Patricia Highsmith: “Mis secretos están aquí, por escrito”

Por: Tomás Villegas

Su vida personal y amorosa así como sus ideas sobre el arte, la creatividad y su escritura constituyen el material de este libro publicado por Anagrama. Estos escritos personales abarcan desde sus 20 años (1941) hasta su muerte en 1995. Una ventana para asomarse a la intimidad de esta gran maestra del thriller y el misterio.

Antes de sus brevísimos nueve años, Patricia Highsmith (Texas, 1921 – Locarno, Suiza, 1995) contaba ya con sus preferencias lectoras: Conan Doyle y Dostoievski eran, para su infante genio, maestros indiscutidos. Habiendo aprendido a leer a los tres, la vida le reservaba algunos menesteres propios de la condición del lector: la soledad, la introversión, la palabra pública mullida de timidez.

Siendo la suya una obra calada en el thriller, el misterio y la novela negra, poco hay en su ficción –como afirma la editora Anna Von Planta– que nos lleve hacia su intimidad, por lo que la publicación de estos textos personales cobra un interés mayúsculo. Más aún si consideramos el grado de privacidad del que recelaba Pat, alguien que apenas monologaba con entrevistadores y reporteros reconocidos.

Espero releer algún día todo esto, todo este libro” –escribe, jovencísima, en una entrada de junio de 1941–. “Mis secretos –los secretos que todo el mundo tiene– están aquí, por escrito”. La autora dejó tras de sí, manuscritas, ocho mil páginas entre diarios y cuadernos; en los primeros detallaba su vida amorosa y estrictamente personal, y en los segundos barajaba opciones ligadas al arte, a la creatividad, a su propia escritura.

Aristas de la autora

El libro compendia un vasto abanico temporal y existencial: parte de los veinte años de la autora, en 1941, y llega a 1995, año de su muerte. En este amplísimo arco se manifiestan diversas aristas de la personalidad de Highsmith; ciertos intereses se intensifican, otros mutan, otros desaparecen, porque ella misma –comprensiblemente– crece al abrigo de estas páginas.

La efusividad, por caso, que cobra una atención, una caricia, un baile o una copa compartida con alguna de las chicas que admira o cree amar, emergen con insistencia en los primeros años mientras que, con el tiempo, la escritura centrada en el ámbito privado y amoroso irá desapareciendo; como si, hacia el final de su vida, lo único digno de ser consignado fuera la obra.

A pesar de su genio y de su aparente seguridad, en los inicios del libro la autora no deja de ser una joven mujer desvelada por los enamoramientos. Su lesbianismo –que en principio no problematiza en absoluto–, su amorosa aunque conflictiva relación con la madre, el creciente desgano por la Liga Juvenil Comunista a la que pertenece, la mirada de los otros, terminan, en suma, afectándola en mayor o menor media, consciente o inconscientemente.

Anota en agosto del 41: “Nunca he querido tanto escribir como quiero ahora. He pasado por un infierno de falsedad, lágrimas, negación, felicidad sintética, sueños, deseos y desilusión, de fachadas de belleza que escondían fealdad, de fachadas de fealdad que escondían belleza, de besos y de abrazos superficiales, de droga y huida. Así que quiero escribir. Tengo que escribir. Porque soy una nadadora que se esfuerza por mantenerse a flote en mitad de una inundación, y con la escritura busco una piedra en la que descansar. Y si mis pies no la encuentran, me hundo”.

¿Escritora o pintora?

Durante 1944, en una prolongada estadía en México, a Highsmith la incomoda una duda artística: convertirse en escritora o en pintora. Por la mañana pinta, por la tarde, escribe. Al menos cinco horas, piensa, debe escribir en continuado. Y en absoluta soledad. En una casita de montaña, comienza The Click of the Shutting, su primer intento serio de novela –que alcanzará las trescientas páginas antes de ser abandonado– en la que pueden observarse ya, en los rasgos de su protagonista, ciertos atributos de quien será su personaje más conocido: Tom Ripley. Por entonces Highsmith se gana la vida como guionista de historietas, sin embargo otro malestar la acecha: que el trabajo le quite tiempo valioso a su escritura.

Simultáneamente, su convulsionada vida amorosa –un verdadero cúmulo de amantes mujeres y algún que otro hombre– le arrebata varios suspiros y dolores de cabeza. Si tan solo –anhela– algo perdurara idéntico a sí mismo. Anota el dos de enero del 45: “Una alegría menor, una nota menor sobre arte. Oír Júpiter [de Mozart], que tengo asociada con el otoño de mis diecisiete años y el comienzo del amor carnal. Oírla ahora, después de una docena de amores, después del final del mejor, y encontrarla igual que siempre”.

