Los gobiernos de Mauricio Macri, de María Eugenia Vidal y de Horacio Rodríguez Larreta tienen como uno de sus principales objetivos la demonización de los docentes y el desprecio a la educación pública.
La especialista fue directora del Programa “Buenos Aires hace escuela” y coordinadora del Consejo de la Dirección de Formación Docente Continua en la Provincia de Buenos Aires entre 2016 y 2018, que son cargos políticos. Naturalmente, está en pleno derecho de haber ejercido como funcionaria de un gobierno que intentó cerrar escuelas en el Delta, cuyas escuelas explotan, y que sobreactúa autoritarismo para la tribuna cuando inicia sumarios que saltan a los medios. Pero esto no debe desviarnos de lo importante: está defendiendo el cierre de las escuelas.
Sería más productivo que Tiramonti fuera más prudente en sus declaraciones sobre un tema tan delicado y nos remitiéramos a las evidencias: en la Ciudad de Buenos Aires había, en 2018, 422.569 personas con primaria y secundaria incompleta que no asistían a ningún establecimiento educativo (datos aportados por el investigador Leandro Bottinelli, del Observatorio Educativo de la UniPe, en base al Anuario Estadístico UEICE del GCBA). O sea, más de 420 mil potenciales alumnos para las escuelas que se cierran. El Gobierno de la Ciudad podría gastar los mismos millones de pesos que usa para promover la inscripción a la Policía de la Ciudad, para impulsar la inscripción y dar facilidades a las escuelas nocturnas. Pero no lo hace: cierra esa oferta, Tiramonti lo justifica, y no menciona los datos. Sólo atina a decir que “mantienen un programa obsoleto”. Como bien señaló Axel Rivas, de la Universidad de San Andrés, en todos los lugares donde se detecta una obsolescencia curricular no se cierran escuelas: se cambian los programas. ¿Por qué no utilizar a los docentes especializados en esta oferta educativa, o sea la “capacidad instalada”, para generar nuevas formas de enseñanza para jóvenes y adultos con ellos? Tiramonti no dice nada.
Por el contrario: en los papers que ella produce y elogia, la política educativa es algo simple, claro y bienintencionado, y los sindicatos –que no son otra cosa que docentes organizados– y los estudiantes son el escollo que impide la “buena política”. Allí, en ese desprecio, se manifiesta claramente que ella, como sus hasta hace pocos días jefes, hace mucho tiempo que no recorren el llano de las escuelas. Allí se respiran voluntades, entre la precariedad edilicia y las viandas insuficientes. Allí, de noche, vuelven los pibes y las pibas que habían abandonado, reclamando una nueva oportunidad. Para esos jóvenes la escuela nocturna es la chance de sus vidas. Impostar frialdad detrás de un escritorio ministerial puede dar distancia, pero se corre el riesgo de perder humanidad. El sistema educativo, como toda la trama burocrática del Estado, se trata de personas que quieren ser un poco más felices. Esto no es la construcción de una épica que apela a lo emocional: esto es la realidad cotidiana en las escuelas. Y eso Guillermina Tiramonti no lo ve.
A lo largo de toda su columna, va construyendo una especie de “bárbaro” con los docentes, los estudiantes, los sindicatos. Ahí pone sus misiles retóricos, al servicio del cierre de escuelas. En ese ejercicio, intenta reinventar la tradición sarmientina: prolija, pulcra, bien afinada, civilizada… blanca. La contradicción inmediata es que ella intenta combatir esa barbarie justificando el cierre de escuelas, institutos terciarios y universidades. Sarmiento ha muerto, y sus presuntos herederos no parecen ser sus mejores discípulos.
Los gobiernos de Mauricio Macri, de María Eugenia Vidal –del que, vale la pena insistir, Tiramonti fue funcionaria hasta hace días– y de Horacio Rodríguez Larreta tienen como uno de sus principales objetivos la demonización de los docentes y el desprecio a la educación pública. Recordemos los aprietes de la policía a los estudiantes secundarios de la Escuela Carlos Pellegrini, la represión policial a los docentes en el Congreso, el intento de cierres de institutos de formación docente y el cierre de carreras, el desfinanciamiento de las universidades nacionales, el uso espurio de las evaluaciones estandarizadas para agredir a los maestros en momentos clave (o cuando se discuten paritarias, o cuando se intenta aprobar una Comisión de Evaluación de la Formación Docente en el Consejo Federal).
Restan preguntas: ¿Hay algo más aberrante que el cierre de escuelas? ¿Por qué Tiramonti opta por minimizar sus efectos? Entre “la obsolescencia de los programas” y el cierre efectivo hay una gran cantidad de posibilidades a explorar, pero ella no parece buscar ese debate.
Necesitamos más escuelas y más políticas públicas para atraer a jóvenes y adultos. Necesitamos referentes educativos con visión de futuro y no sólo comprometidos con políticas de ajuste. «
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