Pasaron seis años desde aquel reclamo. Si en ese momento parecía que la conducción sindical ralentizaba al movimiento social, ahora se puso a la cabeza y le da cauce, constituyéndose en factor aglutinador de los sectores que enfrentan el ajuste de Milei.
Es cierto que la representatividad de las organizaciones sindicales es acotada porque sólo involucran a la mitad de los trabajadores de nuestro país (10 millones aproximadamente), que son los que tienen un trabajo formal en relación de dependencia. También es cierto que, por distintos motivos, la valoración social de los gremios se debilitó durante las últimas décadas. Pero, aún con esas limitaciones, no existen organizaciones representativas de la sociedad civil tan masivas y determinantes como los propios sindicatos.
De los 10 millones de trabajadores formales, alrededor de 9,5 millones trabajan bajo las normas y los salarios de convenios definidos por sindicatos (en conjunto con las representaciones empresarias). A su vez, casi 4 millones están afiliados a un gremio. Y tan importante como estos números, las expectativas sociales siguen puestas en ellos. No sólo los propios trabajadores sindicalizados esperaron su decisión de convocar al paro y la movilización para unirse y expresar su descontento con el gobierno actual. También hicieron lo propio y se sintieron parte una importante cantidad de ciudadanos que están por fuera de la cobertura gremial: trabajadores independientes, profesionales, miembros de la cultura, de la ciencia, incluso sectores patronales (vinculados fundamentalmente con la pequeña empresa). Y los trabajadores de la economía popular, que se consolidaron como un actor social de peso y vienen convergiendo de distintas maneras con las propias centrales sindicales.
La capacidad de los sindicatos de incidir en la agenda política es determinante. Por eso las reformas de flexibilización laboral impulsadas por los partidos de derecha atentan directamente contra ellos, ya sea limitando sus actividades o restringiendo su financiamiento. Lo hizo Temer en Brasil con la Reforma Trabalhista de 2017 y luego lo profundizó Bolsonaro. Lo había hecho Trump en Estados Unidos. En Europa son múltiples las experiencias. Y el gobierno de Milei sigue exactamente ese camino: el DNU limita el derecho a huelga, debilita la protección de los representantes gremiales en los lugares de trabajo y restringe el financiamiento de las organizaciones sindicales.
Entre el “poné la fecha” que las bases habían reclamado en 2017 y la actualidad parece haber habido una vuelta de página. En ese entonces los sindicatos aparecían por detrás del reclamo social, casi ralentizándolo. Hoy le dan cauce y lo encabezan. Así están constituyéndose como el factor aglutinador y el más dinámico de amplios sectores que no quieren ver vulnerados sus derechos ni costear la crisis con su sacrificio.
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