Pescando aviones en Venezuela

Por: Sebastián Rodríguez Mora

La crisis política provocó la suspensión de los vuelos y de la vida cotidiana. Cuando volver a casa se vuelve un misterio sin resolver, la enseñanza de los que todos los días tiran la línea al mar para subsistir.

Pedro junta la línea invisible. Hay que saber cómo hacerlo porque las piedras enormes de la escollera, el oleaje y las algas del fondo conspiran para cortar la tanza. Claudio, aunque sabe mucho, hoy quiere aprender. Pedro tira la línea para comer, Claudio para respirar antes de volverse a casa. Ambos miran al norte, el sol vertical penetra el agua del Caribe y muestra como en un espejismo cientos de miles de peces delante de sus ojos, una densa mancha viva de sardinas. La línea va, la plomada cae, los anzuelos se vacían sin que nadie agarre viaje. Hace días intentamos irnos de Venezuela.

Todo empezó el lunes siguiente a las elecciones presidenciales de este país, cuando la cobertura de Tiempo finalizaba y el vuelo de Copa Airlines partía por la tarde hacia Panamá, escala previa a Buenos Aires. En ruta hacia el aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía, un piquete de algunas pocas personas interrumpió el tránsito. Volaron piedras, ardieron contenedores de basura y a diferencia de otros episodios en aquella jornada de furia en Caracas, nadie salió lastimado.

Ocurrió frente a un barrio popular llamado El Limón, y no fue el único escenario de guarimba, el término con el que en Venezuela se conoce a la protesta callejera violenta contra el gobierno de Nicolás Maduro. El avión se fue semi vacío y la ecuación política regional se metió en los más mínimos detalles de nuestras vidas.

La percepción profesional desde el domingo del comicio en Caracas fue de creciente desconcierto. Algunos pocos baqueanos de la política venezolana habían advertido: “Esto va para largo” y “Maduro no gana sin crisis”. Pero hay un abismo entre el pronóstico y lo concreto. ¿Qué está pasando en la calle? Por cuestiones de seguridad, el gobierno decidió evacuar los hoteles donde había veedores internacionales y algunos periodistas. Nos estábamos acostando.

Volaron micros cargados de personas y valijas en un desorden de bostezos. Desde esa madrugada, el aeropuerto se transformó en el escenario de un martes difícil. Cientos de personas buscando una salida del país.

“Más fresco que esto no hay. Esto es vida”, dice Pedro y raspa con su cuchillo las escamas de una sardina infortunada. Lo conocimos en medio de ese limbo sin destino ni planes claros. Hace cortes en diagonal hacia las agallas del pescado, casi buscando un filet que luego encarna. Trabaja como albañil acá en La Guaira, ciudad costera donde esperamos alas propicias. No está contento con el conflicto en Caracas, se paró la actividad. Se nota en la calle: aunque estamos a 30 kilómetros de los focos de manifestación opositora, casi no hay tránsito por la avenida paralela al agua.

Esta situación cambiará con el paso de la semana. Pero para Pedro y sus colegas pescadores da lo mismo que llueva, truene o cambie el gobierno porque hay que pescar. Hasta que el sol se esconde con escándalo de atardeceres naranja púrpura, los pescadores revolean sus líneas por la subsistencia.

Claudio y Pedro pescando. Foto: Érika Giménez.

Pedro explica. Los anzuelos buscan chicharra, camiguana o arenque primero, porque necesitamos carnada. Habla y toma una sardina del viejo balde de pintura con agua de mar, la asegura entre las manos nudosas de viejo y clava al pez por la nariz, que vive y volverá al agua llamando la atención para que la familia de Pedro disponga esta noche de algunos kilos de jurel, sábalo, lamparosa, cataco o bonito. Tal vez algún vecino, cerro arriba en el barrio pobre, quiera cambiar un pollo por un lindo ejemplar plateado.

Con Claudio, metrodelegado y desde este viaje amigos, asentimos ante las palabras de Pedro. Él por su experiencia sobre el muelle de Santa Teresita, yo porque hace días tiro la línea invisible que me lleve de vuelta a Buenos Aires. Mi caña es WhatsApp y pesco entre contactos que suban a este grupo de argentinos y argentinas sobre algo que planee lo suficientemente lejos como para cruzar la frontera.

