Construyó una carrera todoterreno en radio, televisión, gráfica y en la música. Reconocido por su sentido del humor, abraza al jazz como una religión y considera que la vida es un gran juego.
–¿La vida es como el jazz?
–Sin dudas. Es un género que fluye, como ningún otro. La capacidad para improvisar es esencial en el género y en la vida. Porque a ciencia cierta, nadie sabe qué va a ser de todos nosotros mañana. Ni dónde vamos a estar.
–Vos seguro vas a estar en Monte Grande.
–Eso sí. Seguro. Nací y me crié en estas calles. Vivo acá desde siempre y no creo que me vaya.
–¿Cuánto cambió en estos años?
–Se ha transformado en un 90 por ciento. Todo el Conurbano se homogeneizó de alguna manera, todas las zonas céntricas de las localidades son réplicas exactas. Pocas cosas son como antes. Aquel Monte Grande que yo conocí solo habita en mi memoria y en mis recuerdos.
–¿Cómo era?
–Se caracterizaba por tener muchas arboledas y calles donde se podía andar en bicicleta todo el día sin que se acabara el verde. Un lugar de casas quinta. Ahora son dúplex, edificios de tres pisos, bastantes locales comerciales…
–¿Cómo sos para manejar la añoranza del pasado y la incertidumbre del futuro?
–Soy apegado a las vivencias, pero mi cuota de nostalgia la tengo cubierta al vivir en el mismo lugar y poder ver donde estaba el cine o una panadería que cerró. Con el futuro me llevo peor.
–¿Por qué?
–Porque siempre lo que viene es más caótico y complicado que lo que ya conocemos. La vida no se simplifica, todo lo contrario: se complejiza. Si me apurás, veo un futuro tipo Mad Max: hordas de gente que se pelea por un bidón de nafta. Pero quizá soy exagerado.
–¿Con tu trabajo te abstraés de la realidad?
–Afortunadamente. Me doy el lujo de no mirar ni un noticiero durante semanas y no saber exactamente qué es lo que está pasando. Mi tipo de trabajo, en radio y en la música, me lo permite.
–¿No estar atado a la agenda periodística es una ventaja?
–Una grande. No tengo que estar todo el tiempo metiendo las manos en esa ciénaga noticiosa que te puede amargar el día. En la radio siempre hablo de cosas que están afuera de la coyuntura.
–¿Tu estilo para entrevistar de dónde viene?
–Fui construyendo un estilo, nada original, pero creo que tiene algo de mi vocación de psicólogo frustrado. Abandoné la universidad en cuarto año para dedicarme a la música, y me parece que aquellas inquietudes reaparecen cuando entrevisto a alguien. Soy curioso de los otros, me gusta saber de la vida de los otros.
–¿Qué es lo peor que puede tener alguien que se dedique a hacer entrevistas?
–Querer destacarse más que el entrevistado. El narcisismo y el ego nunca te van a dejar hacer una buena entrevista. Queda muy feo cuando el tipo que hace la nota no escucha lo que le cuentan porque está pensando qué puede decir para quedar como un capo.
–¿Los reportajes también tienen un costado lúdico?
–Sí, porque saber llevar una conversación es un juego que solo aprendés si te animás y no le tenés miedo a que quizás no te contesten o no sea interesante lo que querés saber. Es un juego de conexión, más que nada. Pero es un juego, como la vida.
–Cuando eras chico ¿a qué te gustaba jugar?
–Siempre fui solitario y fantasioso. Andaba mucho en la calle, y los peligros eran menos. Pero dibujaba bastante o buscaba algo nuevo para investigar. Mis viejos tenían comercio y venían tarde, por lo que yo me armaba mi propia rutina. Hasta que descubrí los instrumentos musicales y me volví loco.
–¿La trompeta siempre?
–No, todos los instrumentos me llamaron la atención desde chico. Fui creciendo y mi dedicación fue creciendo. La trompeta fue un accidente, podría haber sido violero, bajista o tecladista. Pero como nadie de mi edad tocaba la trompeta, podía meterme en muchos proyectos. Fui por ahí, entonces, y entré en el ambiente.
–¿Te sirvió a la hora de la seducción?
–Sí, ayudó. Pero tampoco era que llovían minas porque tocaba la trompeta (risas). En los ‘80 veníamos de la dictadura y los deportistas eran los que manejaban la hegemonía top de la atracción.
–¿Hacer música estaba mal visto?
–Era la nocturnidad, la bohemia. A algunas chicas las atraía.
–¿Cómo manejaste el tema de los excesos en el ambiente del rock?
–El rock siempre embanderó la situación de adoración a las sustancias y obvio que se da bastante, pero yo fui con cautela. Soy temeroso en líneas generales, así que nunca me animé a experimentar demasiado. La cocaína estaba bastante presente, pero algo en mí no compatibilizaba con eso y nunca me atrajo.
–¿No te gustaba perder el control?
–No me gustaba no saber de dónde viene, qué es… Para mí, meterse un polvo en la nariz es como una especie de salto al vacío desde una cornisa. Cuando pasó lo de la falopa envenenada estaba horrorizado: se concretó uno de mis miedos.
–¿Y alguna otra cosa?
–Algunas veces fumé marihuana, pero no me gustó. Soy del club de los que les pega mal el porro.
–¿No te relaja?
–Me da ansiedad y pienso demasiado todo. Me lo confirmaron los que tuvieron que soportarme (risas).
–¿Alguna copita para acompañar las comidas?
–Me gusta mucho el vino, pero sé ponerme límites. El sabor y la mística del tinto son únicos. Ir a las bodegas de Mendoza es un planazo. Me bajo mis botellas con amigos o en familia. Es un elixir de los dioses, pero no podés estar todo el día chupado. Soy tranqui, en ese sentido. Soy un rockero aburrido, si querés.
–¿Con la comida cómo sos?
–Sin dudas, es un placer. Cocinar es lindo, compartir, experimentar sabores. Siempre pruebo varias veces antes de decir que algo no me gusta. Pero tengo que medirme porque tengo una vida muy sedentaria.
–Gillespi se presentará junto con su cuarteto el viernes 29 de abril a las 24.50 en Bebop: Uriarte 1658.
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