No es la primera vez (ni será la última) que EE UU es un buen anfitrión de lo peor de cada casa

Por: Andrés Gaudín

Antes de Jair Bolsonaro, por el país que se autoproclama como el vigía de la democracia desfilaron sátrapas de diferentes layas: desde militares y civiles nazis pasando por dictadores y asesinos de diversas latitudes.

El presidente norteamericano Joe Biden, legisladores demócratas, exjefes del Pentágono y hasta altos militares alertan cada día sobre los riesgos que persiguen a las libertades en Estados Unidos. El auge de la ultraderecha es arrollador, dicen, y desde el ensayo golpista del 6 de enero de 2021 los líderes del extremismo reforzaron el discurso. Es cierto, nadie los ha de contradecir, pero ya hace mucho que la derecha nazi repta para instalar un clima, producto de su miedo y de su odio, mediante el cual intenta cambiar las reglas de juego de su modelo democrático. Han puesto bajo escrutinio hasta el derecho al voto y todas esas cosas que han estado apolillándose en el baúl de las esencias democráticas. Allí fue a dar Jair Bolsonaro, para chapotear entre los suyos como tantos otros que lo precedieron.

No pidió permiso, el brasileño, ni esperó a que lo invitaran. Fletó el avión presidencial así nomás, sin catering ni nada, y aterrizó en Miami, puerta de entrada para los de su estirpe –corruptos en sus más diversas formas, violadores de los derechos humanos, propietarios de voluminosos prontuarios–, y no porque la península estadounidense esté más cerca. Como quienes lo precedieron en la disparada, imaginó una agenda cargada de invitaciones de los más selectos claustros para dictar conferencias magistrales a razón de 50 mil dólares cash cada una. Algo así como lo vivido frecuentemente por Mauricio Macri y el uruguayo Julio María Sanguinetti, otros ex presidentes afines pero que no viajan huyendo.

Bolsonaro pensaba en un próspero futuro, como el presente del peruano Alejandro Toledo (2001-2006), quien está en libertad bajo fianza y amparado en Estados Unidos, donde dicta cursos sobre liderazgo en la católica Georgetown University. Ya no le va igualmente bien, pero por razones de edad, al boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997 y 2002-2003), condenado por masacres reiteradas y disfrutando del verde en una urbanización de Maryland. El ecuatoriano Jamil Mahuad 1998-2000), promotor de la mayor crisis bancaria de la historia, dicta cursos sobre negociación, liderazgo y gobernabilidad en la prestigiosa Harvard University, de la que es egresado, y es académico concurrente en otras.

Entre las hordas –militares y civiles nazis, dictadores de todas las latitudes, asesinos de Indonesia, Ruanda y Camboya– llegadas a Estados Unidos después de la Segunda Guerra, América Latina aportó lo suyo, no sólo aquellos cuatro. Ricardo Martinelli (2009-2014) no fue en Panamá lo que se conoce propiamente como un dictador, pero violó todas las normas para convertirse así en un caso emblemático con muchos conocidos símiles sudamericanos. No puede salir del país porque aún debe pagar por las dádivas dadas a los grandes medios que protegieron su imagen, debe explicar por qué entregó y perdonó cuantiosos créditos de bancos oficiales a las empresas de su familia y sus amigos, el espionaje a opositores y hasta familiares, el encubrimiento de sus hijos Ricardo y Enrique por las coimas que les entregó la brasileña Odebrecht. Y, sobre todo, por el montaje de una Justicia, Corte y jueces, adicta.

La norteamericana es una democracia que sobrevive hace mucho con la soga al cuello. “Les decimos que apoyamos las libertades en todo el mundo, y ahora en Ucrania, pero no es así. Ya tenemos el golpismo en casa y no tenemos derecho a decir que somos un faro que ilumina el mundo”, dijo la demócrata de raíz musulmana Ilhan Omar. La diputada citó a la revisa Science para decir que hay generales advirtiendo sobre la posibilidad de otro golpe; violencia extrema y terrorismo fascista; una desigualdad económica que ha llegado a niveles extremos (dos multibillonarios tienen lo que el 40% de la población más pobre); más de 47.00 personas mueren cada año por acción de las armas de fuego; hay más de 700 balaceras anuales en escuelas y otros lugares públicos.

