"Tiempo" dialogó con traductoras y traductores argentinos para conocer más acerca de uno de los trabajos más invisibilizados dentro de la cadena de procesos que involucra la industria editorial, en busca de revelar ese universo oculto.
Desde luego, existen –como señalara ya en 1813 el alemán Friedrich Schleiermacher– diferentes modos de aproximarse al fenómeno de la traducción. En nuestra propia historia contamos, cuanto menos, con dos tradiciones. La primera se presenta como una intervención transparente, y su efecto más potente es el de la invisibilización del traductor. José Bianco, de terso oficio en Sur, es uno de sus representantes más prestigiosos. La segunda se decide por traslucir el artificio; la intervención del traductor salta a la vista y observamos, para decirlo con Bianco, que lo que se lee es, justamente, una traducción. Bajo esta premisa, Borges, sin duda, supo hacer de las suyas.
Tiempo Argentino conversó con traductores y traductoras para conocer distintas aristas del oficio: sus concepciones personales, sus definiciones, el aspecto económico del trabajo y otras migas. Un flaco intento, en suma, por visibilizar a los que trabajan en la inquieta intimidad de la lengua.
La concepción de que, por caso, una novela o un libro de relatos traducidos le pertenece exclusivamente a su autor es una idea arraigada con fuerza tanto dentro como fuera del campo cultural. En este sentido, la significativa contribución del traductor/a tiende a evanescerse, permaneciendo, así, ajena al texto que el lector tiene en sus manos. Jorge Fondebrider –que cuenta en su haber, entre muchas otras, con traducciones de Conrad, Flaubert, Perec y Claire Keegan– afirma que, paulatinamente, la figura del traductor ha comenzado a visibilizarse.
“La gente percibe cada vez más al traductor” –afirma a Tiempo Argentino– “a pesar de los editores que no pagan bien y que se avienen a considerar al traductor un gasto extra, o de los periodistas culturales que omiten referirse al traductor, salvo cuando hay un error grosero (que, por otra parte, también puede estar en el original). Creo que la labor emprendida por los mismos traductores, acompañados de unos pocos –poquísimos– editores sensibles va permitiendo que el público sepa que, por ejemplo, leer una traducción de Marcelo Cohen o Jorge Aulicino es un plus y una garantía”.
Tomás Downey, encargado de traducciones de Kelly Link y M. John Harrison para Evaristo e Interzona, dice a Tiempo: “Creo que el reconocimiento no está a la altura del trabajo que implica. Hay reseñas que ni siquiera mencionan la traducción, como si el texto original llegara sin mediación. Pero en el último tiempo se la viene revalorizando, al menos en lo simbólico”.
Respecto de la inclusión del traductor en la portada del libro Carolina Previderé, traductora del alemán para la editorial Serapis (Katherine Bendixen y Nina Jäckle han pasado por su prisma) afirma: “Me parece justo que el nombre del traductor figure en tapa porque se trata de una especie de coautoría” –comenta a Tiempo.
“Pero no estoy tan segura de que sea una genuina conquista de los traductores, porque a veces tengo la sensación de que se hace porque queda bien, de que se puso de moda y está bien visto hacerlo. Si fuera una genuina conquista, el nombre del traductor acompañaría al del autor siempre que se hable de la obra traducida –por ejemplo, en las campañas de difusión de la obra–, pero no, la mayoría de las veces eso no sucede”, completa Previdere.
Para el escritor, editor y traductor Guillermo Piro, “traducir consiste en permanecer invisible, de modo que esa invisibilidad es en realidad una conquista” –cuenta a Tiempo–. “Un traductor que se hace visible es como esa gente que cae en una fiesta sin que nadie lo haya invitado. De todos modos me sigue inquietando que incluso lectores profesionales olviden por completo que están leyendo traducciones. Esa invisibilidad sí me preocupa, sobre todo, por la incapacidad del lector “profesional” a ver más allá de sus propias narices”.
