Pulgar a fondo con el Scalextric

Por: Nicolás G. Recoaro

La pasión por este juego cumple 60 años y no pasa de moda. Un pequeño universo rápido y furioso, en rigurosa escala 1:32.

En aquella época los pibes todavía jugaban con autitos. El pequeño Alberto Marcolongo no era la excepción. «Uf, tenía pilas: los Dinky Toys, los Solido, todos de colección. Aunque no parezca, soy de una era anterior al Scalextric, de tracción a sangre. No se imagina lo que fue cuando llegó al país, a principios de los ’60, ¡una revolución!», recuerda Marcolongo, ya maduro, en las entrañas de AÑEslot, el templo pagano del automodelismo nacional que conduce desde el año 2004. Su vínculo con los bólidos, sin distinción de porte, viene aceitado en su ADN. Su padre, Oscar, fue piloto de Turismo Nacional y director del equipo Fiat. «En mi casa –sentencia– se respiraba mecánica». 

Para Marcolongo, el tamaño nunca importó demasiado. El arribo del novedoso Scalextric, el invento inglés que permitía mover autitos de forma remota, marcó para él el inicio de un romance eterno. «La primera pista se montó acá en 1960, en una Exposición del Automóvil. Fue un boom y no hubo marcha atrás. Desde ese día tengo el hobby», asegura mientras camina frente a las vitrinas repletas de naves forjadas en estricta escala 1:32: Lancias de rally, Volkswagens de calle y Hondas todoterreno. Todos a la venta, en un rango de precios que va de 800 a 2000 pesos. 

Su primera pista, un ocho redondo, la armó en un cuarto de la casa familiar. En la adolescencia fue sumando tramos y amigos pisteros. El segundo circuito que guarda en los boxes de su memoria fue construido en el sótano de un compañero de ruta, escenario de encarnizadas carreras dignas de las 24 Horas de Le Mans. De chico compartía la pasión por las curvas electrizantes con su hermano, después con sus dos hijos y ahora con su nieto. 

Hace exactamente 13 años, un tanto harto de correr la carrera laboral en un coche con patrón, decidió meter freno de mano, independizarse y salir de nuevo a las pistas con un local sobre Scalabrini Ortiz, en Villa Crespo. «Venía de trabajar 30 años en empresas y quise arrancar con algo propio. Este era el rubro que más conocía. Se sumó un amigo y pusimos primera». Al principio compartían espacio con un video club, que lamentablemente despistó. Tuvieron tiempos buenos, regulares y malos, pero los coches nunca dejaron de andar.

El primer y pequeño gran autódromo que construyó, inspirado en un circuito italiano, aún sigue en pie en el local. Doce metros de largo, cinco de ancho y casi 65 de recorrido neto. Tribunas repletas, cómodos boxes, un atento camión de bomberos, laboriosos vendedores de patys y hasta esbeltas promotoras –en rigurosa 1:32– pueblan el diminuto universo. Marcolongo mira con orgullo su creación y hace cálculos dignos de un perito: «Se ve gigante, pero no se deje engañar por la escala. Son menos de 3000 metros de la vida real. Me encantaría tener uno más grande, pero imagínese, para armar un autódromo como el de Monza, de casi 6000 metros, necesitaríamos un hangar». 

La ranura

En 1952 se le prendió la lamparita al ingeniero británico Fred Francis. Llamó al sistema Scalex y usó como prototipo un emblemático Jaguar XK 120. Tuvieron que pasar cinco largos años para que el mundo viera en las jugueterías el popular modelo actual. En ese tiempo, Francis le dio una vuelta de tuerca a su invento: incorporó el sistema de ranuras –slot– por el que los autitos circulan a toda velocidad. Nacía el Scalextric –amalgama de las palabras scalex y electric–, nacía la leyenda. 

«El funcionamiento es bastante sencillo –explica Marcolongo y prepara un Passat para salir al ruedo–. Pero hay muchos factores a tener en cuenta: las diversas relaciones de piñón y corona, el tipo de circuito, los compuestos de las gomas, la suspensión». Señala una vitrina, mini taller mecánico, que cobija cientos de piñones, escobillas, llantas y otros insumos básicos para la actividad. Como en la vida real, hay que poner el auto a punto antes de encarar la competencia. 

El éxito de ventas del primer circuito entre chicos y grandes –con forma de cero– le permitió al ingeniero Francis seguir innovando. En 1960, las pesadas carrocerías metálicas fueron remplazadas por las de plástico ligero. El detalle en la imitación alcanzó entonces niveles artísticos. El Maserati 250 F Grand Prix y el Lotus 16, primeros coches clonados, eran obras dignas de museo. «Fíjese esta Ferrari –ilustra Marcolongo sobre un ejemplar que reposa en la vitrina–, tiene el detalle de las ranuras en la palanca de cambios. El que hace esto es un artista».

El Turismo Carretera es el amo y señor del paladar tuerca criollo, y esa pasión, que aquí es inversamente proporcional al tamaño de los vehículos, también se reproduce a escala. Marcolongo, pulsador en mano y listo para entrar a pista a quemar llantas, muestra los modelos históricos y los más modernos, «desde el Chevrolet de Traverso o el Dodge de Mouras hasta el Ford de Rossi. La rivalidad es la misma. Por ahí viene un cliente fanático del Chivo y no quiere ni tocar un Ford. ¡Y es un simple autito!».

Escala de valores 

Noemí Díaz, la exseñora de Marcolongo, es el otro motor de AÑEslot, la encargada de asistir con lubricada paciencia a los clientes. Conoce al detalle gustos y debilidades de cada uno. Si tuviese que elegir uno solo de las decenas de autos que atesora el local, no duda un instante: su Alfa Romeo 147 verde tornasolado. A Noemí se le iluminan los ojos cuando deja ver el cochecito súper deportivo, conducido por una morocha de anteojos espejados y chalina al cuello, con un aire a mitad de camino entre Isadora Duncan y Grace Jones. «Para mí es más una reversión de Thelma & Louise, por esa cuestión del placer por la ruta», aclara la dama. Según el filósofo italiano Giorgio Agamben, la miniaturización es una liberación profana, una auténtica salvación por lo pequeño. Noemí coincide con el autor de Infancia e historia: «Reconozco que no tengo una gran muñeca, pero cuando meto el auto en la pista siento una sensación de libertad… como cuando encaro la ruta en la vida real». 

No es por la entretenida competencia. Mucho menos por la banal necesidad de atesorar joyas en miniatura. Para la señora, la clave del hobby pistero permite mantener vivo el niño que todos llevamos dentro. Ahora mira cómo el señor Marcolongo acomoda su autito sobre la pista: «Creo que nunca perdemos la capacidad de jugar».

El pequeño Passat dibuja la S de curvas cerradas y luego encara la recta como una flecha de plata. Pulgar a fondo, Marcolongo lo pilotea con destreza digna de Fangio. «Este no es un hobby para nostálgicos, acá también vienen muchos chicos –cierra el conductor–. Hace unos días, vino un nene con el padre, se puso a ver los coches y de repente me dijo que prefería los que armaba en su computadora. Entonces le pregunté dónde estaban esos autos cuando apagaba la máquina. Se me quedó mirando. El padre me dijo que el nene ahora duerme con un autito en la mesita de luz». «

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