Para este miércoles estaba prevista una nueva votación en el Congreso para destituirlo; era el tercer intento de la derecha para tumbarlo con esa insólita herramienta de la “vacancia por incapacidad moral permanente”. Precisaban 87 votos y todo indicaba que no llegarían. Pero el presidente se precipitó y al mediodía difundió un mensaje —con la voz temblorosa y las manos temblequeando— anunciando el cierre del Congreso, el gobierno “mediante decretos ley”, el toque de queda y la convocatoria a nuevas elecciones legislativas.
En el Perú es legal disolver el Parlamento si éste le niega el voto de confianza al presidente dos veces seguidas, pero eso no había sucedido. Por eso la interpretación generalizada fue la de un autogolpe, al estilo de Alberto Fujimori en 1992. El aluvión de rechazos abarcó todo el arco político. “Primero traicionó la promesa de cambio por la que el pueblo votó y ahora perpetra un golpe emulando al fujimorismo. ¡Que se largue Castillo! ¡Que se vayan todos!”, tuiteó la dirigente de centro-izquierda Verónika Mendoza. El titular de Perú Libre (el partido que lo llevó a la presidencia y que después lo expulsó), sintetizó la torpeza de la maniobra: “Castillo se ha precipitado, no habían votos para la vacancia”. Pero no sólo sus exaliados lo repudiaron, sus ministros comenzaron a bajarse del barco uno a uno y hasta su propia vicepresidenta, Dina Boluarte, le tiró con de todo: “Rechazo la decisión de Pedro Castillo de perpetrar el quiebre del orden constitucional con el cierre del Congreso. Se trata de un golpe de Estado que agrava la crisis política e institucional que la sociedad peruana tendrá que superar con estricto apego a la ley”.
El comunicado de las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, calificando la jugada como “una infracción a la Constitución” que no acatarían, terminó por sellar la suerte de Castillo, quien horas después era destituido en el Congreso con 101 votos de los 130 legisladores. Su salida, que en otras circunstancias hubiese olido a “golpe parlamentario” por lo flojo de papeles de las acusaciones formales, terminó mucho más holgada de lo esperado y revestida de mayor legitimidad por su tosco intento de contraataque.
La vertiginosa jornada siguió con la juramentación de Dina Boluarte, primera presidenta mujer de Perú y sexta persona que se pone la banda presidencial en los últimos seis años. Dirigenta de izquierda también exiliada de Perú Libre, abogada de 60 años, en su discurso de asunción imploró “una tregua política”: sabe que tendrá que lidiar con los límites de un sistema pseudo parlamentarista tan acostumbrado a las ofensivas destituyentes.
Es que desde hace al menos dos décadas Perú viene de crisis en crisis, de escándalo en escándalo, de presidente en presidente. Los últimos siete mandatarios electos (desde el año 2000) terminaron destituidos y/o presos, a excepción de Alan García que se pegó un tiro antes de ser detenido.
Con la irrupción de un presidente del Perú tierra adentro, maestro rural y líder sindical, parecía que la historia podía cambiar. Que por fin llegaba la hora de la revancha plebeya y el ocaso de la larga noche neoliberal. Pero no. Asediado por el establishment que le declaró la guerra desde el minuto uno, Castillo resignó sus promesas de transformación y quedó atrapado en sus claudicaciones, en sus errores no forzados y en su incapacidad para gestionar el conflicto. Preso de la improvisación permanente (nombró 75 ministros y ministras en menos de un año y medio) y manchado por casos de corrupción, como todos sus antecesores.
Termina así un nuevo capítulo en el bizarro derrotero de la débil democracia peruana, con otro presidente que desperdicia una oportunidad histórica carcomido por un país ingobernable.
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