Perros

Por: Mónica López Ocón

No existen caninos analfabetos. Todos saben leer a través del olfato el gran libro del mundo y leen a través del oído la llegada de los seres queridos mucho antes de que se hagan presentes

No existen perros analfabetos. Todos saben leer a través del olfato el gran libro del mundo y leen a través del oído la llegada de los seres queridos mucho antes de que se hagan presentes. A diferencia de los humanos, no necesitan aprender el alfabeto occidental porque son expertos en descifrar las curiosas geografías que los circundan, tan parecidas a los ideogramas chinos.

Además, son cartógrafos espontáneos capaces de trazar en el paseo diario el mapa de los olores de cada cuadra.

Se destacan, sobre todo, por sus silencios filosóficos. Michel Onfray, doctor en Filosofía y fundador de la Universidad Popular de Caen, es autor de un libro llamado Filosofar como un perro y de otro cuyo título es Cinismos. Ambos se relacionan de diferente manera con los filósofos llamados cínicos que él reivindica, y que fueron despreciativamente bautizados así en la antigua Grecia. El término “cínico” tiene origen griego. Deriva de kinikos, que quiere decir, precisamente, perro.

Los personajes de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, son dos hombres que esperan inútilmente a alguien que no llega. Pero bien podrían haber sido dos perros. También para ellos la vida es espera. Esperan, al igual que nosotros, cosas triviales que producen pequeñas burbujas de felicidades momentáneas, como el paseo diario o el regreso de los humanos de su manada, y eternas esperas existenciales de algo que no llegará nunca, como le sucedió al personaje de Antonio Di Benedetto, don Diego de Zama, anclado en tierras sudamericanas, siempre a la espera de una orden real que hiciera posible su traslado. Mientras tanto, su vida fue la eterna víspera de un viaje. ¿Acaso no vivimos los humanos al igual que los perros en una víspera perpetua?

Así como figuran nuestros ancestros en las míticas historias familiares de nuestro origen que fundan nuestra identidad, ese Génesis de entrecasa que suele desplegarse en las reuniones navideñas o en esporádicas sobremesas, también figuran los perros. Conocí a Jack y Sofía porque mi padre me habló siempre de los perros de su infancia en Azul y los recordó hasta su último día. La historia de Chiche, atropellado por un camión, era un argumento contra mi reclamo de tener un perro. Según él, los perros citadinos eran muy desdichados. Para compensar esa falta estaba Raúl, que nos esperaba en Azul cada comienzo de febrero. Su pelaje amarillo iluminó la infancia del primo Daniel y también la mía y la de mis hermanas.

“Siempre pensé que yo no tenía alma, hasta que descubrí que mi alma estaba fuera de mí, cubierta de pelos y es ella. Es como mi sombra, pasa horas debajo de mi mesa cuando escribo” dijo en una entrevista el escritor Fernando Aramburu refiriéndose a su perra. “¿Es ella la que le escribe las novelas?”, le preguntaron. Y él contestó “A veces le pregunto cuando me hace falta un título o un final de capítulo y en el curso de esta conversación ficticia no es raro que encuentre la idea que me faltaba.”

Virginia Woolf escribió Flush. Biografía de un perro, la historia del cocker spaniel que le regalaron a su amiga, la poeta Elizabeth Barrett. Mirando el mundo a través de los ojos de ese animal querido, logró una novela memorable.

El escritor colombiano Fernando Vallejo donó los 100 mil dólares de su Premio Rómulo Gallegos a una sociedad protectora de animales, lo que le valió una oleada de críticas. “Por qué no lo donó a una institución que albergara niños pobres” fue el reclamo más reiterado. “Si me hubiera comprado un auto o me hubiera ido a pasear por Europa –dijo en un reportaje- nadie me lo hubiera cuestionado.”

Paula Pérez Alonso escribió Kaidú, una novela referida a un perro que irrumpió en su vida real. “Hay gente que dice ‘mascotas’ con desprecio, afirmó en un una entrevista. Como digo en la novela, yo odio la palabra ‘mascota’ por otros motivos, porque cosifica a un animal, lo transforma en una cosa, como si fuera una debilidad tener un compañero o una compañera de otra especie.”

“Un perro es un perro” suele sostener una tautología de Perogrullo muy repetida por quienes consideran que los animales tienen un lugar prefijado e inamovible no sólo en la escala zoológica, sino también en el afecto de los humanos. Claro que, como suele ocurrir con la enorme cantidad de perogrulladas que integran el repertorio de lo que se ha dado en llamar “sentido común”, quizá el más miserable y erróneo de todos los sentidos, también ésta es una equivocación.

¿Qué se supone que quiere decir “un perro es un perro”? Generalmente, que es un ser inferior a los humanos, alguien con apenas más status que un florero, desprovisto de lenguaje y pensamiento y regido por ese concepto impreciso que suele llamarse instinto.

La famosa enciclopedia china citada por Borges en El idioma analítico de John Wilkins clasifica a los animales en “(a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas”.

Esta taxonomía muestra hasta qué punto somos prisioneros de nuestras de nuestras clasificaciones que no podemos reconocerlas como tales. ¿En qué casilleros de nuestros afectos debe está colocado un perro? La respuesta a esta pregunta dependerá de qué tan soberbiamente humanos seamos, de cuántos nos creamos el cuento de que somos animales superiores porque aprendimos a leer en los libros y no en las hojas de otoño o en las bolsas de basura que se amontonan en las veredas.

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