Ping pong con Laila Roth: “Casi todos los cómicos estamos tocados”

Por: Diego Gez

Es una standupera en ascenso que se nutre de la observación de las costumbres sociales y el absurdo. Nació en Ceres, Santa Fe, y cree en la risa como antídoto ante un mundo hostil.

Se define como una comedianta que dice pavadas y que disfruta haciendo reír. Su humor se mete con todo y con todos, inclusive con ella misma, una forma de lidiar y defenderse de un mundo pocas veces gentil. Laila Roth es una de las standuperas más destacadas surgidas en los últimos tiempos y disfruta de una carrera en pleno ascenso.

Nació en Ceres (Santa Fe) hace poco más de 31 años, pero en 2010 largó todo para venir a Buenos Aires y empezar con un oficio que cambió su vida. Participó de shows en Uruguay, Chile, España, fue parte de emisiones del afamado canal Comedy Central en su versión latinoamericana y sus videos en las redes constituyen un fenómeno en sí mismo. El último verano la encontró haciendo su unipersonal Genia capa bueno chau por toda la costa y ahora recorre el país con el espectáculo de stand-up que lleva su nombre (casi siempre con entradas agotadas), donde reivindica el humor absurdo e irreverente por sobre todas las cosas.

–¿Cuál es el aquí y ahora de Laila Roth?

–Disfrutando del laburo. El año pasado fue muy difícil para mí. Mi mamá murió de Covid. Después de eso, estaba como traumada y decidí quedarme en mi casa. La gente comenzó a salir con más naturalidad y yo seguía en cuarentena. Recién reactivé en febrero porque dejé atrás el duelo en que vivía y me corrí de un lugar de cierta paranoia. Es lindo hacer reír a la gente, volví a disfrutar eso y estoy con un nuevo show que representa lo que siento en este momento. También volví a alimentar a mis redes sociales, algo que no me gusta, pero como son comilonas, hay que darles material constantemente.

–Entonces, cuando seas millonaria, ¿vas a prescindir de las redes?

–Me voy a cagar en las redes sociales, probablemente (risas). A nosotros, como comediantes, las redes nos permiten vender entradas, por eso hay que dedicarles tiempo.

–¿Qué es el humor para los humoristas?

–Creo que los comediantes somos chistosos cuando se prende la luz, es un mecanismo de defensa. Casi todos los cómicos estamos tocados de la cabeza (risas). Imaginate que yo subo a un escenario creyendo que digo cosas interesantes y busco que los que me vayan a ver crean que lo que digo es al menos divertido. Hay algo del ego y de la necesidad de ser aceptado ahí. El humor para mí es una forma de hacer catarsis: cuando el mundo me quiere lastimar, yo me defiendo con risas.

–¿Te sentías graciosa antes de dedicarte a este oficio?

–Ufff, qué pregunta. No sé muy bien, pero sí recuerdo que quería serlo. Cuando era adolescente, me juntaba con otras chicas y era de hacer chistes. A los 13 o 14 años quería que mi herramienta fuera hacer reír.

–Pero no siempre supiste que ibas a ser comediante.

–No, para nada. Vengo de una familia muy tradicional, con un padre médico. De hecho, yo estudié una carrera “seria” en el pasado. Me acuerdo de que antes de eso le dije a mi mamá que quería estudiar teatro y ella me respondió que lo hiciera, pero de hobby, que lo importante era que me recibiera en una carrera “en serio”. Por eso me fui a estudiar una licenciatura en Estadística. Pero más tarde me vine a Buenos Aires y comencé con el stand-up mientras estaba en un laburo de investigación de mercado. No me recibí, al final.

–¿Con qué te reías en esa época y con qué ahora?

–Me gustan mucho las pavadas. Los videos de un bebé chupando un limón me hacen reír, los videos de perros, los payasos y comediantes de stand-up, también. No me hacen reír los bloopers ni la gente que se cae. No me río a carcajadas con todo, pero el absurdo me encanta, me gusta lo que no tiene sentido.

