Que ves el cielo

Por: Gustavo Sarmiento

Esta es la historia de Paloma y una familia. De ausencias, legados y luchas. De deseos y canciones. Somos finitos. Y hay que aprender a convivir con eso.

El último verano, Paloma estaba ansiosa por ser amiga de Benja. A sus 16 años y medio, ya tenía todo lo que quería: novio, familia, amigas, su grupo de danza, pero le faltaba Benja. Estaba apurada para que sean amigos. Decía que necesitaba lograrlo antes de la temporada estival. Y lo logró. Pocos días después de terminado ese verano, Benja fue uno de los que más lloró en el velatorio de Palo.

Murió el 25 de marzo de 2024 en Azul. Mismo número de día que el de su madre (que nació el 25/5), y en marzo, el mes del cumple de su hermana (17/3), que una semana antes había festejado sus 15. A Paloma, mi sobrina/ahijada, la de los mejores abrazos, le agarró un aneurisma en la ducha, mientras se bañaba. Y esperó a que llegue su madre del trabajo (avisada con urgencia por su otra hija, la menor, Cande) para irse en sus brazos. Casi un último deseo. Como le escribió para un día de la madre: «sos la mejor mamá de este mundo, y de los otros también».

Esa mañana me enteré por mi otra hermana, que me llamó mientras yo estaba trabajando en San Martín. Ya supe que algo malo pasaba, nunca me llama en el trabajo. Al rato, desde el hospital –porque mi hermana logró mantenerla con vida hasta que llegó la ambulancia media hora después, gracias al RCP (cuya enseñanza en las escuelas y laburos debería ser obligatoria)– me mandó un mensaje con las tres palabras indeseables: «Se nos fue». Estaba por salir de CABA a Azul. Los 300 kilómetros más tristes de la vida.

Cuando retiramos antes a mi hijo de seis de su escuela y le conté lo sucedido, me dijo influenciado por los videojuegos: “Bueno, perdió solo la primera vida, le quedan las otras”. Con mi hija de 3 años jugamos a que Palo nos manda señales a través de las nubes. Le digo que ahora su prima es más grande, porque es parte de todo.

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Lo más impotente de la muerte es que no hay vuelta atrás. Y tenés que aprender a convivir con eso. Ojalá nos acercáramos a relacionarnos con la muerte como lo hacen otras culturas orientales o indígenas, a las que se aborrece sistemáticamente. Somos finitos. Pero no estamos acostumbrados a que una joven muera. Cuando pasa, se remueve todo. Hay una pérdida de la inocencia, también una vuelta a la propia infancia. Esa primera noche dormimos los tres hermanos abrazados sobre el colchón en el piso de la casa de nuestros padres.

Meses después, un neurocirujano nos contaría que los ACV ocurren de la nada, no se pueden prever, no es hereditario ni tiene señales previas, y le pasa al 3% de la población. Hay una regla de tres tercios: a un tercio le sucede en su casa y no sobrevive; otro tercio llega al hospital y no sobrevive; el resto sobrevive, la mayoría con secuelas. Los primeros minutos son claves. Existen cada vez más jóvenes con ACV, y va superando al infarto en cantidad de casos, pero se desconoce por qué.

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“Odio los genes”, decía Palo cuando tenía que ir al médico por algo. Días antes de su muerte, su madre se puso a escuchar a Silvio Rodríguez después de muchísimo tiempo. En un momento Palo le comenta: “Siempre me pregunté qué quiere decir esa parte de ‘debo dejar la casa y el sillón. La madre vive hasta que muere el sol’”. Mi hermana le da su explicación y le cuestiona por qué nunca se lo consultó antes: “Porque quería descubrirlo por mi cuenta”.

Palo, de chica, decía que jugaba a soplar las nubes. Durante su entierro en el jardín de paz, al momento preciso del último adiós, se formó en el cielo una cruz. Parecía de aviones a chorro, aunque no vimos ninguno. Esa semana le hicimos un ritual colectivo de despedida en el arroyo, donde solía caminar. En ese instante salió el arcoiris, aunque no había llovido.

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Le encantaban los atardeceres y las cosas dulces. El último verano habíamos vivido en felicidad porque nos tocó pasar juntos muchos días, y ella disfrutó de sus primos pequeños, Enzo y Hele. Al fin y al cabo, era la prima mayor.

Una de las tardes de ese último verano en su casa, entre pelopincho y playmobiles, le mostré la última canción que me había salido. Se llama “Y después”. En las estrofas dice cosas como “ahora no te puedo entender, menos te puedo encontrar acá, creeme que existe la fe, también la vanidad. Verte aunque sea una vez más”; y en los estribillos se hablan entre los protagonistas de la historia: “Y después, después compramos un perro, y después llega la casa, el diario del domingo y el pan de la mañana. Y después, vacaciones juntos en familia en la playa. Y después, lo de siempre, la vida”. Cuando terminé, ella sonrió naturalmente como solía hacer, y me dio su veredicto: “Me gustó la parte del después”.

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Desde que nació Palo no parecía terrenal, con sus ojos celestes color cielo, cristalinos, que no sabemos de dónde los sacó. Era etérea. Más que moverse, flotaba. Disfrutaba de las reuniones familiares y que todos pasáramos papelones. «Ay, tío!», decía. Este año le tocaba arrancar la universidad. Iba a postularse para la academia de baile, sino pensaba seguir kinesiología. Algo relacionado con mover el cuerpo.

Los aniversarios no son el problema. En esas fechas siempre hay gente. Se la extraña más en la vida cotidiana. La silla vacía. Pero cuando uno ve a la madre sonreír y tener momentos de felicidad, a la hermana con deseos y ganas de seguir adelante, a los abuelos siempre ahí presentes, no se puede más que tener admiración. La ausencia es legado; y el legado de esta historia es el deseo: hacer cosas, idear proyectos, moverse.

