La pandemia vino a manifestar de manera brutal y trágica una realidad, que se venía consolidando en las ultimas décadas, en especial en Occidente. Se intentó impulsar la certeza de que el mundo sería regido, de aquí en más, por el libre mercado, que todo lo solucionaría, la ambición personal, el lucro irrestricto, la voracidad empresarial sin límites y la convicción de que el Estado era una molestia para el funcionamiento virtuoso de la economía y la actividad social. Eso trajo aparejado una brutal ofensiva sobre lo que habían acumulado los estados a través de los años con el esfuerzo de su población. Y sobre los derechos conseguidos en miles de batallas de nuestros pueblos. Se privatizó de modo despiadado, rematando a precio vil empresas estratégicas. Los servicios esenciales pasaron a ser operados por empresarios con voracidad infinita y permitida por gobiernos cómplices. Se debilitó la salud pública y la educación, y no solo por las ganancias descomunales, sino para ir consolidando la desigualdad que trepó a cifras escandalosas.
El modelo hizo estragos en América Latina. Se abrió la economía: hundió la industria nacional que no podía competir en igualdad de condiciones con la de los países centrales o con el dumping o bajos salarios de economías orientales; destruyó los mercados internos, empujó a millones a una economía informal; se atacó a las organizaciones populares, en especial los sindicatos, para hacer retroceder los derechos laborales y bajar los salarios, con la amenaza de la desocupación.
Se desreguló la actividad financiera y se la complementó con un endeudamiento desproporcionado, solo útil para los grupos financieros, fugadores de divisas y buitres. Se condicionó a futuros gobiernos a disponer su presupuesto para pagar deuda, en desmedro del gasto social. A partir del año 2000 se dio en nuestra región el ascenso de varios gobierno populares que trabajaron para revertir esa situación, con buenos resultados, pero la matriz económica requiere mucho tiempo para ser modificada y la contraofensiva de la derecha varió esa tendencia.
¿Cómo estamos tras años de neoliberalismo, y a pesar de los logros de algunos gobiernos? Oxfam informó que en América Latina las 32 personas más ricas poseen la misma riqueza que el 50% de las más pobres. Al mismo tiempo, el 10% con más dinero en la región acapara el 70,8% de la riqueza y el patrimonio y el 1% posee el 41% de la riqueza. De seguir con esta tendencia, advierte que en el 2022 el 99% de la población tendría que repartirse el 49% de la riqueza de la región ya que el resto estaría acaparado por el 1 por ciento.
Para graficar, veamos las proporciones de las riquezas personales de algunos latinoamericanos. En México uno de los hombres más ricos del mundo, Carlos Slim, tiene una fortuna similar al 10% del PBI de su país. Una sola persona en un país con 44 millones de pobres. La familia del ex presidente Macri se encuentra entre las 20 fortunas de Argentina. El chileno Sebastian Piñera tiene la cuarta riqueza en un país que exploto por la insoportable desigualdad. Otros primeros mandatarios multimillonarios: los recientes ex presidentes Juan Carlos Varela (Panamá), Horacio Cartes (Paraguay) y Pedro Pablo Kuczinsky (Perú) y al actual Jovenel Moise (Haití).
Es muy evidente quienes se enriquecieron y quienes padecieron. Ahora hay que pagar la crisis que desató la pandemia, pero que se venía gestando hace años. Es claro qué sectores deben pagar la crisis, y deben hacerlo con impuesto especiales que graven las grandes fortunas y las riquezas descomunales que consiguieron en estos años con el sacrificio y el empobrecimiento de la mayoría de la población.
En América Latina no hay que debatir qué se hace con la extrema pobreza: el discurso, muchas veces hipócrita será el mismo. Lo que hay que debatir qué se hace con la extrema riqueza. Y la economía se equilibra como el agua. Llegó el momento que aporten los que tiene fortunas escandalosas. No hay modo económico, ni aritmético en que los pobres sean menos pobres si los ricos no son menos ricos.
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