Recuerdos de la infancia

Por: Alejandra Jalof

En Fotosíntesis (Paradiso), Alejandra Jalof propone miradas ágiles pero punzantes, en narraciones que intentan construir una singular relación con el pasado en clave de placer, el dolor del deseo y las heridas de las cuestiones que nunca se dejan atrás. Tiempo publica tres de esos 37 relatos.

CONJUGACIONES

La gran revelación de los cinco años fue que los reyes magos existían. Del mismo modo estaba convencida de que mamá mintió cuando me dijo que papá había muerto. Cuando le preguntaba si Dios existía ella contestaba:

–Es incomprobable. Para los que tienen fe, sí.

Quedaba claro que la existencia dependía de lo que cada uno creyera. Yo tenía un ritual de señales. Si encontraba el frasco con las hojas y el bicho que había escondido en el viejo ropero, confirmaría que papá estaba vivo, y resultó que lo había encontrado.

Mamá propuso seguir insistiendo sobre el tema en la plaza. Yo arrastraba las suelas contra las piedras rojas haciendo ruido para no escuchar lo que decía. El propósito era didáctico:

–La muerte no ha cambiado el curso de las cosas –dijo.

Deduje que eso se debía a que esa muerte no había ocurrido porque de ser así el mundo se hubiera derrumbado. Elegí el banco frente a las hamacas para no tener que mirar a mamá.

–Es obsceno. La muerte no tiene que ver con lo que termina sino con lo que no se detiene .

Pensé en la rareza de la palabra “Obsceno”, me sonaba mitológica y a la vez familiar. Recordé la historia del navegante obligado a luchar contra el monstruo de un ojo, Polifemo, “obsceno” sonaba parecido.

Recordé un sueño que se repetía. Subía una escalera. Llegaba a una terraza con el piso de alquitrán fresco. Si lograba despegar los pies del piso podría volar.

–Conseguime otro papá, le dije con tal de que dejara de hablar.

–Voy a hacer lo posible pero no puedo prometerlo.

Otra vez mentía, lo estaba prometiendo.

Mamá suspiró aliviada, supuso que yo había compren­dido la realidad de la muerte. Ese era el objetivo de la saga en la plaza. La psicóloga del colegio a la que mamá con­sideraba banal y “retardada” le había sugerido un lugar al aire libre y lleno de vida para hablar del tema. Se estaba haciendo de noche. Cuando las hamacas y los árboles desaparecieron, los faroles, de pronto, los trajeron de vuelta. Otra señal.

Mamá hablaba como sonámbula mientras yo recordaba mi sueño. Intenté despegar los pies de ese alquitrán verbal para salir volando y le pregunté:

–¿Qué pasaría si vos te morirías?

–No se dice moriría. Se dice muriera o muriese, contestó mientras me abrochaba el tapado.

Dos años después, cumplió su no promesa y apareció Rómulo en nuestra sintaxis familiar.

EL GLOBO ROJO

La gata desapareció antes de que muriera papá. Salvo mi abuela nadie interpretó eso como una señal.

Al tiempo mamá abandonó su habitación con unos anteojos oscuros y me dijo que iríamos al cine. Cuando salimos a la calle se dio cuenta de que había llegado el otoño y volvimos a buscar abrigos.

–¡Dios! gritó cuando abrió el ropero. Parece que la gata tuvo cría acá adentro. Antes de desaparecer, su cuerpo flaco había empezado a redondearse.

Mamá metió la mano y la sacó rápido como si el interior quemara. Algo se le había enganchado a la mano, unas pantys color carne que chorreaban un líquido pegajoso y vital. Las usaba tu padre para teatro, dijo sosteniendo con dos dedos ese raro emblema paterno.

Mamá sacaba las cosas sin mirar, como de un bolillero. La ropa y objetos de los muertos empezaron a amontonarse en el piso y la cama. A un costado paradas en posición de firme puso las botas que el abuelo usaba para cabalgar en el monte soñando en que alguna vez podría entrar al ejército en lugar de trazar mapas para el Instituto Geográfico Militar. Estaba también el rebenque con el que daba golpecitos a un caballo viejo para que caminara. Me intimidaba la imagen, sabía que en una oportunidad lo había usado cuando mi tío Jorge a los nueve años puso en marcha y chocó uno de los camiones que usaban para las expediciones en el litoral. Recordaba que en el congelador de la casa de mi abuelo había unas botellas de aguardiente que se preparaba él mismo y mi abuela solía esconderle.

Mamá decía que este era un país de “indios católicos” sin asociar que su padre era un criollo de piel cetrina que paseaba su biblia cuando salía con la tropa a trazar mapas. Ella prefería describirlo como prusiano.

