Pablo Bernasconi: “En mi trabajo sólo utilizo objetos usados, que tengan una historia”

Por: Mónica López Ocón

El diseñador-ilustrador-escritor acaba de presentar El infinito, un libro que interpela a lectores de todas las edades desde la poesía y el asombro.

Los libros tienen puerta de entrada y también un vestíbulo que hay que trasponer  para entrar al texto. El infinito (Sudamericana) de Pablo Bernasconi tiene dos puertas. La primera se parece a la que tienen todos los libros. La segunda, en cambio, es un portal que se abre sobre la tapa. Al abrir esa puerta troquelada nos encontramos con un rey y somos conducidos directamente a un mundo en el que se mezclan las formas, los colores y las palabras.  En ese universo  los chicos deben sentirse como pez en el agua y  los adultos tenemos la posibilidad de reencontrarnos con el asombro poético que se nos fue gastando a medida que crecimos. Se trata de maravillosas piezas gráficas que tienen una pequeña explicación parecida a la que dan los chicos cuando les preguntamos qué es lo que dibujaron. No es un libro ni para chicos ni para grandes, sino para todos aquellos que están dispuestos a dejarse asombrar.

-Vos hiciste la carrera de diseñador gráfico, pero me parece que lo que hacés excede el diseño y también la ilustración, porque, además, escribís. ¿Cómo te autodefinirías?

-El hecho de que una carrera implique un rótulo y que ese rótulo sectorice tu profesión siempre me puso un poco incómodo. Aun así, yo estudié diseño en la Universidad de Buenos Aires. Por lo menos en el momento en que estudié y también en los años en que fui docente, la carrera ofrecía una gran amplitud ante las posibilidades de comunicación.  No sé cómo es ahora, pero no creo que haya cambiado demasiado. Las posibilidades de comunicación incluyen la ilustración, la literatura, todas las manifestaciones culturales a las que uno se puede aproximar. Además, tuve mucha suerte con los docentes, los compañeros y con la mirada que me propusieron para esta carrera. Así y todo, yo me considero un malísimo ejemplo como diseñador.

-¿Por qué?

-Porque soy muy caprichoso, tengo una impronta tan personal que me impide ser camaleónico como creo que debe ser un diseñador, que está más atento a un comitente y a expresar una opinión que no es la propia, sino que tiene que responder técnica y discursivamente a otra demanda. Hoy respondo sólo por mí, no estoy haciendo trabajo de diseño excepto con mis libros. Como diseñador, me fui al pasto, al barro. Me siento muy cómodo en ese lugar, pero hay que entender que ese no es el arquetipo del diseñador.

-Pero tampoco respondés al arquetipo del ilustrador ni del escritor, aunque ahora hay varios ilustradores que escriben. 

-Sí, somos los autores integrales. Hay muchos que se le han animado al texto y a la  ilustración y, sobre todo, se han animado a atravesar un concepto, mirarlo desde distintos puntos de vista y contenerlo desde las herramientas que uno maneja. Para mí eso es lo más importante, porque las herramientas no dejan de ser cuestiones técnicas, incluso el saber escribir no deja de ser una cuestión técnica. El tema es saber qué escribir, de qué forma comunicar.

-La literatura es una cuestión técnica, pero no es sólo eso ya que implica una mirada, una serie de vivencias, de lecturas…

-Sí, que uno se anime a transmitir alguna vivencia a través de la palabra es un acto de literatura, pero la herramienta para escribir es técnica, lo que quiere decir que uno la puede aprender. Lo mismo sucede con el diseño y la ilustración, son cosas que se pueden aprender. Lo que no estoy seguro que se puedan aprender es justamente las vivencias.

-En El infinito no vi un libro ilustrado, sino precisamente un trabajo integral. Me pareció que era una forma de la poesía. El texto explica la ilustración de una manera infantil en el mejor de los sentidos. Parece la respuesta ante la pregunta de los adultos ¿y esto qué es?

