Primero hay que destacar que el Frente de Todos perdió votantes. Solo 71% fue a votar -la participación más baja en 20 años- y los estudios basados en encuestas e inferencia estadística electoral señalan que la mayoría de los empadronados que se quedaron en casa habían votado por la fórmula Fernández – Fernández. En cambio, el caudal de votos de Juntos se mantuvo relativamente estable, y eso le permitió quedar en primer lugar. Si sumamos a esto que los votantes del oficialismo en 2019 tenían demandas socioeconómicas insatisfechas -inflación, empleo, salarios- surge que al Frente de Todos se le planteó un problema con su electorado. Antes que confrontar con la oposición, el oficialismo tiene que reconquistar a aquellos que lo eligieron en 2019.
Lo segundo, y relacionado con lo anterior, es que el oficialismo no dio lugar al debate interno. Y eso fue un error que le costó caro. Una forma de lidiar con el malestar de los propios es abrirse a la discusión. ¿Por qué el Frente de Todos impuso la regla de las listas únicas y los candidatos a dedo, cuando era evidente que su núcleo duro estaba desmotivado? La estrategia de Juntos por el Cambio fue más inteligente: permitió la competencia, se abrieron las puertas a dirigentes que antes no estaban -Manes, López Murphy, Losada- y dirimió todo eso en las PASO. La unidad de listas que sirvió para enfrentar a Cambiemos en 2019 no aplicaba al contexto actual.
Tercero, el oficialismo sigue sin resolver su baja implantación en provincias clave. Córdoba dejó de ser un “territorio hostil”, como lo llamó Alberto Fernández, y se convirtió en un impedimento para ganar elecciones nacionales. Obtener solo uno de diez votos positivos en el tercer distrito más grande del país no es sostenible para un frente con aspiración a obtener mayorías en un sistema como el nuestro, que elige presidente en forma directa.
Por delante, lo que le espera a Alberto Fernández hará que pronto se olviden los pormenores del 14 de noviembre. El gobierno que recibe el shock electoral es el mismo que debe liderar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, con el acuerdo de la oposición, y negociar un plan de pagos razonable o al menos posible para un país como la Argentina. Casi todo el oficialismo está detrás de ese objetivo, pero con la salvedad que no depende de un programa que ahogue el crecimiento argentino, ni signifique hipotecar la representación política del peronismo. ¿Cómo pagar 45 mil millones de dólares en solo diez años, como pide el FMI, sin asfixiar a los argentinos?
2021 cierra con números mejores a los previstos, y la pregunta central a partir de hoy es cuánto crecerá la Argentina en 2022. Los diferentes modelos de acuerdo inciden en el cálculo final. Lo que Guzmán intenta vender, tal vez con poco éxito, es que Argentina necesita reducir la carga de los pagos para generar las condiciones de cumplimiento a largo plazo. Mientras tanto, lo que aparece en el horizonte como ingrediente nuevo es China. La República Popular no quiere que Argentina rompa con el FMI, pero puede estar interesada en mantener otro tipo de relación con una Argentina agobiada por los vencimientos de la deuda. Concretamente, que la Argentina y China comiencen a comerciar en yuanes, lo que afianzaría los lazos económicos entre los dos países por fuera del dólar. Esto ya se probó en relaciones bilaterales asiáticas, tiene aristas atractivas para los dos países, pero tal vez no agrada demasiado a los Estados Unidos. ¿Washington estaría dispuesta a mejorar las condiciones de la Argentina ante el Fondo, con tal de evitar una audacia geopolítica de ese tipo? Argentina deberá averiguarlo por sus medios: hay que aprovechar la competencia entre las potencias dominantes de la economía global.
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