La editorial Anagrama rescata del baúl de los recuerdos "La carta de Joan Anderson", el santo grial de la generación beat que cambió para siempre las rutas de la literatura universal. Linda excusa para repasar vida y obra de un correcaminos.
El mito de Neal Cassady sigue ocupando un lugar privilegiado (aunque para muchos desconocido) en el podio de la cultura popular norteamericana y en la santísima trinidad beat, con Jack Kerouac y Allen Ginsberg. Porque fue su vida, y no su obra, la que lo convirtió en el prototipo beat por excelencia. Para Cassady, ser un literato era una empresa estéril, vivir en la especulación. Porque escribir implica pensar, descifrar, analizar, seleccionar, en definitiva: quietud, formas educadas de no ser, una ontología sedentaria para un hombre que encarnó la necesidad de andar, desplazarse, vaguear, conquistar nuevas fronteras; un nómade que sólo conseguía matar su dolor interior con el movimiento, y por eso Neal eligió la acción. Y aunque soñaba con ser escritor, Cassady entendía que su papel en las letras estaba detrás del volante de algún bólido motorizado.
Hace unos meses atrás, la editorial Anagrama rescató del baúl de los recuerdos y publicó «La carta de Joan Anderson», la misiva que Cassady le envió a Kerouac con fecha del 17 de diciembre de 1950: el santo grial beatnik que fundó el estilo desenfrenado y lleno de vida que el autor de En el camino imprimió a su literatura a partir de entonces, estilo que cambió para siempre las rutas de la literatura universal. Linda excusa para repasar vida y obra del correcaminos de la generación beat.
“Entre los cientos de criaturas aisladas que recorrían las calles de la parte baja de Denver, no había ni una sola tan joven como yo. Entre aquellos hombres tristes que se habían entregado, cada uno de ellos por sus propias razones, a la tarea de concluir sus días como miserables borrachos, sólo yo, como copartícipe de su forma de vida, representaba la única réplica de su propia infancia, a la que podían volver a diario la vista”, recuerda Neal en el comienzo de «El primer tercio«, el libro autobiográfico que constituye su único esfuerzo literario -publicado también por Anagrama hace ya varios años-, en donde relata los pormenores de sus primeras décadas de vida. Del libro sólo completó el prólogo y tres partes del primer volumen de su historia. El segundo y tercer tercio quedarían inconclusos.
Neal Leon Cassady era el tipo perfecto para la ruta porque de hecho había nacido en la ruta, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, camino a Los Angeles. “El alma de Neal siempre estuvo encerrada en un coche veloz, volando por la carretera”, decía Kerouac. Y ese detalle no es un hecho menor para entender la pulsión que Neal sintió por la carretera, durante su corta e intensa vida.
Listo y precoz, Neal creció junto a su padre –un peluquero ocasional y borracho permanente– en el Skylark, un andrajoso hotel de los suburbios de Denver. “Neal era hijo de un borracho miserable, uno de los vagos más tirados de la calle Larimer, y de hecho se había criado en la calle Larimer y sus alrededores. A los seis años solía comparecer ante el juez para pedirle que pusiera en libertad a su padre”, contaba su amigo Jack. Su infancia fue un infierno que tuvo a los reformatorios estatales como escenografía indeseada. La pasión por leer a Proust y Schopenhauer se mezclaba en aquellos años con su milagrosa habilidad para abrir autos ajenos, con los que después volaba por la ruta hasta la siempre dorada California.
Su familia era pobre, la gente del suburbio de Denver era pobre, todo el país era pobre durante la década del treinta. Con la preparatoria a medio camino, y sin un futuro asegurado, Neal deja Denver y consigue trabajo estacionando coches en Los Angeles. “El cuidacoches más fantástico del mundo; es capaz de ir marcha atrás en un coche a sesenta kilómetros por hora en un espacio pequeño, llevarlo marcha atrás hasta dejarlo en un espacio pequeñísimo, ¡plash!, cerrar el coche que vibra mientras él salta afuera”, envidiaba Kerouac (un pésimo conductor que tenía problemas para diferenciar el freno del acelerador).
Cuentan que su primer auto fue un Buick de 20 dólares, pero se calcula que durante su vida Neal llegó a robar más de quinientos. La historia se repite: ábrete, sésamo, robos, viajes, fiesta y vuelta al reformatorio. “He pensado y pensado. He estado en el reformatorio casi todo el tiempo. Era un delincuente tratando de reafirmarme: robar coches era una expresión psicológica de mi situación, un modo de expresarla. Ahora todos mis problemas con la cárcel están arreglados. Que yo sepa, nunca volveré a la cárcel. Lo demás no es culpa mía.”
Luego de otra corta temporada tras las rejas, donde había comenzado a escribir esas cartas de prosa rápida y agresiva de fluir neojoyceano, Cassady decide cruzar el mapa norteamericano y se instala en Nueva York con su quinceañera mujer, y a través de unos amigos conoce a Allen Ginsberg y a Jack Kerouac, la plana mayor de la futura Generación Beat. “Jack sentado con cara de poker / Neal iba doblando sobre el volante y adelantaba a todo el mundo / Neal no iba a menos de ciento ochenta cuando vimos una estrella fugaz”, dice la letra de la balada «Jack & Neal», del disco Foreign Affaire. Tom Waits homenajea a los dioses del kilometraje. Neal y Jack se trasforman en los valerosos navegantes del asfalto de Norteamérica (se calcula que recorrieron más de 39.400 kilómetros), y emprenden un viaje que representa la búsqueda de una identidad nacional, una genealogía del espíritu de todo un país. ¿Cómo había comenzado aquella aventura?
“Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a escribir.” Pero la pregunta se dio vuelta, y el que realmente le enseñó a escribir fue el famoso Dean. Dean no era James Dean (aunque dicen que era más guapo), Dean era Neal, Neal Cassady. La pregunta era para Sal, Sal Paradise, que tampoco era Sal Paradise, Sal era Jack, Jack Kerouac. Así se gestó En el camino, y así Cassady pasó a la inmortalidad como “esa afirmación salvaje de explosiva alegría americana. Un pariente occidental del sol”.
La fascinación de Jack por el alocado Neal creció intensamente en aquellos primeros meses en Nueva York, durante los cuales vagabundearon por Times Square y hacían payasadas al estilo ¡Los Tres Chiflados! Sí, cuentan que Jack y Neal corrían como locos por las calles para ir al cine a ver las aventuras de Moe, Larry y Curly, y después, durante las largas noches de be bop y benzedrina, imitaban como pibitos dementes los gags de los Stooges.
Todos admiran a Neal, al menos al principio («el Paul Newman de El Buscavidas», diría Lawrence Ferlinghetti). Durante aquellas primeras semanas, Neal se acuesta con Ginsberg y hechiza a Kerouac. Poco después, la empatía hizo que durante la temporada que Kerouac pasó en la casa de Neal en Denver, Jack se acueste con Carolyn Cassady, y en más de una oportunidad Neal propone que lo hagan los tres juntos.
Pero la relación se transformó en verdadera pasión cuando, en marzo de 1947, Neal, de regreso en Denver, le escribe a Kerouac las cartas que cambiaron el rumbo de la literatura. Kerouac dice que se trataba “de la más fantástica obra, mejor que nadie en América o, por lo menos, suficiente como para hacer que Melville, Twain, Dreiser y Wolfe se revolvieran en sus tumbas”.
“Neal es la persona más parecida a Dostoievski de cuantas haya conocido. Se parece físicamente a Dostoievski, juega fuerte como Dostoievski, tiene la misma opinión acerca del sexo que Dostoievski, escribe como Dostoievski. Yo he tomado de Neal mi propio ritmo de escritura”, confesaba Kerouac. Con sus cartas, Neal hacía pedazos la mentalidad racional y hogareña del futuro rey de los beats. “Escribir debería ser una cadena continua de pensamiento indisciplinado.” Y es que en sus kilométricas epístolas (con un promedio de más de 10 mil palabras apretujadas sin puntuación, párrafos o espacios en blanco), Neal despertó a Jack del letargo creativo en que vivía poco antes de escribir En el camino. “El proceso de escritura te obliga a una forma y debido a ello simplemente dices cosas en vez de sentirlas. Creo que habría que escribir, en la medida de lo posible, como si uno fuera la primera persona que habita la tierra y describiera humilde y sinceramente lo que ha visto, experimentado, amado y perdido, sus pensamientos fugaces y sus pesares y anhelos.”
Neal da la impresión de no parar nunca y siempre está listo para lanzarse nuevamente a la ruta. Sus andanzas y alter egos se reproducen como un virus beatificante en novelas y poemas de fines de los ‘50: será Cody Pomeray en Big Sur y Los vagabundos del Dharma de Kerouac; Hart Kennedy en Go de John Clellon Holmes y el ídolo clandestino del Aullido de Allen Ginsberg (“N.C., secret hero of these poems”).
Pero luego de la aparición de En el camino, en 1957, el fantasma de la cárcel lo hace detenerse en los boxes enrejados de San Quintín, por dos largos años. Cuenta que la policía antinarcóticos lo vigilaba día y noche (el gurú de la naciente contracultura era demasiado peligroso en las calles), y fue arrestado por dos agentes a los que intentó venderles algo de marihuana. Durante esos años, Neal pasaba el tiempo escribiendo cartas a su esposa Carolyn, textos que fueron editados como Grace Beats Karma, Letters form Prison (City Lights Books). “La mía ha sido la historia de un hombre echado a rodar”, tatuó en misiva.
En los ’60, mientras Kerouac caía en el alcoholismo, Neal comenzó una nueva serie de andanzas por la carretera, esta vez con el joven novelista Ken Kesey como partenaire. Aunque a veces actuaba como si se sintiera orgulloso de ser una leyenda viviente, lo cierto es que en otras ocasiones llegó a decir que odiaba intensamente el personaje del eterno rebelde. Para mitad de la década, Cassidy comienza a seguir las teorías de Edgar Cayce, un místico de californiano que trataba de demostrar científicamente la reencarnación, y decide quedarse con su eterna Carolyn en Los Gatos, un suburbio cercano a San José, trabajando en el ferrocarril.
Sus últimos años los pasó de aquí para allá, como siempre, nomadismo que lo llevaba de San Francisco a Nueva York y de México a Denver. El último capítulo de su vida. Después de una noche de fiesta salvaje, durante el invierno de 1968, Neal muere cuando vagaba por los rieles desiertos del ferrocarril, en una desolada meseta de San Miguel de Allende. Una sobredosis de barbitúricos lo hizo volcar y perder la carretera para siempre. Una muerte polvorienta y agitada, en su propia ley. Un año después, en San Petersburgo, Florida, la cirrosis despistó también a su compañero Kerouac. “Ahora todo pasa por el dinero y las apariencias, por la ropa y lo que se compra, y a nadie le da vergüenza ser superficial. A menudo le doy a gracias a Dios porque Neal y Jack no vivieron lo suficiente para ver qué fue de sus sueños”, dijo en una entrevista Carolyn Cassady, antes de morir en 2013.
“Jack sentado con cara de poker/ Y Neal cantaba algo a la enfermera bajo la luna de Harlem / Y puedes jurar que a pesar de todo pronto estaremos en California”, cerraba su balada Tom Waits en el final del camino.
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