Cuando sacó el pequeño delantal a cuadros recordé vagamente un animal de ojos amarillos acorralado mostrando los colmillos.

–Tenías puesto este delantal –contaba–. Era de noche y te estaba dando de comer en una silla alta. No querías, yo trataba de meterte la punta de la cuchara entre los dientes para que abrieras la boca y vos movías la cabeza a un lado y al otro, hacías tambalear la silla y la comida salpicaba la pared. La gata estaba debajo de la mesa y empezó a refregarse en mis piernas, vos le tiraste la cola hacia arriba, ella se puso furiosa y me mordió el talón. Tengo la marca –dijo– pasándose el dedo por la cicatriz. Vos te matabas de risa.

Con cuidado desembaló una caja con un cartel que decía “Barcos”. Cuando se casó mi tío Jorge su mujer le pidió que dejara los juguetes en casa de sus padres. Ofendido guardó todo en una caja y la dejó en el fondo de ese ropero sin decirle a nadie. En verdad allí estaban los inicios de su vocación como marino. Después de los azotes del padre, había renunciado a los camiones del ejército. Pacientemente armó esas fragatas de piezas mínimas hasta poder subirse a una verdadera.

Una vez que mamá sacó todo y puso fin a las anécdotas, encontramos el lugar donde estaba la gata con sus crías. Por alguna razón no se decidía a sacarla. Recordó que teníamos entradas para ver El globo rojo. Puso dentro del ropero una frazada vieja y entrecerró la puerta.

En el camino me adelantó el argumento que resultó más largo que la película. Al parecer, el protagonista era hijo del director que escribía teatro igual que papá. Cada vez que lo nombraba la conversación se interrumpía y el silencio parecía eterno. Luego continuaba como si nada.

Las películas que ella elegía nunca coincidían con las de dibujos animados que veían los otros chicos. Repetía que las de Walt Disney eran reaccionarias y sensibleras para que la gente llorara a moco tendido y eso no tenía nada de bueno.

Cuando bajábamos del colectivo en la calle Corrientes los carteles gigantes tenían luces de neón que enmarcaban fotos de los personajes que hacían llorar. Los cines a los que iba con mamá estaban en las calles paralelas a las avenidas. Eran sótanos oscuros sin vendedores de golosinas. Los programas impresos con letras mínimas contaban toda la historia igual que mamá.

Me senté en la butaca dura dispuesta a dormirme ni bien comenzaran los títulos. La película me confundía, por momentos pensaba que yo era ese chico acompañado por un globo. A veces sentía que era el globo siguiendo a otro en su soledad. Cuando se encendieron las luces yo intentaba disimular las lágrimas mientras mamá se las tragaba. Al final todas las películas producían lo mismo, o quizás fueran distintos tipos de lágrimas.

Fotosíntesis

Di vuelta la página del álbum y me fui borrando en las sierras de Córdoba tomada de las orejas desproporcionadas de un burro inmóvil. En la siguiente mis padres están abrazados en una pose de los años sesenta. Él tiene anteojos de marco grueso y saluda a la cámara con una pipa en la mano. Ella con malla enteriza y un turbante improvisado tiene la pierna derecha levemente adelantada. Sonríen.

En otra página me esfumo disfrazada de Geisha dentro de un kimono de seda traído por mi tío Jorge de algún viaje en ultramar. De las mangas bordadas salen los dedos minúsculos que sostienen el cuenco como una ofrenda. Un crisantemo enorme cuelga sobre mi cara.

En la foto siguiente apoyo la mejilla en la de mamá que tiene un peinado alto, recogido sobre la nuca, las dos ensayamos una sonrisa cinematográfica que se desdibujaría a los pocos meses. Pienso que debería existir un tiempo verbal para el futuro inminente. La imagen se borra. Recuerdo la dureza gramatical con la que ella me comunicó que papá había muerto. Confirmé que cuando se aprenden a conjugar los verbos se pierde la inocencia.

Salteo dos páginas, mi tío está vestido de uniforme azul en una iglesia llena de crisantemos como los de mi disfraz. Peinado hacia atrás mostraba una rigidez desconocida. A su lado, inmóvil como aquellas flores, una mujer de gasa blanca. Un presagio. El mismo día que él se casaba yo deliraba de fiebre sin poder asistir a la ceremonia ni a la foto.

Al dar vuelta la página estaba trepada a una pared. La abuela me sostenía el tobillo. Detrás de la sonrisa forzada, amenazas, premoniciones: Te vas a matar. Yo había sobrevivido a todas.

Entremezclados, el animalario familiar. Gatos rescatados, peces inciertos, la tortuga Paf!, un hámster que el tiempo demostró que era un cobayo y un perro. No era el ciego de mi abuela ni el que me mordió en la plaza. Era Lassie recortada de una revista.