-Sí, las respuestas tienen un fundamento que vincula la ingenuidad con la magia, que es lo que hacen los chicos. Esos textos son poesías, conforman un minipoemario. Muchos de esos pequeños textos estaban en otro libro mío, La verdadera explicación, en que aparece esto mismo que vos describís. Es un libro que propone explicaciones en que la búsqueda está más por el lado de la belleza que de la verdad. Yo decidí expandir ese texto, ilustrarlo, convertirlo en un libro y darle un volumen casi un ensayo. En el libro que mencioné era una página e Infinito es un libro entero. Me parece que el tema da para mucho y tratar de contenerlo en 64 páginas es todo un desafío, es una experiencia tratar de integrar esas definiciones en pequeños poemas. Muchas definiciones tienen un tono hasta dramático porque conllevan la angustia propia de nombrar el  infinito, lo que te acerca a un acantilado y  uno sabe bien si se quiere asomar a eso, si le hace bien. Pero desde la mirada de  un niño, esa alquimia que se genera entre la ingenuidad y la magia, esa angustia desaparece porque se propone desde la poesía.  La poesía nos acerca a una escala humana donde me parece que esa angustia se diluye.

-¿Qué fue primero, el texto o la ilustración?

-Fue primero el texto. No siempre es así, pero fue de esa manera en este caso. El terreno que frecuento es el de la poesía visual, la poesía escrita, la metáfora, la retórica, la búsqueda de significados que se distribuyen en capas. Eso hace que si lees un libro mío en un determinado momento  y luego lo relees, seguramente vas a encontrar otras cosas, precisamente por esas “capas” de las que hablo. Hay cosas que se pasan por alto en una primera mirada, pero que se encuentran en una segunda o una tercera.

-Aunque un libro ilustrado parece estar destinado a  un lector infantil, me parece que El Infinito es para todo el mundo precisamente por las capas de sentido de las que hablás.

-Sí, todos mis libros apuntan a un vínculo, no a niños ni a adultos. Si hay una abuela y un nieto, una madre y un hijo, si hay diferentes edades en esa experiencia de lectura, la cosa va a funcionar. Si cuando lo lees tenés  un chico al lado, seguramente lo vas a leer con otra frescura porque los chicos van de lo micro a lo macro, ven el detalle y luego lo expanden hacia afuera. Los adultos, en cambio, procedemos al revés, vamos de lo macro a lo micro. Por supuesto que esto no es una afirmación absoluta, pero creo que en general sucede así. Cuando hago un libro jamás pienso en las edades. Por una cuestión comercial o más bien geográfica, cuando el librero se pregunta dónde ponerlo, cuando el libro tiene imágenes suele ir a la sección infantil.

-¿Qué técnicas utilizás ? Creo que hay collages pero también muchas otras.

-Sí. Yo tengo una relación ambigua con la palabra collage porque en el imaginario el collage son papeles pegados y yo no hago eso. En ningún momento pego papeles.

-¿Y qué es lo que hacés?

-Trabajo más como si hiciera una escultura, pero el collage también vincula universos: es esto, sumado a esto, le agrego esto otro y lo fundo con esto. Esa definición me cierra porque lo que yo hago es fusionar universos: mezclo un  telescopio con un lápiz, por ejemplo.

-Esa ilustración del telescopio-lápiz me parece particularmente hermosa.

-Sí, como dice el texto “es la mina del lápiz que tragó el sacapuntas que hubiese escrito la solución a todo”. Eso está trabajado desde el volumen, no desde las dos dimensiones. El lápiz es de verdad, es un lápiz mío, es un lápiz que fotografié.

-¿Eso luego lo procesas en la computadora?

-La computadora aparece en última instancia. Por ejemplo, para ensamblarle al lápiz el lente.  Ahí hay una integración en tres dimensiones pero desde lo digital, pero todo es muy rudimentario. Soy muy ajeno a los efectos que produce la computadora. No uso nada de nada. Saco la foto como la necesito y trato de armar la mayor parte de las cosas fuera de la computadora. Si hay que poner un alambre, lo pongo. Hasta ahora no encontré nada mejor ni más rápido que hacer las cosas de verdad.

