Con el alza de los fallecimientos, crece también la angustia de los familiares ante el aislamiento. Desde el Conicet proponen una normativa que contemple el contexto de la pandemia.
Mientras avanzan posibles tratamientos y se espera la vacuna para los próximos meses, el número diario de muertes por Covid sigue en alza. Y detrás de las cifras hay más de 6700 personas con sus historias, y también el pesar de entornos que no pueden despedir a su ser querido. Para Alejandra Capozzo, investigadora principal del Conicet e integrante de la Red Argentina de Investigadoras e Investigadores en Salud (RAIIS), esos procedimientos estrictos en cuanto al aislamiento deben revisarse: «Nadie debería ser condenado a morir solo. No es justificable, ni siquiera debido a un virus pandémico».
Numerosos trabajos científicos recientes analizaron el «estigma social» que padecen las personas infectadas, que pasan a ser seres excluidos que no deben acercarse a nadie y de los que todos huyen. Eso mismo, que muchas veces es motivo de dilatación en la consulta médica, lo cual hace que lleguen con un estado aun más agravado a la clínica, ocurre incluso en los peores momentos: cuando los pacientes pasan a cuidados medios o intensivos, permanecen aislados y si mueren, lo hacen desguarnecidos, sin la oportunidad de despedirse. La investigadora sabe de qué habla. Su cuñado Luis falleció «a causa de este maldito virus», en el desamparo de una completa desconexión: «Cuando fue trasladado a terapia intermedia recibimos el último audio». Luis les describía en sus mensajes agitados el dolor por la falta de contacto: “De golpe aparece alguien que mira los monitores de lejos y si tiene que hacer alguna intervención, la hace a toda velocidad y sale corriendo”.
El problema es mundial y se transforma en un círculo vicioso. Las personas enfermas, deprimidas y estigmatizadas son asistidas por trabajadores de la salud agotados, abrumados, sin apoyo psicológico ni descanso suficiente. Entonces, la comunicación también falla. Los informes médicos, uno al día, se leen entre una despersonalización cotidiana y la urgencia del tiempo acotado. “Las partes” nunca se ven las caras, y así crece aun más el desamparo. Capazzo sostiene que la literatura científica y de ética médica demostró que la presencia de familiares que acompañan a los pacientes en las unidades de cuidados intensivos es beneficiosa, incluso para los trabajadores de la salud: «En pandemia no es fácil, pero tampoco es imposible. Debemos buscar medidas creativas y desarrollar protocolos para salvar la distancia física entre la persona y la familia. Nadie merece morir en soledad».
Días atrás se realizó el primer encuentro online de la «Red de cuidados, derechos y decisiones en el final de la vida» del Conicet, conformada por 20 integrantes de diferentes disciplinas (Sociología, Bioética, Filosofía, Historia, Psicología, Abogacía), quienes demandaron una mirada que se centre en el cuidado comunitario; plantearon la necesidad de una ley nacional de cuidados paliativos y presentaron un documento con 13 propuestas para elaborar protocolos de tratamiento humanizado del final de vida en contextos de pandemia.
Florencia Luna, doctora en Filosofía, explicó que en las recomendaciones hablan «de la importancia de un enfoque integral respecto de la enfermedad de coronavirus, mencionamos el derecho a la información y a la toma de decisiones. El respeto a la autonomía del o la paciente».
Actualmente, por ley, pedirle a la persona que ingresa a un centro de salud que además de sus datos para la historia clínica, aporte sus deseos y voluntades, demanda la presencia de escribanos o jueces. «Creemos que el contexto de pandemia exime de estas formalidades, y que ya es momento de que toda persona pueda dejar sus voluntades anticipadas para el momento en que no pueda expresar su propia voluntad», aporta Eleonora Lamm, doctora en Derecho y Bioética.
«No sufren los cuerpos, sino las personas –añade Vilma Tripodoro, jefa del Departamento de Cuidados Paliativos del Instituto de Investigaciones Médicos de la UBA–, y el sufrimiento que pueda ser evitable debemos tratar de evitarlo, y si no pudiéramos, hay que acompañar hasta el final, inclusive en la pandemia”.
«Lo único que vi fue un cuerpo en una funda termosellada»
El domingo 9 de agosto, Ángel Barraco despidió a su hermano, Enrique, de 76 años, por Facebook. No lo pudo hacer personalmente: «No es tanto el temor a la muerte lo que acecha, sino a esta impiadosa forma anónima de morirse», dice. Debieron internar a Enrique hace poco más de dos meses en una clínica privada del barrio de San Cristóbal, por una deshidratación. El miércoles previo a su fallecimiento, el hijo recibió un llamado de la clínica: su padre se había contagiado de coronavirus estando internado. Quedó aislado. «Dijeron que se iban a comunicar cada dos días para ir dando los partes de cómo iba todo. No sabemos todavía cómo se contagió ahí adentro, y si contó con respirador, porque nunca pudimos estar. Ni siquiera nos dejaron comunicarnos telefónicamente. El domingo nos informaron que había fallecido de un paro cardiorrespiratorio, que es generalmente lo que te dicen, pero nunca la causa», expresa Ángel a Tiempo. Después vino otro momento de angustia: la despedida. Por protocolo, la cochería contratada retira el cuerpo de la clínica y lo lleva directo a cremación. «No me conformaba el impedimento de poder reconocerlo, de no tener derecho a nada, así que fui con mi hija a la hora en que lo retiraban, al menos quería ver el cuerpo de lejos. Cuando lo sacaban del garaje, lo único que vi fue un cuerpo arriba de una camilla, pero dentro de una funda marrón termosellada. Y de ahí a la cremación. Si ya era duro todo lo de su muerte, lo que siguió también fue muy crudo y deshumanizado. Estoy a favor del aislamiento, pero en aras de lo humanitario, se puede generar algún tipo de acción que impida ese anonimato terrible».
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