Las fotos escolares que hubiera preferido quemar reflejaban mutaciones descontroladas. Con el delantal de los seis, sin los dientes de adelante, la de los once con el lazo que no lograba marcar la cintura ni disimular los pechos incipientes. La vincha azul no dominaba la pelusa de la frente. Composiciones de la vergüenza que como un marco flúo resaltaban lo que yo trataba de ocultar.

Mamá y la abuela le hacen a Rómulo un lugar en la foto. Mi nuevo padre sonreía forzado.

Las ocurrencias de Rómulo tenían un efecto sombrío en mamá.

Cuando le sacó la foto en el baño ella se maquillaba para una fiesta, intentaba delinearse un ojo con la cara pegada al espejo. En puntas de pie yo seguía el trazo. A Rómulo le habrá parecido una toma encantadora. Rómulo disparó, la línea negra se diluyó en el interior del ojo y mamá insultó en lengua satánica: ¡Caracho!

Rómulo hizo revelar el rollo, mamá rompió la foto, él la sacó de la basura y la guardó entre sus cosas. Después de su muerte, mamá pegó los pedazos con tela adhesiva y la pegó en el álbum.

A la edad de la mutación del espejo, me costaba reconocer un cuerpo que no parecía el mío. El fotógrafo del boliche me había sacado más alta y delgada gracias a los pantalones patas de elefante que cubrían las plataformas. El cinturón ancho caía con fingida despreocupación sobre la pelvis. Había descubierto otra noche. La de planicies verbales, lejos del tormento lingüístico de mamá. A la mañana no había guerras contra el desmaquillante. Las ojeras de rímel me llegaban a los pómulos. En el colegio las amonestaciones recorrían el vestuario indebido. Arrastraba los cordones hasta el banco y trataba de dormir las pesadillas hasta la noche siguiente. Me desperezaba a la hora de trazar la línea negra sobre el párpado. Castigada, esperaba que mamá se durmiera y trepaba la ventana con un libro en la cartera, un talismán, Materialismo y revolución. Exhalando una nube de humo que no tragaba subía al auto que rugía en la puerta.

En otra foto estoy tirada en el pasto un día de la primavera. Era un predio cedido al centro de estudiantes. Allí se dirimía el futuro de la nación y del mundo. El menú de militancias se me ofrecía como una bandeja de canapés hasta que sacaba a relucir el anarquismo familiar.

–Soy atea. Así justificaba mi indiferencia por las cuestiones del mundo más allá del último descalabro amoroso.

En una foto sentí el perfume. Era la época de las flores blancas. El vestido suelto sugería el embarazo, la tiranía de salud, alejada de los venenos del mundo. La militancia en el orden del yoga y el jazmín. El tabaco, y el alcohol proscriptos, las grasas y el azúcar moderados.

En la foto siguiente estoy con Laurita en brazos, un año después, con Florencia.

La cronología continúa en el patio de la glicina. Las chicas juegan con mangueras en una pileta improvisada. Yo ordeno los papeles del divorcio mientras respondo preguntas incómodas sobre el destino de todo eso. Les prometo una felicidad en palabras que se me anudaban en la garganta. Mientras frotaba con la toalla la conclusión indiscutible de Florencia. “No importa porque hoy mañana va a ser ayer”.

En las fotos siguientes, con el hombre de aquel mañana y con Facu recién nacido.

Luego distintas vistas de otro lado del océano

En la iglesia de San Marcos una solera a rayas y migas en las manos. Un escuadrón invisible de garras me picotea los brazos y el pelo. La sonrisa del dolor.

Otro cruce oceánico. En Toledo, un patio soleado donde leo en un libro los secretos entre Isabel I y el inquisidor Torquemada. El museo de la tortura y sus no tan antiguas maquinarias. Poleas que levantan los cuerpos, planchas de madera con tientos que los estiran y el tormento del agua que todo lo silencia. Recordé un chiste que repetía mi tío Jorge: Si te portas mal, te cuelgo de los pulgares.

Esa noche sueño que tengo sangre en las manos. No siento dolor. No es mía esa sangre.

La última foto cayó del álbum con la levedad de un cuerpo que flota en el agua. En una playa crepuscular la orilla es un filo de plata. Los pescadores se alejan meciéndose con la corriente suave. Al desenfocar la imagen sus barcas se hicieron infinitas manchas sobre la superficie quieta del mar.

Alejandra Jalof nació en Buenos Aires, es psicoanalista y escritora. Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis. Fue docente en la Facultad de Psicología de la UBA, publicó numerosos artículos y ensayos en diarios y revistas de Argentina. En la actualidad se dedica a la práctica clínica y colabora con Página12 y la revista Ñ. Este es su primer libro de cuentos, tiene una novela en preparación.

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