En diálogo con Tiempo, Kit Maude, que ha traducido al inglés a Camila Sosa Villada, asegura: “El reconocimiento que cuenta, creo yo, debería venir de la industria, de un trato verdaderamente profesional: desde que los mails se respondan con puntualidad hasta un pago digno, y, cuando esto último no es posible, al menos que se pague pronto.”
Pago digno, pide Kit Maude. Esta dignidad, en principio, se asocia con aquello que ofrece –que debería ofrecer– cualquier trabajo o profesión: la posibilidad del sustento económico. La mayoría de los entrevistados coincide en que es prácticamente imposible vivir de la traducción. Matías Battistón, traductor, por nombrar algunos, de John Cage y Édouard Levé, asegura: “La traducción literaria tiene tantas exigencias y paga tan mal, en particular en Argentina, que roza lo insostenible” –afirma a Tiempo–.
“En mi caso, ya es un duelo de voluntades. Estamos viendo quién desaparece primero: o se extingue la traducción, o me extingo yo”. En sintonía, el escritor y traductor Ariel Dilon es categórico: “No se puede vivir de la traducción. Quienes lo intentamos de manera consuetudinaria y pertinaz comprobamos año tras año que vamos, como diría Beckett, «rumbo a peor»: o nos procuramos otro modo de vida o sabemos que a la larga o a la corta estamos condenados a la indigencia o al colapso. Porque no se puede seguir con el mismo ritmo delirante de horas de trabajo, sin fines de semana ni pausa ni vacaciones, a cualquier edad”.
Fondebrider afirma: “Hay que ser muy inventivo y, en lo posible, traducir para el exterior porque, en la Argentina, es, de todos los países de la lengua castellana, donde peor se paga. Un ejemplo sencillo: Chile, México y Colombia andan por los 10 a 12 dólares la página; Argentina por la mitad de esa cifra las dos páginas y media”.
El 17 de diciembre de 2022 falleció Marcelo Cohen, uno de los escritores, editores y traductores más exquisitos que haya dado nuestro país. Ariel Dilon, amigo y admirador, se refiere al autor de El fin de lo mismo en estos términos: “En Cohen hay una voluntad de tirar abajo fronteras de género y corsés lingüísticos que se percibe tanto en lo que escribe como en lo que traduce (hablo en presente a propósito). La razón por la que Marcelo es tan buena compañía literaria es porque intentó, con muy buenas armas para lograrlo, no bajarse de un umbral de lucidez, de honestidad espiritual y de fidelidad a sí mismo –esa especie de jubiloso rigor que tenía para todo– que es absolutamente ejemplar, alentador y gozoso. Leyó, recomendó y tradujo sin prejuicio: como intentó vivir. Y eso nos ha hecho más ricos. Quien se interese en la traducción, en la literatura en general y en su valor para la vida, debe leer las «Cuatro piezas sobre traducción» que Marcelo agrupó bajo el maravilloso título de Música prosaica. Ahí está uno de los más nobles intentos que yo conozca, en nadie, de acercarse al meollo de lo vivo y traducirlo. Un programa íntimo al que pienso que Marcelo Cohen fue fiel hasta la muerte”.
Por afinidades estéticas e ideológicas, muchos traductores han dejado su marca en la obra de un autor que se han encargado, de manera más o menos sistemática, de traducir. González Capria tuvo a su cargo Sopa de ciruela, un libro prácticamente inédito de Katherine Mansfield de más de 450 páginas editado por Eterna Cadencia. Battistón fue el primero en traducir la trilogía completa de Samuel Beckett publicada por Godot. Ariel Dilon ha sabido impregnar su tono al genial Stephen Dixon y Guillermo Piro ha traducido ficción, ensayo y entrevistas de Pier Paolo Pasolini. Tiempo Argentino quiso saber: ¿qué es lo que sus traducciones le ofrecen a la obra de estos escritores?
