Este primer trabajo literario del artista multidisciplinario no puede ser encasillado en un género. Es a la vez historia, ensayo y diario del dolor y está a medio camino entre la literatura y las artes visuales.
No es sólo el duelo lo que conecta a Peritaje inconcluso (Mansalva), el primer libro del artista visual Ignacio Unrrein, con el poema de Wilcock, sino que hay una idéntica búsqueda “material”, podría decirse. Atrapar una ausencia hasta volverla, no ya presente, sino visible o incluso tangible.
El recurso al que apela Unrrein es el que enuncia el poeta, escribe un libro que es al mismo tiempo un tejido de materia y de palabras. En Peritaje inconcluso, se cuenta una pérdida y el dolor de esa pérdida, pero también se cuentan todos los escenarios artísticos que construye obsesivamente Unrrein (el narrador y el autor se superponen en esta autoficción) para revolver esa vida, despertarla, hacer que florezca un ataúd. Hay escritura y práctica artística; lenguaje y cosas.
Algo sucede cuando el autor empieza a transformarse en adulto: su novia de la adolescencia, con apenas 21 años, muere en un trágico accidente vial. De ahí en más, se cifra esta ¿historia? ¿ensayo? ¿diario del dolor? Más bien, todo junto y a la vez. A medio camino entre la literatura y las artes visuales, Peritaje inconcluso elude los géneros y muestra así, como dice Fabián Casas en la contratapa, que el arte es lo más serio del mundo, sobre todo para lidiar con la pena.
El dolor lleva a una urgencia del hacer permanente y en ese limbo se despliegan proyectos de instalaciones artísticas futuras, recorridos por los itinerarios de la pareja, navegar por Internet hasta recuperar viejas conversaciones de chat, mapas de citas literarias, recortes fotográficos, enumeraciones que parecen nunca acabar, recuerdos o la intención de recuperar los recuerdos y, por supuesto, la certeza de que nada de todo eso va a alcanzar(la).
Pero este diario agitado tiene su compensación sobria, la de una prosa absolutamente despojada, como si al mismo tiempo que se busca recuperar la pérdida, hiciera falta desprenderse de ella. “Bloques de desilusión (…). Oraciones que surgen de las entrañas. Que siempre duren poco”, dice un pasaje. Hay que escribir corriendo, contar lo que pasó, sí, pero siempre hacia adelante, para poder dejar atrás.
En uno de los microrrelatos que cuenta la novela, Unrrein muestra, de manera velada, una escena programática para leer esta escritura desnuda. En Pasteur, una ciudad al noroeste de la Provincia de Buenos Aires, el autor realiza una intervención inspirada en “La lotería” de Shirley Jackson. “Un concurso de caligrafía para que la gente exprese algo que sienta que el pueblo tiene que dejar atrás”, explica.
El pueblo se presta a la tarea, recitan las palabras y después las queman. Es un ritual colectivo de escritura y es, también, un duelo entre todos. “Temo que se den cuenta de que todo es un engaño, que el motivo principal ha sido convocar a la gente a compartir un momento de escucha y reflexión en tu homenaje. Que deseo que todos presencien el instante en el que, en cámara lenta, saco el papel que preparé la noche anterior y lo arrojo al fuego (…), y mientras lo veo irse recuerdo sus pliegues y algunos rastros de mi caligrafía. Y la patita, como le decíamos en la primaria, de la primera letra de tu nombre”, dice el narrador.
Esta escena se amalgama con otras. Sacar la tierra seca del ataúd; reciclar las páginas de una historia de amor y armar un cuaderno nuevo, que nunca va a estar en blanco pero sí listo para escribir otro cuento; tirar el nombre al fuego y ver cómo se destruye, ver cómo se enciende, dulce y lastimosamente, como pasa con los duelos.
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