La ausencia es también lucha. Si lo sabrá un país con 30.000 (o más) desaparecidos. La primera sesión que tuve con Cynthia, mi psicóloga, después de lo de Palo, frente a un balneario azuleño vacío en la mañana de un otoño incipiente, me preguntó: “¿Qué eras vos para ella?”. Cuando uno se muere también se lleva consigo algo nuestro, irrepetible.

A veces quizás se trata sólo de azar. Que te puede pasar a vos o al vecino. Que te toca o no te toca. Como escribió mi amiga Luciana, que atravesó un tratamiento de leucemia de su hija: «Que por qué a mí (¿y por qué no?). Que la vida puede dar un vuelco en un segundo».

Cande dice que en los días previos al aniversario ya siente en el aire que está por venir la época del año en la que se fue su hermana. Lo siente en los aromas, en las flores, en el cambio de los colores. Desde que se fue Palo todos aprendimos a abrir los sentidos.

En los meses posteriores a la muerte de su hermana empezó a pintar un cuadro, que terminó presentando en los Juegos Bonaerenses. Eran dos mujeres que parecían estar saludándose, o despidiéndose, rozando sus dedos, una desde el agua, más oscura, otra más cerca del cielo. Lo llamó «Cita con los Ángeles» y en los justificativos habló de un «sentimiento de impotencia y a la vez de paz» y de «esa sensación de estar en un sueño».

***

En este tiempo me enteré que Machi Rufino, bajista de Invisible (la banda que lideró Spinetta en la segunda parte de los ’70), también perdió a su hija Laura, cuando solo tenía 19. En un posteo en mayo, Machi consideró que las personas que mueren no cumplen años: ”como dijo un amigo de ella cuando falleció: ‘Lauri, vas a tener 19 años para siempre’«.

Al enterarme, le escribí un mail. Mencionó la importancia de no encerrarse en sí mismo, hacer una terapia con un profesional o ir a un grupo de ayuda para padres y madres que han perdido hijos, como Renacer, que se propone «enfrentar ese dolor, aprender de él, otorgándole un sentido, para lograr así trascenderlo y a través del amor, hallar nuevos significados». Será que la vida, al igual que el amor y la muerte, es una cuestión de tiempo.

¿La clave es vivir mucho o vivir bien? Palo vivió en plenitud hasta sus últimas horas. El día previo le dedicó un posteo a su novio. Amó y fue amada. Disfrutaba cada cosa. Contaba con una genuina capacidad de sorprenderse. La virtud de la transparencia. Creía en lo colectivo, formó parte del centro de estudiantes que hoy preside su hermana. Tenía un don para la danza, el arte que más conecta con el alma, con interpretar señales y emanar energía.

Le fascinaba hacer grullas. Esas criaturas míticas que viven 1000 años. Los japoneses la llaman el “ave de la felicidad”, símbolo de buena fortuna y de la protección que dan sus alas. Con el tiempo, el pájaro de papel se convirtió en símbolo de esperanza y sanación en tiempos difíciles. La investigadora en arte e historia socio-cultural de Asia, Verónica Flores, lo definió con estas palabras: «La grulla representa longevidad, inmortalidad, una vida más allá de lo terrenal».

Siempre le encantó un tema que escuchábamos en el disco Piojos y Piojitos: “Que ves el cielo”, de Invisible. Entonaba, como un designio: “No importa tu nombre si me puedes contestar. Son tantos tus sueños que ves el cielo mientras te veo bailar”.

De ese mismo disco le atraía también otro tema: «Las Brujitas». Era de Fito, que nunca la grabó en un álbum suyo. Pertenecía a una obra inconclusa de la que sólo se conocieron los demos, llamada Novela. La empezó a idear en paralelo a Ey!, por 1988. Meses después de la muerte de Palo recordé la canción mientras caminaba por las calles de Florida, y me puse a escuchar el demo. Ya ni me acordaba de la letra: “Están en esta sala, mis brujas siempre van donde voy, y están en mi cabeza, y están en cada cosa que soy. Mis brujas son feitas blancanieves de ciudad y agitan sus escobas a la hora de cantar”.

El tema me llevó a otro demo de ese disco fallido de Fito, que siempre me encantó. Se lo conoce como «Telequinesis» o «Aterrizó en Santa Fe», y alguna vez Fabi Cantilo la definió como la segunda mejor melodía de Fito. Dice la letra: “ella sabía que podía mover cada abertura del aire y su mágica piel, ella y sus mágicos pies. Algo comienza a volar; y ya no hay nada que no sea volar, vuelan las drogas, los cuerpos, el hambre y el pan. Cuando se hartó de brillar la llevaron, vio por fin del otro lado”.

Esa mañana me entretuve jugando a pensar que a Palo, cuando se hartó de brillar, se la llevaron. ¿Quiénes? Esas brujitas, feitas blancanieves de ciudad que ella escuchaba de chica –mientras esbozaba esa sonrisa de parecer entenderlo todo–, por una misión que andá a saber cuál será. Que vio por fin del otro lado. Y ya no hay nada que no sea volar.

Pasaron doce meses, Fito acaba de publicar Novela de manera oficial, tras 37 años. Y Cande, la hermana de Palo, está de novia con Benja desde hace un tiempo. Estaban destinados a cruzarse. Sólo era cuestión de que el azar los uniera, o alguien se diera cuenta. Dicen que hay destinos imposibles de torcer y que las cosas a veces parecen unidas por hilos invisibles. Como cuando vemos a una bailarina hacer la danza perfecta, mientras alguien juega a soplar nubes en el cielo. «

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