Había que pasarse un rato que lleva seis décadas honrando al Che, desmenuzando los discursos de Fidel, venerando a tanto gestor popular o anónimo del proceso cubano, insultando por tanta agresión externa, enorgulleciéndose por la resistencia, intentando comprender la realidad con todos sus matices, interpretando su libertad…
Debía suceder Bahía de los Cochinos, la campaña de alfabetización, la guerra del Chaparral, la crisis de los misiles, el apoyo soviético, las sucesivas crisis económicas, la primavera con Kirchner, CFK, Lula, Evo, Chávez, Correa, el Pepe. Las aperturas, las contradicciones. Medio siglo repiqueteando frases revolucionarias, sintiendo el ardor de la soledad de la isla ante una región que sólo acompaña por espasmos. La medicina y la educación, la mística y la resistencia, el bloqueo y la apertura. Otra vez, desde aquel ejército popular hasta estos días de Raúl y Díaz Canel…
Décadas, contagiándose el ritmo de Carlos Puebla al son de guarachas y guajiras. Escuchando a Pablo y a Silvio, y sus memorables Obras. Volver a preguntarnos “hasta dónde debemos practicar las verdades”. Lagrimeando por enésima vez cuando detrás de un dulce rasgueo nos cuentan que “aunque el llanto es amargo, piensa en los años que tienes para vivir, que mi dolor no es menos y lo peor, es que ya no puedo sentir”. O revoleando las banderas cuando nos gritan: “Amo esta isla, soy del Caribe”.
Tantos años leyendo a Padura y su visión crítica; hurgando en las palabras de Guillen, en las filosas cavilaciones de Martí, en lo maravilloso que nos contaba Carpentier. Tanto tiempo recordando aquella conmoción ante la imagen guevareana en la Plaza de la Revolución, la caminata por el malecón, el sabor crispado de su incomparable ron dorado, los autos de película, llas playas, su intactos rincones del siglo pasado, su ciencia del siglo del futuro. Su gente pasional, convencida, heroica. El embriagante tonito caribeño…
Esa Cuba surtidora de extraordinario debate ideológico entre cafés y ginebras compartidas en infinitas madrugadas. Las interminables porfías dialécticas y de otra especie con los cumpas de la Fede. El recuerdo de aquellas campañas del café. El odio a mucho gusano malnacido. Tanto intento de explicar a hijos y nietos propios esos significados que parecen arcaicos, imaginando cómo los propios cubanos le hablan a sus hijos y nietos para defender lo que tanto costó…
Como lucir esa campera blanca y roja igual a la que alguna vez usó el Comandante, con la banderita con el triángulo rojo, la estrella de cinco puntas y las barras azules que se transportan al infinito. Tantas horas prendiendo esperanzas a la quimera. Mirando incansablemente esa imagen de Korda que se hizo símbolo de lucha, infinitas remeras, implacable revitalizadora de ilusión…
Tanto revivir utopías escudriñando la isla, para que un desvergonzado que llegó a ser presidente de la Argentina nos venga a dar lecciones de dictadura. La tentación de referirse a sus dichos sucumbe ante la realidad de su propia vacuidad.
Sí, también había que pasarse 13 años de gobierno de Evo Morales transformando profundamente la realidad de Bolivia, la conformación del Estado plurinacional y su moderna constitución. Había que pararse ante las multinacionales, nacionalizar los recursos, fomentar la ciencia y tecnología, darle acceso a la salud y la educación a millones de bolivianos de todas las etnias, de todas las pobrezas…, para que un gobierno corrupto y despiadado enviara armamento para asesinar y masacrar a los que peleaban por su propia democracia.
Como había que pasarse casi 500 días de pandemia, llegar a más de 100 mil muertos que son muchísimo, y 4,7 millones de contagiados, lo que da escalofrío. Quedarse en casa, cuidarse puntillosamente, sufrir por no poder ver a nietos, a amigos. Esperar la vacunación como una gracia divina. Complacerse cuando la salud está por encima de la economía, apoyar con fruición la reconstrucción de un sistema de salud que con malicia de clase destruyó el anterior gobierno y comerse las uñas porque ellos se lanzaban con impudicia a las calles, apropiándose de una forma de exteriorizar amor o protesta, propia de las clases populares. Bancándose errores serios de gestión oficial (incluso por benevolencia con la oposición despiadada) en función de ayudar a pasar lo mejor posible la peor pandemia del mundo contemporáneo. Sufrir porque se contagiaba gente muy querida, tener que despedir con el corazón desgarrado a tantos otros.
Había que soportar semejante flagelo para que éstos pelafustanes se regocijen y jueguen con la muerte; que según su conveniencia y su avaricia denostaran la vacuna, la pandemia, que se opusieran a cualquier medida con impudicia y que finalizaran enrostrando toda su crueldad, con una tapa negra y otra acorde a esa misma campaña opositora cargada con una miserabilidad inusitada.
Dicen que el tiempo todo lo redime. Tanta evidencia parece arrastrar al tacho esa máxima. Porque, además, en la otra vereda hay un caudal descomunal de ferocidad, perversidad, impunidad, desvergüenza. La mañana es luminosa. Y otra vez la púa reproduce, entre la fritura, la frase contundente: “Ojalá que la tierra no te bese los pasos”. En el párrafo siguiente reafirma, inolvidable: “Ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve…”
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Excelente artículo, felicito al autor.