Se reacciona y se activa con lo que se puede y se tiene a mano. Se tira con lo que hay. Se salta y listo, para que el espanto no nos deje en un feo estado de perplejidad y desorientación. Se salta para dar la alarma. Conversación en grupos de WhatsApp, posteo, preocupación, movilización. Un rechazo militante hecho plaza. Una reacción pública contundente que muestra, una vez más, el vigor y la buena salud del músculo militante argentino. Con todo lo que ese músculo en movimiento puede traccionar. Organizaciones de derechos humanos, movimientos populares, partidos de izquierda, sindicatos, clase media urbana y progresista, viejos y viejas con el 87 en la retina, más militancia organizada que suelta, pibes y muchas pibas dando vueltas, funcionarios y funcionarias de diferentes niveles de gobierno (estaban quienes, desde el Estado, ajustan y quienes, enganchados al mismo Estado, padecen el ajuste) estaban las selfies sonrientes, como estarán más tarde las fotos y los videos de buena calidad. Una plaza sin desborde, pero masiva, rotunda (en la serie de las plazas de reacción al gobierno de Cambiemos).
Un atentado que sigue pasando (en las reproducciones y en la perplejidad de quienes, desde la impotencia, vemos esos segundos dramáticos) pero que pasó lejos de las mayorías populares. O, dicho mejor, ni lejos ni cerca: ocurrió como si se tratase de otro plano existencial; sucediendo en un mundo paralelo. Pasó en esas coordenadas y entonces se le reaccionó desde la definición de pantalla a mano de esa palabra, reacción a posteo, a una Realidad que está en una burbuja diferente a la mía: memes (de bronca o de risa: los memes son siempre memes) celebración, rechazo o confusión por el feriado nacional, impugnación paranoica a un supuesto montaje (“está todo armado”. Enunciado que hace un cover, una vez más, de la musiquita gorila que asimila peronismo a falsedad, simulacro, etc.). Pero la reacción mayoritaria, vale la redundancia, de las mayorías populares fue la indiferencia. Se sabe, no hay que ocultarlo, no hubo repudio masivo a lo ocurrido. Un espanto se paseó frente a la sociedad sin provocar pánico. Usando categorías que explican poco: por “arriba”, un círculo rojo que se hizo el otro (olvidando los “consensos democráticos”) por “abajo” –desde el laburante empobrecido hasta el pibe en la barbería– estando en otra.
Quedó la imagen, espeluznante, atrapada en el régimen de obviedad. No se rodeó al espanto, se lo arrojó a la obviedad de todos estos años. Antes aún: cayó en el silencioso abismo entre Política y Sociedad. Un desfasaje sobre el que decíamos, pensando en la sociedad pos-pandémica que se veía picante en el horizonte: “una agenda política que está en cualquiera, una sociedad que está en otra”. Y lo que cae ahí, en ese abismo, es bastante difícil de recuperar. A lo sumo, para intentar hacerlo, tenés que sumergirte en aguas turbias. Si la sociedad se tragó rápido el gesto de espanto tenemos que pensar, una vez más, sobre qué sociedad sucedió ese espanto. La sociedad, hagamos zoom, las mayorías populares cansadas, hagamos zoom, pibes y pibas con el ánimo y la SUBE descargada, trabajadoras y trabajadores empobrecidos (formales, pero pobres. Formales, casi no pobres, pero en picada y sobreendeudados. Emprendedores populares, comerciantes, changarines, vendedores y vendedoras de lo que venga, laburantes de lo que venga).
Se terminaron, se agotaron abruptamente, en la noche del espanto muchas cosas. Una de ellas, de manera silenciosa, es una forma de hacer política, de militar, de gobernar, etc., sin importar lo que pasa afuera de mi círculo de confianza politizado (la postpandemia, el resultado en las elecciones legislativas, las semanas de plenario abierto, las menciones permanentes a las elecciones, etc).
