El autor asegura que las investigaciones de los últimos galardonados en Economía resaltan el valor de las universidades argentinas, consideradas por la sociedad como una de las instituciones más sólidas del país.
Primeramente, este respaldo científico a una investigación que prioriza la salud institucional de un país como elemento determinante de su bienestar económico, muy por encima de variables macroeconómicas y más aún de la utopía de un liderazgo mesiánico que nos salve, termina potenciando la tradicional prédica constitucional acerca de que nuestro derrotero oscilante como país emergente deriva directamente de nuestra idiosincrasia anómica (el desapego a la ley y a las instituciones creadas por ella), y que entorpece nuestro progreso como país pese a su abundancia en recursos naturales y humanos.
El premiado Acemoglu ha ido más allá, y ha remarcado que los países de crecimiento sostenido suelen ser aquellos con regímenes inclusivos, es decir, con instituciones políticas y económicas sólidas que incentivan la igualdad de oportunidades, la actitud emprendedora, el respeto por la propiedad privada y una redistribución equitativa y constructiva. Y que para ello es clave un sistema de educación que asegure igualdad de oportunidades para que la gente pueda obtener la ocupación que quiera.
Pero volvamos a Argentina y al actual debate sobre sus universidades públicas: sabido es que, en forma constante desde hace décadas y con fresquísimo respaldo en sendas encuestas de estos meses, son ellas las instituciones que universalmente mayor respaldo generan entre los argentinos, con una confianza muy por encima de todas las otras (incluyendo la prensa, la justicia y la política), que en nuestro país se muestran para la imagen ciudadana como más débiles e inestables.
Frente a ello, aquella teoría científica galardonada por descubrir la importancia estratégica de preservar y fortalecer a las instituciones más respetadas chocaría de plano justamente con el ataque económico e ideológico del actual Poder Ejecutivo nacional, que predica que debe discontinuarse el histórico financiamiento a la instancia superior de enseñanza profesional, en tanto que bajo su proclamada autonomía se escondería un oscuro manejo de fondos partidarios y una costosa e innecesaria subvención a la educación sólo de las clases pudientes, atento a la escasa incorporación de los pobres (hoy mayoría argentina) a la vida universitaria.
Este nuevo plano de discusión es mucho más profundo, pues indudablemente toca una de las aristas centrales que ven a la universidad pública como un auténtico patrimonio de la argentinidad: su carácter integrador de una sociedad compleja, su valor como esperanza final de progreso aún para los más desfavorecidos.
La reacción lógica y proporcionada a la progresiva asfixia de financiamiento no se ha hecho esperar, y todo el músculo universitario (estudiantes, docentes y no docentes, pero también la sociedad adherente) se ha movilizado masivamente y por todo el país en un par de ocasiones, en marchas multitudinarias que hace mucho no se congregaban en el país, además de disponer un esquema de lucha permanente mediante tomas pasivas de las sedes y clases públicas de visibilización de la protesta (con alguna reacción estatal). En menos de los casos se ha dispuesto la huelga sin clases, que para este tipo de gobierno parecieran ser mecanismos indiferentes o hasta funcionales a su discurso prescindente.
La universidad pública es una vaca sagrada de nuestra identidad, pero lejos está de ser perfecta, y algunas de las críticas que el gobierno realiza son sobre flancos siempre abiertos para mejorar. Por obvio que parezca, siempre corresponde apostar a mayor transparencia abriendo instancias de auditorías ciudadanas periódicas (superando a la formal revisión técnica actual de la AGN o la más forzada de la Sindicatura), pero también se deben agregar los muchos pendientes que puertas adentro son clamores populares en el seno universitario: el relevamiento interno de concursos de idoneidad docente, el diagnóstico y la corrección de prácticas viciosas (la partidocracia financiada por acumulación de cargos de unos pocos, la transparencia de gastos y salarios -el gran componente del presupuesto-) y sobre todo, hacerse cargo de la apertura de canales sólidos para detectar tempranamente, acompañar y consagrar los futuros profesionales que se destacan en la educación pública inferior, allí donde hoy es apabullante la composición de alumnos de clases media baja y baja.
Nuestra defendida autonomía universitaria no puede importar un modelo que se ha vuelto excluyente, ni seguir desentendiéndose de lo que ocurre en instancias previas al ingreso y permite que sea muy bajo y desparejo el nivel de conocimientos de base de los alumnos.
Está en juego la supervivencia misma de un sistema universitario que es patrimonio identitario de los argentinos, pero además del repertorio de herramientas de protesta o defensa legal que se implementen, es también una instancia apta para un debate que nos debemos como sociedad, que no debe solaparse por políticas de coyuntura, ni tampoco por una defensa ciega de axiomas como la gratuidad sin devolución social. Nuestra constitución federal ha situado a la autonomía de las universidades públicas como una política de estado (art. 75.19), a resguardo de las coyunturas ideológicas como las actuales, pero no de revisar y corregir sus falencias internas para evolucionar hacia la famosa excelencia académica.
“Por qué fracasan los países” se titula una de las obras premiadas que permitió que los economistas obtuviesen este reciente Nobel. “Porque no se respetan las instituciones que nos unen y nos definen” podríamos contestar desde las antípodas geográficas. Así que frente a una serie de normas que buscan asfixiar el normal desarrollo de la vida universitaria, el desafío será cuidar lo bueno que tenemos, no sólo mediante una defensa férrea de sus axiomas, sino también mejorándolo mediante debates con amplitud y con convicciones, aceptando siempre ese desafío -a la manera de la universidad platense- “pro scientia et patria”.
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