No binarix: memorias transgénero de Genesis P-Orridge

Por: Nicolás G. Recoaro

Fluida, fragmentaria, mutante, así fue la vida de estx poeta ,músicx, artista de performance y escritxr británicx de vanguardia. El volumen publicado por Caja Negra es también el testimonio de una época revolucionaria para las contraculturas.

Autobiografía, memorias contraculturales, manual de supervivencia. No binarix es un libro trasngénero, fluido, mutante. Digno legado de Genesis P-Orridge: poeta, escritorx, músicx, artista de performance y figura rutilante de la contracultura británica y mucho más allá.

Publicado en estas pampas por Caja Negra Editora, con traducción de Juan Salzano, No binarix es la última obra cumbre de P-Orridge, miembro activx de colectivos artísticos como COUM Transmissions y bandas experimentales como Psychic TV. Vanguardia y contracorriente artística en carne y hueso.

La autora escribió sus memorias en forma vertiginosa, con la sombra de la muerte acechando luego de un diagnóstico de leucemia. Pudo completarlas antes de dejar este mundo en 2020, a los 70 años.

Vida y obra, sin fronteras. «Ya había decidido que Genesis era una obra de arte. ¿Por qué no podía haber seres vivos que fueran obras de arte?» Se pregunta allá lejos en los años sesenta P-Orridge, y es una declaración de principios que sostendrá en todas sus andanzas y desandanzas creativas de más de cinco décadas.

Infancia de post guerra, postales de familia obrera, educación sentimental en escuelas de élite, Kerouac y despertar beat con sexo, drogas y rock and roll; dadaísmo, germen post-punk, industrial, avant garde; esoterismo, vida comunitaria, El Templo de la Juventud Psíquika; Ian Curtis, Timothy Leary y Lady Jaye, con quien decidió acabar con el paradigma masculino/femenino y dar nacimiento a un nuevo ser unificado, dos mitades de una nueva “totalidad pandrógina”. Un cut-up vital heredero del admirado William S. Burroughs, almuerzo desnudo para los sedientos de contracultura.

Adelanto: ¿Cómo cortocircuitamos el control? Apuntes de un encuentro con William Burroughs

Pensé que debía ser un engaño.

El nombre y la dirección de William S. Burroughs estaban justo ahí, en el medio de una revista llamada FILE [Archivo].

Ahí estaban, en la sección “lista de solicitudes del banco de imágenes”, en la parte de las Páginas amarillas reservada al arte postal. Cualquier artista podía solicitar una imagen de otro artista que vivía a millas de distancia. Y ahora, justo enfrente de mí, solicitando “Ideas y Camuflaje en 1984″, estaba la dirección de la casa de Burroughs en Londres. Yo no dudaba de que vivía en los Estados Unidos; sin mencionar que estábamos en el año 1972, y 1984 parecía todavía muy lejano. Con la certeza de que se trataba de una broma, escribí a esa dirección diciéndole dónde podía meterse su camuflaje y ordenándole a Allen Ginsberg, a él y a cualquiera de los otros beats que DEJARAN de actuar como si me conocieran tan solo para obtener credibilidad contemporánea.

Algunas semanas después llegó a mi buzón una vieja postal de Marruecos; cayó sobre el suelo empedrado debajo de un hacha y un martillo que estaban recortados, como protección, al interior de la rojísima puerta de entrada de la Ho Ho Funhouse, la casa comunal de Hull que en aquella época compartía con mi colectivo de arte performático y no convencional, que también era una banda. ¡En el dorso había un saludo firmado por William S. Burroughs contándome que había disfrutado de mi reciente carta y que le encantaría que nos encontráramos la próxima vez que yo estuviera en Londres! “Tan solo llámame y pagaré por el taxi hacia aquí desde donde sea que estés”, escribió, añadiendo su número telefónico.

¡Guau! ¡Me contestó!

Esto era mucho más que emocionante.

El almuerzo desnudo había cambiado mi vida, The Third Mind [La tercera mente] era mi biblia, y tenía aún más ganas de leer Los chicos salvajes, que estaba por publicarse. Su técnica de escritura de cut-up, que había desarrollado junto al artista y escritor Brion Gysin, era una enorme influencia para mi música en aquel momento. La idea de fragmentar la tediosa narrativa cotidiana para crear significados nuevos e inesperados, incluso proféticos, me resultaba fascinante.

La primera vez que lo conocí, Burroughs estaba viviendo en la calle Duke, en St. James, Londres. No tenía idea de qué esperar. ¿Sería el viejo cascarrabias Bull Lee de las sagas de Kerouac, gracias a las cuales me enteré de él por primera vez, o el personaje biográfico apenas disimulado de Yonqui, William Lee? Estaba entusiasmado por descubrir a la persona REAL.

Luego de hacer dedo desde Hull, en el este de Yorkshire, durante toda una noche miserablemente lluviosa e inclemente, me había quedado en lo de mi amigo, el artista Robin Klassnik, durmiendo en el suelo de su estudio en el número 10 de la calle Martello, en Hackney, al este de Londres. Robin me despertó con una taza de café instantáneo tibio, colmada de azúcar.

–Conoces a personas bastante irritantes, Gen –dijo Robin mientras yo trataba de no hacer muecas ante su nauseabundo preparado.

–¿A qué te refieres? –pregunté adormilado.

–Algún estúpido idiota estuvo llamando toda la mañana diciendo que era William Burroughs y preguntando por ti. Así que le dije que se fuera a la mierda y que no llamara más –anunció Robin orgullosamente.

–¡Ay, mierda! ¿Qué hora es? –pregunté.

–Las once de la mañana. Te dejé dormir; te veías cansado.

–Robin, ese no era un estúpido idiota fingiendo ser William Burroughs –dije, restregándome la cara y mirándolo luego fijamente con una alegre incredulidad–. Ese realmente era William Burroughs. Espero que aún me reciba después de tu diatriba.

En Yorkshire, yo vivía en una comuna y robaba toda la comida que podía, y la complementaba con galletas rotas que lograban rescatar de la desgracia a una taza de té aguada. Recolectaba frutas y vegetales magullados de la calle luego de la hora de cierre del mercado local de agricultores, y me llevaba a casa carne donada por el templo masón de la zona. Las señoras de la cocina solían dejar pescado, carne y pollo –que sobraban de los fastuosos banquetes masónicos– en la puerta para nuestros “pobres gatos”, pero nosotros, humanos desposeídos, estábamos primero.

No acostumbraba viajar en taxi, pero pagaba William. Imaginé que estaba bastante cómodo económicamente. Después de todo, era un escritor famoso. He aprendido, desde entonces, que no importa cuántas personas sepan tu nombre, eso no tiene nada que ver con tener una abultada cuenta bancaria. Di varias vueltas a la manzana, con mucha ansiedad, porque había llegado temprano y pensé que se enojaría si llegaba demasiado tarde o demasiado temprano. Me figuraba en mi cabeza a un tipo hiperinteligente y nada concesivo, que estaría esperando en silencio que lo impresionara. Temblaba como si estuviera por dar un examen.

Mientras subía nervioso las escaleras angostas y escuchaba el suave eco de mis botas Doc Martens en la oscuridad, me convencía cada vez más de que se daría cuenta enseguida cuán tonto era yo y me echaría de allí, humillado como el ser inferior que era.

Llamé a su puerta.

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