La serie estrenada por Netflix hace algunas semanas inició el debate en redes sociales y foros dedicados a la ficción televisiva sobre cuánto se parece o no al tanque de AMC. Y por supuesto, cuál es mejor.
El de Ozark igual de frustrado pero asesor financiero, lo que le da un mejor pasar -además de ya ser lavador de dinero del narcotráfico-, con su hija mayor en la adolescencia y su hijo ingresando en ella, también comienza a hacer su vida más interesante a partir de un acto desesperado para salvar su vida: prometer un lavado de dinero considerable para su empleador (como lo llama) en una nueva localidad, a la que se mudará de inmediato con su familia. Desde esos lugar, ambos recrean la fantasía tan cara a la clase media de un día patear el tablero y actuar al margen del sistema (o contra él, y liberarse de él definitivamente). Desde esa fantasías se entiende mejor por qué el Marty’ Byrde (de Ozark) se complica tanto la vida queriendo estafar, junto con su socio, al narco, cuando podría disfrutar de la vida sin mayores sobresaltos. Antes que una búsqueda de mejor pasar económico, en ambos parece haber una guía de tipo espiritual para escapar de anodina vida que llevan, que atribuyen a la propia impericia antes que a un sistema que es la única propuesta que tiene para ofrecer a cambio de un pasar más o menos seguro económica y socialmente hablando. De ahí que ambos productos -en el caso de Ozark al menos hasta el momento- funcionan tan bien para las audiencias más inclinadas al consumo de Netflix, por lo general del mismo origen social y cultural que los White y Byrde .
La segunda, que en los debates suele pasar desapercibida, es la ubicación geográfica en la que transcurren ambas historias. La nueva serie de Netflix lleva el nombre de la pequeña ciudad homónima, epicentro urbano de los montes de Ozark, un área de unos 122.000 kilómetros cuadrados que van desde el estado de San Luis hasta el río Arkansas, o sea que pasa por los estados de Missouri, Arkansas, Oklahoma y Kansas. Así, Ozark no dista tanto de la Alburquerque de Breaking Bad: más allá de sus especificidades geográficas, ambas son punto neurálgico en la conexión entre estados: cuatro estados en el caso de Ozark, cinco en el caso de Breaking Bad. Eso les ofrece, en especial a los creadores y guionistas -que son los que tienen que aportar los detalles que van armando no sólo el derrotero de la trama, sino sus niveles de tensión y de las distintas atmósferas que se generan-, variadas alternativas para la construcción del relato. Más en un país como Estados Unidos, en el que las leyes de un estado pueden diferir mucho de las de otro. Ya se vio en más de un capítulo de Breaking Bad cómo los personajes (en especial Walter White) se veían beneficiados con esas disparidades, que los guionistas aprovecharon de maravillas. En Ozark, el protagonista tiene un serio conflicto con unos competidores en eso de delinquir, precisamente debido a que la venta de drogas sobre botes en el río tiene una legislación menos perniciosa para sus intereses que en tierra firme. Cosa de quienes legislan -más que de Estados Unidos- que permiten abrir nuevos caminos al tráfico, y así también a las narraciones.
Pero hay que decir que Ozark parece llevar la apuesta un poco más allá, y dejar un poco de lado la actitud individual de un hombre desesperado por un tipo de estrategia familiar para dar a sus descendientes el mejor futuro posible. Lo que se ve en la primera temporada de Ozark es una forma de vida elegida, no algo que les llegó. Y en eso también se parece a las estrategias cada vez más del tipo elusivas -cuando no de abierta ilegalidad- que algunos sectores medios adoptan a fin de mantener su nivel de vida y su estatus social frente a una crisis que cada hace descender socialmente a cada vez más porciones de la sociedad. Y si las series, así como lo hacían antaño los libros, rivalizan, se contestan o aparecen como una revisión o actualización, entonces Ozark es un paso en la evolución de Breaking Bad.
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