Columna de opinión.
Tomo por asalto la hoja en blanco, me trepo por las paredes, busco perspectiva y contemplo todas las batallas de la ciudad.
Trazo círculos con un compás de angustia y siempre me veo dando la vuelta al perro. Como el viejo Kant, no puedo salir de mi lugar de origen.
Alguna vez el poeta Nicolás Olivari dijo: «Sólo hablo de lo que sé: Buenos Aires». Y sí uno solo puede hablar de lo que ama.
Con las solapas levantadas me busco en los espejos de los baños de los bares, pero no estoy. «Nosotros, los de antes, ya no somos los mismos», me aclara Neruda, por si hiciera falta. Por suerte encontré la fórmula del éxito: papel y lápiz, mis ojos, mis oídos y mis pies. Yo escribo caminando. Como un trolebús voy agarrado de un hilo que pende de una nube que me lleva de aquí para allá, sin destino preciso. Las calles forman nudos y encrucijadas, contienen antologías de uno mismo, parecen libros abiertos con las páginas revueltas. Memoro, rememoro, avanzo entre imágenes del pasado y del presente, dejándome llevar por esa confusión de voces y trinos urbanos. Y entonces arremeto contra los molinos del barrio con un escarbadiente y mi armadura de platitos de vermú. Le pido peras al domingo, creo en milagros y salgo a la calle, otra vez.
Veo venir por Avenida de Mayo a mi amiga Gabriela, en falsa escuadra, algo desencajada. Me reconoce. Se detiene. Me saluda. Noto que está llorando. Hace pucheros. «¿Qué te pasa?», le digo. «Me acaban de rebotar de un casting de Pepito Cibrián», me dice y sin decir nada más, me da un beso en la mejilla y me moja un poco con esa agüita salada de la derrota. Se aleja lentamente, toda de negro. Se la traga la noche con su boca de ballena. Sentí que una lamparita se había quemado en la marquesina de los sueños.
Pero el espectáculo debe continuar.
Por la calle Florida un señor de unos 70 años, ataviado con túnica oriental y sombrerito con arabescos, practica «un acto de levitación». Al lado suyo, hay un tarrito para dejar billetes o monedas. Impresiona verlo… aferrado a una especie de bastón, que más que bastón era un palo de escoba. Parecía efectivamente suspendido en el aire, movía las patitas, se acariciaba los muslos, simulando, o no, un estado de trance.
Le dejo unas monedas y sigo.
En la esquina de Florida y Diagonal un muchacho está haciendo un solo de batería que estremece los cimientos de la estatua de Roque Sáenz Peña. A pocos metros, un violero desaforado puntea el solo de Burn, de Deep Purple, a una velocidad de Fórmula 1 (creo que superó a Ritchie Blackmore ).
Unas cuadras más allá un cuarteto versiona So what de Miles Davis y se le mezcla la voz de un tenor desaforado que está cantando un aria de ópera de Verdi, parado al lado del puesto de diarios de Florida y Sarmiento.
En unos de los pasillos del túnel que pasa por debajo del Obelisco hay dos linyeras tirados en el piso, planificando la noche. «Qué tal un guisito esta noche, porque todos los días pan, pan y pan….». Muy cerca de ellos suena una guitarra: un hombre toca unos acordes de El oso, de Moris. Le falta una pierna. En la funda de la guitarra tiro unas monedas. La bocina del subte pegó justo con una nota de la armónica de un cieguito que se está mandando una chacarera bárbara.
Llegando al andén, se escucha una voz cascada cantando el estribillo de Proud Mary de los Creedence. Apenas subo a un vagón irrumpen dos muchachos: uno toca un saxo, el otro lo acompaña con un redoblante, tocan una sincopada versión de Tristeza, el famoso samba de Sérgio Mendes.
De pronto irrumpe como un 9 en el centro del área, un anciano tocando un bombo legüero, camina por el pasillo musitando «tengo hambre». Ahora es el turno de Valeria, la contorsionista: presenta su número como «tango y contorsión»; mientras suena La cumparsita de fondo, se pone boca abajo, flexiona las piernas sobre la espalda y con los pies se saca el sombrero (parece de goma).
A Valeria la interrumpe un simpático trío que canta a capella un original arreglo para voces de Una nueva noche fría, de Callejeros: «Voces, sólo voces, como ecos / como atroces chistes sin gracia / hace tiempo escucho voces y ni una palabra». Emociona escucharlos hoy, aquí.
Bajo en Callao y cerca de los molinetes está afinando una eléctrica un morocho, mezcla de John Lee Hooker y Peter Tosh; me parece que el muchacho promete. Salgo a la superficie llevando en mis manos una cajita de música con todos los sonidos de mi ciudad.
Todo movimiento es ilusorio. Sigo echando raíces como ese árbol en medio de la vereda, bajo mi sombra hay un pibe que está escribiendo siempre la misma canción. «
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