Volvamos al viernes. Al regreso de la movilización. Si antes de la marcha (una vez más, de ese reflejo histórico muy activo y potente) en la noche anterior quedaba el espanto, en el día posterior tiene que abrirse paso la postergada investigación. A la Plaza de Mayo te arrastra un algoritmo. En la vuelta en tren, en el silencio del regreso, las preguntas que abrió el espanto tienen que conectarse, ponerse en serie, con las que no se escucharon en todos estos años: qué pasa, cómo están viviendo el ajuste brutal las mayorías populares. Quienes retornan en el tren a tu misma ciudad y no son parte de tu algoritmo-Plaza (quienes vuelven desinflados, con el ánimo caído o el cuerpo reventado o la cabeza quemada), pero sí de casi todos los otros: con quienes puteaste en estas últimas semanas porque los bondis pasan llenos y los tenés que esperar cuarenta y cinco minutos (con nula frecuencia nocturna que caga a laburantes, dejando a todos con el moño fucsia en la cabeza en esas paradas desiertas). Ese paro de empresas que no va a ser nunca trending topic en la blanca Villa Twitter y que entonces no pareció generar mucha preocupación gubernamental. Con quienes te quejás del endeudamiento, de los salarios por el piso (de ser laburante y pobre: “los pobres” –repitieron en todos estos años– “los pobres a quienes tenemos que ayudar”). Con quienes te sorprendés porque fin de mes es cada diez días. Con quienes vas a comprar a los mismos chinos y mirás la cantidad de productos que se abandonan inmediatamente antes de la caja registradora (¡Tener que hacer la fila haciendo cuentas para ver si la moneda alcanza para todo! ¡Tener que seguir endeudándote para comprar alimentos!).
La indiferencia no es una categoría moral, no es un estado que amerite juicios morales, es efecto de condiciones concretas de vida. Mayorías populares cansadas, endeudadas, híper-movilizadas para mantenerse en pie en medio de un ajuste feroz, etc. Por acá se empieza a investigar la indiferencia social:
“La tonalidad afectiva de los barrios ajustados es el cansancio. Vidas cansadas, aplacadas, al mismo tiempo que híper movilizadas por todos los vectores sociales que se intensificaron hasta el enloquecimiento con la crisis: hay que gestionar una vida con cada vez menos margen de tiempo y de guita; un cotidiano con cada vez más belicosidad en la que hay que sostener material y anímicamente la vida: las deudas que crecen y no se pueden pagar, las familias ampliadas y malregresadas o hacinadas en las piezas que se copan y alojan, los laburos que escasean o devoran cada vez más tiempo vital, la desocupación que es más ocupación de la cabeza quemada e impotente por la falta de guita y el barrio ajustado que también es el barrio rejuntado de siempre pero en versión espeso y más violento. Vidas hipermovilizadas y cansadas; vidas en barrios quietos si de berretines ‘políticos’ y ‘comunitarios’ se trata. Un aplacamiento y un aplastamiento que no tiene mucho sentido explicar en esa jerga sociológica que mira muy de ‘arriba’: ‘individualismo’, ‘privatización de la vida’, ‘cultura de derecha’, ‘neoliberalismo con su meritocracia’, blablablá. Quizás solo falta combustible para saltar y bancar. Porque la nafta está toda vertida en la maquinita de carne y hueso que todos los malditos días sostiene el umbral de la vida en la precariedad” (La sociedad ajustada, 2019).
Esa investigación, la del cansancio que deviene indiferencia, la de las mayorías populares mal viviendo el ajuste, es la que te brinda información anímica para evitar la recurrencia de preguntas fallidas, extranjeras, casi marcianas (la extranjería hacia el mundo popular, más allá de la simpatía y los símbolos políticos que portes, es siempre indicador de gorilismo. Una vez más, podés no compartir realismos populares mayoritarios, lo que no podés –si te autopercibís peronista– es desconocer cómo viven las vidas populares) sobre por qué no se reacciona y se protesta por el acuerdo con el FMI, por qué no nos votaron si los vacunamos, por qué no les importa la política, etc. La indiferencia es realismo puro y es de mayorías populares que padecen la inflación, el deterioro de los ingresos, las promesas que no serán cumplidas, las distancias abismales entre dirigentes y votantes, etc. Para esas mayorías la Política es tan solo un vector más de cansancio social: un vector molesto que en vez resolver e intervenir en la Realidad efectiva se dedica al loreo infinito. Un mínimo repudio popular al atentado que agarra al peronismo en un momento dramático: retirándose de las vidas populares (a las que siempre supo hablarles: incluso cuando les tocó el bolsillo) y deslizándolas, cada día más, a la derechización.
Meter al espanto en el régimen de obviedad (quitarle, precisamente, su efecto aterrador y diluirlo en las discusiones de todos los días, en disputas dirigenciales, en discusiones que no encarnan en la materialidad concreta de las formas de vida populares, etc.) es reducir, además, todo a “lo discursivo” y lo mediático, (“los discursos de odio son el problema”).
