No, la verdad es que no estábamos preparados para tanto desamor, tan rápido y tan furioso. No hay peor ciego que un Estado que se autopercibe mercado.
No hablo desde afuera, porque lo padezco, cotidianamente, desde adentro. No me gusta el mensaje que me ofrecen desde el poder político como único e irremplazable. «¿No vas en la dirección que queremos que vayas? Pues, te jodiste hermana, hermano… No la ven», dicen de nosotros como si nos hubiéramos quedado ciegos. Pero ese mensaje viene pegado a «no los necesitamos, no nos sirven, no los queremos así, cómo son, cómo piensan».
No estamos en sus planes.
No por corruptos (aunque por eso también: ¿o acaso los de este lado de la vereda no nos robamos un PBI entero?) sino por progres, colectivistas, estatistas, zurdos, socialistas empobrecedores. No hay plata. No hay para todos porque para algunos privilegiados, que en este caso no son los niños, alcanza y sobra. No la van con eso de que «la patria es el otro» y mientras tanto, a esos que somos y estamos y seguimos creyendo en los otros, nos despojan de patrias queribles, esenciales y que con frecuencia nos hicieron felices: la educativa, la cultural, la creativa, la humanística.
No hablemos mejor en qué se están convirtiendo, de a poco, otras patrias insoslayables, estratégicas y soberanas, como la aérea, la marítima, la energética, la industrial, la alimenticia, la sanitaria, la comercial, la diplomática.
No queda presente, ni futuro, para los medios públicos, tan despreciados, en riesgo y ahora también en modo retiro no-voluntario.
No resulta sencillo imaginar el estadío final de una Nación con Estado ausente, con aviso.
No somos ya los tantos que éramos en condición de asalariados, encargados, empleados, contratados, dependientes, independientes, trabajadores, pequeños propietarios y si esto sigue así seremos todavía menos. No es mucho lo que nos queda de clientes, parroquianos, espectadores, pasajeros, pacientes, estudiantes, profesionales. No nos quedó otra que convertirnos en expertos en terceras y cuartas marcas (no están nada mal). No le hacemos asco a las promos o a los dos por uno, que en la desangrada matemática argenta ni siquiera da dos. No le ponemos mala cara a tarjetear en cuotas, con y sin interés, aunque sepamos que esa clase de necesidad tiene cara de hereje y que compra tras compra se parece un poco más a nosotros.
No hablan todavía las góndolas de los supermercados, pero exhiben espanto por los precios de la leche, el pan o los pañales o vergüenza por las criminales remarcaciones de cada día. No nos proponen en el tiempo por venir más que proyectos de este tipo: abrazarnos a la timba digital, admitir la impúdica distribución de ganancias de empresas que venden mucho menos, pero ganan mucho más o tolerar el ejercicio del poroteo legislativo, fraterno de la toma y daca.
No la van con los derechos adquiridos, y bastante menos con los derechos y humanos. No son amigos de las previsiones o los controles necesarios. No hubo vacunas, no protegieron los pasos fronterizos ni los canales fluviales. No prepararon rincones tibios para aquellos que en pleno invierno viven en la calle. No pudieron registrar a tiempo los estándares de supervivencia de millones de alimentos.
No hay peor ciego que un Estado que se autopercibe mercado.
No toleran vernos movilizados en calles y plazas por miles o millones y por causas justas. No nos justifican alegando, reclamando, cuestionando, menos aun conteniendo e incluyendo. No les gusta escuchar de bocas y voces admirables que no hay peor lucha que la que no se intenta. No escatiman límites con pibes a los que no entienden y con jubilados a quienes no atienden.
No es nada agradable aceptar que el ruido de una motosierra pueda disimular el sonido de un bombo.
No basta con las redes, con voceros mal entrenados para explicar lo inexplicable, con periodismo parcial y sumiso o con un ejército de comunicadores informales y escondidos en el anonimato. No es simple entender a los que dicen que hay que esperar, pero mucho menos a los que, desde otros lados de la vida, más reconocibles, esperan sentados, y confiados, las elecciones de medio término. No es lo mejor negociar, de lejos y mirando para otro lado, como si no pasara nada y hubiera todo el tiempo del mundo.
No, la verdad es que no estábamos preparados para tanto desamor, tan rápido y tan furioso. No nos sentimos incluidos, apreciados, porque el no, en distintos momentos de cada jornada, también significa nada, ninguno, nadie, nunca.
No. ¿Qué? Eso: que no, no y no. Así no.
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*Esta columna contiene durante 57 ocasiones la palabra no, considerada por la Real Academia Española como adverbio de negación. Es altamente probable que me haya quedado corto en el recuento.
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