-¿Y en la ilustración de la sillas del carpintero enamorado, por ejemplo, cómo procediste?

-Son una serie de fotos que saqué en una mueblería en Corrientes a donde había ido a una feria del libro. Era una mueblería de usados que tenía sillas apiladas con la forma en que aparece en el ilbro. Era un revoltijo de sillas en un lugar que era como un galpón. Había buena luz  y saqué muchas fotos. Yo no  hice más que combinar diez tomas de sillas amontonadas.

-Jamás hubiera pensado que eran fotos porque parece un dibujo.

-Bueno, lo que hice después fue recortar las patas de las sillas fue recortarlas, darles un carácter onírico porque parece que las sillas se estuvieran derritiendo. Eso es un dibujo mío que está por arriba. Por lo general trabajo con acrílico, con lápiz, con tintas o con acuarelas y transformo esas sillas que pueden ser un poco rígidas. Una pata se empieza a torcer y el conjunto comienza a parecer algo más orgánico. Por eso sólo utilizo elementos viejos, nunca elementos nuevos.

-¿A qué te referís con elementos viejos?

-A elementos que tienen muchos años o que ha usado gente. Los elementos nuevos no tienen la personalidad que les dan los años y las experiencias de la gente que los usó y eso se nota en las imágenes. El lápiz-telescopio, por ejemplo, está mordido por mi hijo cuando era chico. Lo veo y ya sé qué lápiz es. No es el que fui a comprar a la librería y que no tocó nadie. Por él pasaron libros. No sé si la gente lo sabe, pero no me importa, porque yo sí lo sé.

-Los objetos están impregnados de historia.

-Sí y esa historia se ve. Se ven los rayones, la erosión y eso me interesa mucho. No me sirve la virginidad de los objetos. Un objeto es estéril desde lo discursivo cuando está recién salido de fábrica. En mis imágenes casi no uso elementos tecnológicos porque carecen de la magia que tiene la mecánica. Por ejemplo, yo toco el piano y en mi casa tengo un piano vertical. Lo abro y parece una nave espacial: ves los martillos, los movimientos que hacen con los resortes, la forma en que la máquina responde a los pedales…No es lo mismo un tren bala que una locomotora a vapor como las que tenemos en el sur. Esas locomotoras con como un animal que echa humo, sudan, tienen una impronta vital. La gente les da de comer carbón. Un tren bala no me dice nada, no tiene personalidad. Observar eso es bellísimo y yo busco que en mis imágenes se vea eso. Me gusta leer los objetos. Cuando uno compra algo  usado, un sillón, por ejemplo, se lleva  una historia a su casa.  Hay incluso quienes creen que los objetos están impregnados de cosas que pueden hacer  daño. Eso ya no es tan lindo, pero es romántico pensar que los objetos ocultan historias: este era el teléfono de mi padre, esta era la máquina de coser de mi abuela. Uno nunca se desprende de esas cosas. Por lo menos yo no lo hago. Los objetos que yo construyo, sin embargo, son perecederos. Los hago para la foto y luego se acaban, no los pongo en un estante, los destruyo.

-¿Te criaste en una casa en que estaba presente el arte?

-Mis viejos son científicos. Mi madre era química. Mi padre es ingeniero nuclear. Mi contacto de chico fue siempre con la ciencia. Iba a un jardín del Centro Atómico que estaba frente a un reactor nuclear. Iba a buscar a mi madre y la veía a través de una ventana trabajando con  una caja de guante con material radiactivo. Los amigos de mis viejos hablaban de cosas que para mí en un principio eran insondables, pero a las que con el tiempo les fui prestando atención. La forma en que hablaban me producía mucha curiosidad. Si bien mis padres no tenían que ver con el arte, en la ciencia y en los científicos hay una apelación constante a la curiosidad que es la que motoriza la búsqueda y el hallazgo. La mía quizá sea una devolución artística de todas esas cosas que viví de niño respecto de la ciencia.   

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