Un régimen de obviedad, quedó demostrado, que puede deglutir y quitarle sustancia hasta a un intento de magnicidio. Es cada vez más peligroso arrojar enunciados y consignas que ladran en las redes sociales y no muerden en las mayorías populares. Consignas sin terminaciones nerviosas que las conecten a lo que pasa: en la calle amplia (no solo en la calle que ve la Política) en los espacios laborales, en el alma de las subjetividades ajustadas y cada vez más precarizadas, en los rebusques que se hacen para lidiar con los cientos de quilombos cotidianos. Desde allí, desde ese régimen, la Realidad es solo sorpresa brutal. Quedó demostrado, en todos estos años, que hay enunciados que no son eficaces para investigar la sociedad cada vez más oscura y picante que dejó la peste que se fue y el ajuste que llegó para quedarse. Los enunciados del régimen de obviedad son recursivos, comienzan y finalizan en su propia lógica circular. Luego de la noche del espanto, luego de la movilización, luego de la indiferencia, el odio y la obviedad, tiene que venir la investigación.
El razonamiento desde la obviedad parece atribuir “los discursos de odio” que se encarnan a nivel popular en el accionar de las corporaciones mediáticas y de la derecha política. Pensamos que ese razonamiento es tan cierto como insuficiente para comprender lo que vivimos. ¿Acaso no existen otros planos, otros momentos más concretos y reales, desde donde emergen afectos oscuros que toman a las vidas populares? Si esta pregunta obliga a la investigación, la postura de la obviedad tranquiliza: se continúa encerrado en el mismo mapa político-mediático discursivo, se “debate” con los mismos personajes y de las mismas conflictividades.
En el momento del atentado, Cristina se agacha a levantar un libro de Sinceramente que se cae. Leyendo, hace algunos años, ese libro y pensando en los nuevos odios de la precariedad, decíamos:
“Percibir los nuevos odios es meterse con las formas de vida y con las guerras sociales actuales; es relevar sus muertes, sus violencias, las jerarquías que se establecen, así como también las invenciones y las resistencias. Se trata de registrar cómo se soporta hoy el trabajo precarizado o la falta de changas o la desocupación, pero también los quilombos familiares, la necesidad de consumo y el endeudamiento, la violencia barrial, el desprestigio social, los malestares corporales gratuitos, el viaje hacinado en trenes y bondis, etc. Los nuevos odios –incubados en el campo de batalla de la precariedad– parten de vidas heridas que no pueden ser leídas solo desde las nociones de falsa conciencia, manipulación mediática, zonceras y fake news. Mucho menos como gestos de derechización ‘ideológicos’ (…) Si los odios históricos –que Cristina leyó y conectó con el atrevimiento y la insolencia, con el revanchismo feroz hacia muchas de las medidas y gestos del kirchnerismo– se pueden comprender como la continuidad del ‘55 (incluso antes y después, con integrantes de ‘las mismas familias’), los odios de la precariedad parecen quedar en un fuera de foco que lleva a la mudez y la perplejidad. Pero de ciertos silencios de Cristina y también de esas mismas perplejidades es que se desprende una diferencia central: la escena que citó en uno de los actos-presentación del libro, en la cual una empleada doméstica en blanco ‘odia’ a una vecina de su cuadra que es beneficiaria de la Asignación Universal (subsidiadas versus ‘mantenidas’), deja entrever que a los odios históricos solo queda enfrentarlos, pero a los nuevos odios hay que investigarlos y comprenderlos” (“¿Cuáles son los nuevos odios sociales?”, 2019).
Mientras la Política es devorada por el régimen de Obviedad, lo social cada vez más implosionado y picante es, menos tierra de nadie o arrasada (como percibe una mirada lejana) que tierra fértil (vitalismo oscuro y feroz) para la derechización que se intensifica en sincronía con la devaluación de las vidas populares. Están cambiando profundamente las condiciones concretas de vida y el ajuste que aprieta también derrama afectos oscuros. Pero hay que esquivar determinismos siempre gorilas (exteriores: se percibe un realismo cerrado de vaso boca abajo o se lorean “pueblos imaginarios”). No se trata de pensar a la sociedad ajustada y precarizada de la postpandemia como un criadero de magnicidas. Tanto como las otras (las del accionar solitario o en grupo del tirador, la de sus vínculos con la derecha local o global, la del rol de poderes oscuros, etc.) la investigación de lo social implosionado deviene urgente y no puede ser procrastinada.
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