–¿Qué hiciste con la primera plata que ganaste?

–Empecé a volverme en taxi de los shows. Después me compré un secarropas porque el que tenía me dejaba la ropa empapada (risas).

–Naciste en Ceres, en Santa Fe. ¿Fue muy necesario venir a Buenos Aires?

–Cuando terminás la secundaria allá, no te queda otra. Ceres tiene más o menos 13 mil habitantes; para ir a la facultad –entre otras cosas– te tenés que ir. Algunos volvían como médicos, pero si estudiaste Comunicación Social se hacía imposible. Yo tampoco volví, salvo a visitar.

–¿Extrañás algo de allá?

–Sí, la juventud (risas). No, eso no. Extraño la espontaneidad en la amistad: caer en la casa de un amigo y tocarle el timbre para tomar unos mates, por ejemplo. Para ver a un amigo acá en CABA tengo que planificarlo o avisarle antes que voy. De hecho, el otro día pasaba por la casa de uno y antes de tocarle el portero me fui a un bar y le mandé un mensaje para ver si quería bajar.

–¿Cómo es el público de Laila Roth?

–No sé. En las estadísticas de las redes veo que muchas mujeres miran mis videos y creo que tiene sentido. Una le puede hablar a un adolescente, pero no sé si tenemos el mismo lenguaje, por eso creo que es lógico que quienes me sigan sean parecidas o tengan puntos de contacto conmigo.

–¿Hiciste chistes en tus shows que no funcionaron y no supiste cómo remarlos?

–Un montón. Los comediantes somos tercos e insistimos, pero algunos chistes no entran y no entran. Lo bueno es que, cuando tenés tu público, el que te viene a ver sabe con qué se va a encontrar. En algún punto vienen porque te quieren y te dan ciertos permisos. Es como cuando decís algo feo en una primera cita: puede pasar que no haya una segunda, pero si estás casado hace diez años no pasa nada.

–A veces, sobre todo en el exterior, a los comediantes les tiran cosas si el público no está satisfecho. ¿Te pasó algo así?

–A mí no, pero una vez a mi marido, que también hacía stand-up, le tiraron una aceituna. Fue algo triste porque se la tiraron sin fuerza, inclusive. A mí me pasó algo feo en Gálvez, Santa Fe, y todavía me genera pesadillas. Me habían contratado para hacer un show de 50 minutos en un bar y la gente no se reía. De una mesa de cuatro tipos, uno me dijo que no era graciosa, pero que si mostraba las tetas se reirían. En un momento los empecé a reputear y terminé haciendo solo 35 minutos. El dueño del bar no me quiso pagar, después el colectivo no pasó más y me tuve que quedar a dormir en un hotel.

Foto: Mariano Martino

–Hacés muchos chistes relacionados con tu peso. ¿Sufriste mucho por ese tema?

–El mundo es muy hostil con los que tenemos un cuerpo más grande. No sufrí bullying de chica, pero vivo en un mundo donde las sillas son incómodas. El otro día fui a un parque de diversiones y había juegos en los que no entraba. Pero tengo en claro que deberían hacer asientos más grandes. Hacer chistes con eso es un poco como hacer terapia. Siento que mi vida no está delimitada por el tamaño de mi cuerpo y, al mismo tiempo, lo primero que se ve de mí es eso.

–También hacés chistes con embarazadas.

–Siempre alguien se va a ofender, y con las embarazadas pasa lo mismo. Hace poco subí un video donde decía que comer galletas de arroz es como comer telgopor. Después me escribió una persona que me decía que era celíaca, que lo único que podía comer eran esas galletas y que no veía gracioso el chiste. El comediante tiene que elegir a quién se dirige: entre atacar a un gordo y atacar a un gordofóbico, yo siempre voy a hacer lo segundo. «

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