Pensando siempre en la imagen global del país, la Corporación RAND (Research ANd Development, Investigación y Desarrollo en castellano) tomó elementos de una investigación propia para recomendarle al Congreso que, a la luz de estos datos, vote leyes de prevención del acceso infantil a las armas. En un informe del pasado 3 de enero, RAND agregó otros números para pensar: en Estados Unidos hay entre 265 millones y 393 millones de armas de fuego en manos de civiles. Según las estadísticas del instituto suizo Small Arms Survey, se trata del único país del mundo donde las armas civiles superan en número a la población: hay 120,5 armas de fuego por cada 100 habitantes.

Si bien existe una tradición enraizada en el nacimiento de Estados Unidos como potencia, esa compulsión a armarse se hace más peligrosa cuando la ultraderecha –la que protege a los bolsonaristas, los macristas, los uribistas colombianos, los santacruceños bolivianos o los nazis españoles de Vox– se nutre en el miedo y en el odio. Miedo a un mundo cuyos cambios no comprenden, y por ello rechazan, y odio a lo que imaginan una amenaza. De esa conjunción nace una criatura enfermiza que es la que concentra en Miami a lo peor de cada casa. Lo dijeron varios legisladores durante la primera audiencia de investigación del intento de toma del Congreso, el 6 de enero de 2021.

Mandaderos

El demócrata Bennie Thomson dijo que Donald Trump encabeza un proyecto extremista que pone en riesgo las libertades del mundo. “Éramos un faro de esperanza y libertad, un modelo, pero ahora, en este desorden, qué rol podemos jugar”. La sentencia es del titular del comité legislativo que investiga el intento golpista de 2021. Ese proyecto supremacista, nazi, “necesita socios, establecer alianzas con fuerzas derechistas en otras latitudes”, se explayó.

 Quizás, más que socios quiso decir mandaderos, personas que hacen mandados, según el Oxford Languages. El diccionario de la Real Academia Española no registra esa voz, aunque Europa, y España en particular, están llenas de mandaderos. Muchas historias lo muestran. Tal el caso de Julián Assange, creador de WikiLeaks sitiado desde 2012 en la embajada de Ecuador en Gran Bretaña –ahora en una cárcel–: EE UU lo quiere condenar a cientos de años de prisión. En estos diez años, el español Josep Borrell –expresidente del Parlamento Europeo, excanciller de España y actual encargado de la UE–, un hombre sufriente ante la situación interna de Venezuela, aún no se ocupó de la vida en peligro de Assange.

Uruguay tiene presente en estos días el caso del médico Carlos Suzacq Fiser, quien pese a los tratados internacionales sigue bajo la protección de España y no puede ser extraditado simplemente porque el genocida –uno de los profesionales que supervisaba las mesas de tortura– alega que sus delitos ya prescribieron. Era médico jefe del Ejército y, como tal, tenía el probado rol de reanimar a los detenidos cuando sufrían un paro cardíaco. Al igual que el terrorista venezolano Leopoldo López, responsable de la muerte de decenas de personas en 2014, cuenta con la efectiva simpatía de Vox, el partido nazi que de la mano de su líder, Santiago Abascal, recorre América con su discurso extremista.

Más próximo para los argentinos está el caso del marino Adolfo Scilingo, condenado en 2005 a 640 años de prisión por el secuestro, tortura y asesinato de 30 personas, una pena elevada a 1084 años cuando se probó su autoría de 255 secuestros en los vuelos de la muerte. Cosas del milagro español, fue beneficiado en 2005 con un “régimen especial de reinserción” por el cual dejó la cárcel para acompañar en sus tareas sociales a las monjitas de una parroquia madrileña.

En tareas de injerencia en los asuntos internos de otros países, opera desde España y viaja por América Latina un grupo de activistas pertenecientes a diversas entidades recaudadoras unipersonales que operan bajo el rótulo de ONG. Una mezcla heterodoxa que incluye desde el escritor peruano Mario Vargas Llosa hasta el uruguayo Héctor Amodio Pérez, colaborador policial que en los ’60 entregó y mandó a prisión, o a la muerte, a decenas de militantes del Movimiento de Liberación Nacional, la guerrilla que fundó Raúl Sendic e integraron personalidades como el escritor Mauricio Rosencof y el expresidente José Mujica, dos de sus delatados.

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