Katherine Mansfield por Eleonora González Capria: “Lo que intenta ofrecer mi traducción es un poco de justicia a su obra en castellano, es decir, acercarle al público hispanoparlante materiales que están disponibles desde hace décadas en inglés y que muestran aspectos deliberadamente censurados (por su marido y editor tras la muerte, John M. Murry) de su producción y de su figura. En ese acto de acercar a una Mansfield restaurada existe también la posibilidad de abrir nuevos debates literarios y críticos sobre su obra, porque ¿qué estábamos leyendo hasta ahora?”
Stephen Dixon por Ariel Dilon: “Intento ofrecerle mi capacidad de escucha de los estilos y de los corazones –que son un poco lo mismo–, escucha de la que me atrevo a jactarme un poco; intento ofrecerle mi desprejuicio formal e intelectual, tratando de ir tan lejos como él me invita a llegar, de no reprimir mi instinto de que la cosa va por ahí».
«Intento estar bien despierto, con los músculos elásticos de la voz bien alerta para poder seguirlo en sus saltos y no ser comedido con la lengua, para no enmendarlo ni ponerlo en caja: la cajita de zapatos del estilo que se vende; e intento no perderme en su laberinto, manteniendo sin embargo mi cuota de perplejidad, siempre: esos espacios abiertos que son tan necesarios para que el texto respire, ya sea en el original o en traducción”.
Samuel Beckett por Matías Battistón: “En todos los casos traté de tomar en cuenta detalles que otras versiones previas en castellano, por diversos motivos, no pudieron, como la dimensión adicional que da poder consultar las propias traducciones que hizo Beckett al inglés o el francés. Hubo además un trabajo importante de investigación y lecturas, incluyendo el cotejo de manuscritos. También debo haber sumado errores nuevos, para el que se cansó de los viejos”.
Pier Paolo Pasolini por Guillermo Piro: “Creo que mi traducción ofrece un modo de aproximarse a una obra que merece que se aprenda italiano para irse a vivir a ella. Me resulta inconcebible que se manifieste un gran amor por la literatura y que se viva consumiendo solo traducciones. Hay escritores que justifican el aprendizaje de una lengua (no me imagino otra razón para aprender italiano que llegar un día a poder leer la Divina Comedia o Pasolini)”.
Inevitablemente cada traductor inscribe sus marcas, más o menos visibles, en la superficie de todo texto. Marcas que indican una presencia que, por diáfana u opaca que se pretenda, revelan un complejo abanico de elecciones y posicionamientos que sitúan al traductor, por medio de su silencioso trabajo de reescritura, en una suerte de rol co-autoral. Claro que sin el prestigio, la notoriedad o la visibilidad de aquel. Así, un orgullo apagado dibuja en el rostro de los traductores una sonrisa pícara o un rictus irónico; y mientras leemos una de sus traducciones, creemos pispearlos con el rabillo del ojo, a la sombra tentacular del lenguaje, saboreando una íntima complacencia: “Eso que estás leyendo, lo escribí yo”.
Decir casi lo mismo, reza un célebre libro, y una célebre definición, de Umberto Eco sobre la traducción. En ese “casi” se condensaría, claro está, lo esencial de la traducción, su especificidad. Para la escritora, traductora y docente Márgara Averbach “traducir literatura es escribir de nuevo un texto” –asegura a Tiempo– “aunque esa escritura esté limitada a su vez por el texto original”. En términos de Battistón, la traducción es “un plagio con exceso de pruritos, con Babel como excusa”. Ariel Dilon se extiende: “Procuro no confinarla a una definición que la ahogue y que, por consiguiente, al minuto siguiente me vea obligado a refutar. Le hemos probado todas las definiciones, todas las comparaciones, todos los sayos, todas las metáforas. La traducción es una creación literaria à part entière, como dicen los franceses, es decir: en sí misma, por derecho propio. Y es uno de los modos de la écriture à contrainte: una escritura condicionada, inspirada, invitada a ceñirse a determinadas constricciones. Es, por lo tanto, una reescritura. Y, sin duda es un acto de doble hospitalidad: doy albergue en mi lengua al universo del otro, pido asilo para mi lengua en su universo”.
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