemente inofensiva como “pureza”. “La “pureza” de sangre alemana –dice- ha sido la desgracia de Alemania. Esta misma pureza ha hecho asesinar a millones de judíos.” Este párrafo resuena de manera particular en la violenta Argentina de hoy advirtiéndonos que las palabras de odio son acciones de odio. Como bien lo estableció la lingüística pragmática, también se pueden “hacer cosas con palabras” porque estas siempre tienen una dimensión performativa.
La reedición de Escribir permite releer o leer por primera vez el texto de una autora singular que, aunque parezca increíble, no podía leerse más que en un libro prestado, en una biblioteca, en una fotocopia o quizá explorando la selva de Google en busca aunque sea de un párrafo. Escribir demuestra que escribir –valga la repetición- es una forma de pensar el mundo.
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