“Extraños en un tren” y “El precio de la sal”

El 30 de diciembre de 1947 escribe la escena crucial de lo que será su célebre novela (adaptada posteriormente al cine por Alfred Hitchcock), Extraños en un tren. “Tengo la sensación de que hoy ha ocurrido algo en mi interior” –consigna ese mismo día– . “Soy mayor, bastante más madura. (…) Casi alcanzo a ver las arrugas de la edad en mi cuerpo. He vuelto a casa sola, muy satisfecha y feliz. No quiero casarme. Tengo mis buenas amistades”. Será el comienzo de una carrera potente aunque con ciertos bemoles, sobre todo respecto de su país de origen, perezoso en el reconocimiento del valor literario de su obra.

Por sugerencia de su agente, publica bajo seudónimo en 1950 El precio de la sal, su primera novela con un amor lésbico como protagonista, que se convertirá de inmediato en un bestseller. Son los años del macartismo, en los que hasta el correo podía intervenirse si se sospechaba un contenido “obsceno, lujurioso o lascivo”. Para evitar la censura, una novela de esas características debía proponer un final dramático y cruel para la pareja gay, una suerte de ajuste de cuentas ante semejante “desvío” de la norma. Highsmith, no obstante, les concede a sus amantes un final feliz. 

Cuarenta años más tarde, la autora publicará la novela con su propia firma y con un cambio de título, Carol. En el prólogo de 1990, afirma: “Antes de este libro, en las novelas estadounidenses, los hombres y las mujeres homosexuales tenían que pagar por su desviación cortándose las venas, ahogándose en una piscina, abandonando su homosexualidad (al menos, así lo afirmaban), o cayendo en una depresión infernal”. La lluvia de cartas que recibe de parte de mujeres y hombres agradeciendo su osadía –mujeres y hombres, claro, que debían vivir ocultando su orientación sexual– la señalan como una suerte de faro guía –en que, por cierto, nunca tuvo intenciones de convertirse.

El trabajo como salvación

A finales de los sesenta, la ruptura con Caroline Besterman la sumerge en una atmósfera de pensamientos tóxicos (reincidentes a lo largo de su existencia) y, para lidiar con la angustia, se encapsula en el trabajo. La muerte de su amada gata Sammy perfila una depresión que la arrincona en la casa del Canal du Loing, en Montcourt, Francia. A las 3:30 de la mañana del cinco de enero de 1970 escribe: “El único consuelo (hay que buscar alguno) es que hay otros atormentados que garabatean cosas parecidas a las tantas de la madrugada”. Huraña y resentida, se niega a volver a Estados Unidos mientras la administración Nixon gobierne el país.

El comienzo del último de sus diarios está fechado en 1981. Sus entradas, cada vez más breves, expresan poco y nada sobre su vida personal. Continúa, eso sí, con la escritura de sus cuadernos, en la que prevalecen ideas creativas y el desarrollo de sus proyectos, historias, personajes. Es que el trabajo, la inmersión en el mundo privado de la escritura, fue siempre para Highsmith una especie de resguardo de la conflictiva vida social, económica y emocional.

“Gracias a Dios por el trabajo, el único bálsamo en este mundo.” –confiesa en noviembre de 1944– “El trabajo, bendito asesino del monstruo que es el Tiempo. El trabajo hace caer la noche, hace que lleguen el apetito, el cansancio y el sueño. Y cuando el Tiempo agoniza, hace incluso que llegue esa llamada de teléfono. El trabajo es bálsamo para los nervios destrozados, lava los ojos para que una vea, cura el corazón para que una pueda amar”.                 

Pat supo sobrevivir a relaciones tóxicas, a prejuicios y estigmas paralizantes, a un Estado cazador de disidencias, a la ausencia de un padre biológico, a la conflictiva relación con su madre. En julio del 43, a los 22 años, escribe: “Reconciliarme conmigo misma es lo más difícil y quizá sea el mayor logro que me honre cuando muera”.

En estos Diarios y cuadernos afloran, constantes, contradicciones e intensidades de variable calibre; y junto a los chispazos creativos y las reflexiones artísticas o culturales, junto a los sentimientos amorosos, bellos, de aparente plenitud, brota también la mezquindad, el miedo, el rencor. Poco se vislumbra, en estas más de mil páginas, de amena reconciliación: como toda vida que aspira, después de todo, a ser vivida desde el nervio de la osadía. 

  

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