Volvamos al martes. Las protestas amainaron, pero las consecuencias del reclamo por las actas de la elección y las denuncias de fraude descompusieron las relaciones diplomáticas de Venezuela con, entre otros, Panamá y luego Perú. Copa Airlines congeló su operatoria y la siguió LATAM. Ciudad de Panamá y Lima son dos de los principales hubs de Latinoamérica, vértices distribuidores del transporte aéreo. Venezuela se aísla y la incertidumbre colectiva en aquella sala de espera tensa comienza a virar hacia el miedo. Nadie tiene muy claro cuándo volverá a su casa.

La falta de sueño impacta fuerte. Quienes fuimos maníacos conversadores en la noche yacemos pálidos pasadas las 24 horas sin descanso. Algunos vuelos se mueven pero la afluencia hacia el aeropuerto aumenta. Contrasta la serenidad de Joao Pedro Stedile, referente histórico del MST de Brasil, plácidamente recostado en una silla con los pies sobre su valija.

La vida entonces se resume a trascendidos arriba y abajo del escenario geopolítico: el oficialismo cortó la luz de la embajada argentina, capaz conseguimos que viajes a Madrid y después vemos, dicen que ya hay once muertos, pasame foto de tu pasaporte que te meto en un avión a La Habana, la CNE dio de baja una conferencia de prensa, ¿qué tan peligroso es ir por tierra hasta Colombia? Los celulares arden de preocupación de familiares, amores y amistades que solo ven fuego y graph catástrofe sobre Venezuela.

La jornada se va entre los precios hostiles del aeropuerto y la envidia mal disimulada hacia los que se van a hacer Migraciones. Vemos por los ventanales una columna de humo que asciende lejos sobre la ruta. Es todo lo real que se percibe desde acá, entre tanta información y fake news que entran indistinguibles vía celular.

“Imposible volver a Caracas, les vamos a buscar dónde parar”, nos avisa uno de los attachés, acompañantes que la Cancillería de Venezuela dispone. Son chicos y chicas que no superan los 30 años, hablan varios idiomas y no duermen hace días. Se desviven por nosotros como lo hacen casi todas las personas de esta nación tan extraña. Se desviven a riesgo de sí mismos, hasta perjudicarse.

En La Guaira hay un estadio de béisbol que también es un casino y también es un hotel. Está a 15 minutos en auto del aeropuerto y cada tanto juegan los Tiburones. Tiene una platea con jacuzzis al aire libre que dan la inmejorable oportunidad de ver, con un poco de suerte, cómo el bateador conecta la bola hasta el mar, que está ahí nomás, donde pesca Pedro. Como en cualquier momento puede aparecer nuestro boleto de vuelta, el costo de arriesgarse hasta la capital y no poder volver a tiempo es altísimo.

Hacemos comunidad de varados y varadas, nos acompañamos en la intransferible sensación de nunca estar en peligro y nunca estar en paz.

Desde ahí vemos el conflicto post elecciones en Venezuela con una lente excéntrica, demasiado lejos para entender si es tal la revuelta popular contra el gobierno pero demasiado cerca como para no otear el entorno buscando signos. La calma es absoluta por acá, solo rota por los escalofriantes convoyes de la policía que desfila motos, camiones celulares y muchas armas largas. Estamos como un enchufe flojo, conectados al flujo pero colgando.

El jueves nos llega el aviso de que tenemos pasajes para Buenos Aires vía Santa Cruz de la Sierra. Después de tanto tirar y levantar líneas, el anzuelo trajo por fin el alivio.

En las últimas horas de escollera, Pedro le armó a Claudio dos líneas completas, porque a la primera se la tragaron las piedras. Claudio le ofrece a Pedro cinco dólares en compensación. Pedro se niega, es demasiado dinero, no puede aceptarlo.

Claudio mira la gorra que usa Pedro para protegerse del sol demoledor. Tiene al gallo pinto, el símbolo de la campaña de Maduro. Cinco dólares costó la gorra con la bandera venezolana que Claudio llevará de recuerdo a su hijo. Pedro acepta y explica que esto es mucho, que su familia se lo agradece. Un abrazo los ayuda a disimular las lágrimas.

Venezuela es generosa, inexplicable, cada vez más desigual. Transparente como su mar, selvática de contradicciones. Al fin nos suelta, casi dos semanas después de llegar y cuatro días más tarde de lo planeado. Cargamos sin despachar la angustia en el pecho de mirarla y no saber qué será de ella.

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