En su nuevo libro "No, no pienses en un conejo blanco" el escritor argentino analiza la obsesión moderna por la aceleración y la forma en que esta afecta cada área de la galaxia literaria.
Con esa adición, el nombre completo del libro es No, no pienses en un conejo blanco. Literatura, dinero, tiempo, influencia, falsificación, crítica, futuro, cuyas dimensiones no desentonan para nada con el de su libro de cuentos El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (2010), o los de las novelas El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2024) y No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016), que hasta ahora era el más largo. El comentario puede parecer irónico, sarcástico e incluso malicioso. Sin embargo, esa particular característica formal de la obra de Pron adquiere otra dimensión con la lectura de este nuevo libro.
El conejo blanco al que hace referencia el título no es otro que el famoso personaje de la novela del británico Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas, conocido (el conejo) por llevar a cuestas un enorme reloj y vivir a las corridas, obsesionado por cualquier posible pérdida de tiempo. Una figura que el escritor argentino utiliza como espejo de las sociedades posindustriales, igualmente empeñadas en avanzar en modo fast forward y magnificar todo de forma exponencial.
“Más, antes, para más personas, más rápido, más barato”, son según el autor los motores que se aplican en todas las áreas del modelo productivo dominante en el mundo occidental desde hace 200 años, incluida la industria editorial. Y hasta el vínculo con los libros, como lo prueba el auge de la llamada “lectura veloz” en las décadas de 1960 y 1970, que prometía multiplicar por diez la capacidad lectora. Una técnica muy de moda incluso en Argentina, donde se convirtió en caballito de batalla de los entonces populares Institutos Ilvem. Una rapidez que, con toda lógica, resulta inversamente proporcional a la comprensión de los textos abordados.
Con habilidad, Pron se propone demostrar cómo ese imperativo de velocidad ha impactado negativamente en todas las áreas vinculadas a la producción del libro, afectando no solo la calidad de las obras literarias y el nivel de la crítica, sino la capacidad de los lectores, cada vez más habituados a vincularse con textos fragmentarios y dispersos. Por supuesto, esta degradación no es casual, sino producto, entre otras cosas, de la precarización de los medios de producción, que obliga a quienes se dedican a la creación de textos, tanto literarios como críticos, a proletarizarse y trabajar a destajo ante la imposibilidad de obtener un rédito económico justo.
Pero aun comprendiendo las causas, No, no pienses en un conejo blanco es un libro crítico que no se permite ser piadoso con nadie e indaga en las responsabilidades de cada sector en la profundización de esta decadencia. Una volteada en la que caería hasta el propio autor, en quien confluyen los tres roles de escritor, lector y crítico. En ese sentido, este ensayo puede ser entendido no solo como una oda a no ceder a la tentación de la velocidad, sino como una apología de tomarse las cosas con calma. La misma que demanda la lectura gozosa de esos títulos largos como haikus que distinguen a los libros de Patricio Pron.
Digámoslo: la crítica literaria es un acto de amor, si no por el libro criticado, sí por una idea de lo que ese libro podría haber sido y lo que su incorporación al repertorio literario exige de él, de su autor, de sus lectores. Y en ese sentido, constituye un servicio que el crítico presta al autor, una forma de colaboración sin la cual el mundo, pero también la obra literaria serían más pobres […]
Se trata de devolver a los libros y al tipo de pensamiento crítico que los mejores de ellos propician un lugar como objeto último de la literatura. La crítica literaria tiene aún la oportunidad de convertirse en el Caballo de Troya que es introducido tras los muros del mercado y la política para ofrecer una resistencia consistente al monopolio del lenguaje por parte de ambas esferas. De ser una fabulosa caja de herramientas para hacer cosas con los textos que -al tiempo que demanda y propicia una literatura diferente- nos permita recuperar la soberanía sobre nosotros y las comunidades que conformamos. De resistir las formas más insistentes de manipulación de nuestras ideas. De recordarnos -al fin- las enormes posibilidades que aún subyacen al viejo vínculo entre las palabras y el mundo.
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